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Melville transformó en metáfora de la vida y de la muerte el obsesivo duelo que enfrentó por los mares a la perturbada perseverancia del capitán Ahab con la majestuosa maldad de la gran ballena blanca, Moby Dick. Claro que eran otros tiempos, cuando un cetáceo todavía podía encarnar a la vez los misterios de un monstruo marino y nuestros más despiadados fantasmas interiores. Luego Hollywood se encargó de saturarnos el imaginario con las más variopintas criaturas de tierra, mar y aire, de este y de otros mundos. Fue así como la ballena abandonó nuestras fantasías para refugiarse, en el mejor de los casos, en las campañas de Greenpeace. A pesar de ello, estos grandes mamíferos marinos regresan de tanto en tanto a las noticias cada vez que alguno de ellos embarranca en nuestras costas. Gigantes en agonía, cuando no en definitiva putrefacción; antítesis de la energía asesina de la mítica Moby Dick.

También las playas demoscópicas del País Valenciano están recibiendo estos días la visita de uno de estos cetáceos en avanzado estado de descomposición, aunque con mejor salud, al parecer, que el que recientemente eligió las aguas de Cullera para morir. La recuperación del cachalote del PP anunciada por algunas de las encuestas publicadas en esta recta final de la campaña electoral, así parece presagiarlo. Si hace unas semanas eran muchos los que daban por muerto al animal, hoy no son pocos los que tuercen el gesto, estupefactos ante la perspectiva de esa inesperada resurrección, aunque sea propiciada por la aparición en nuestro litoral político de ese ballenatode precocinada y mediática espontaneidad, al que en estas tierras del antiguo reino pone rostro Carolina Punset.

Lo cruel de esta historia, que parecía trasnochada, es que como en el relato de Melville, la sádica ballena sabe que para su salvación es imprescindible arrastrar hasta las profundidades a su más implacable perseguidor. De este modo, hoy todas las esperanzas de Alberto Fabra pasan por conseguir que EU se hunda en los abismos extraparlamentarios para arañar así el máximo de escaños posibles en las mareas revueltas de la Ley D’Hont. Y de paso, también, para relamerse con el placer deahogar en las profundidades a uno de sus más diestros cazadores, el que lanzó sobre su giba arpones tan certeros como el que ha hecho estallar la apestosa pústula del Dipugate. Con todo, Ignacio Blanco es marino curtido y ni él ni el resto de la tripulación están dispuestos a ponérselo fácil a Leviatán.

En cualquier caso, la batalla no será sencilla. Ni para Blanco, ni para Mónica Oltray su habilidad comunicadora; ni para la barca nueva de Antonio Montiel, ni para el cascarón gastado de Ximo Puig. Por desgracia, el nuestro es un país que parece eternamente dispuesto a dejarse tentar, una y otra vez, no por seductora voz de la sirena, sino por el canto desafinado de una moribunda ballena podrida. En las elecciones del próximo domingo no están en juego solo un puñado de alcaldías y gobiernos autónomos. El resultado que salga de las urnas va mucho más allá. Llevamos demasiado tiempo a la deriva de este naufragio de corrupciones, de precariedad, de insulto a la razón, de despojo a nuestros derechos, de asalto a nuestras libertades.

Por eso, más que una nueva, simple y ritual consulta electoral en esta democracia cansada, la respuesta que salga de las urnas este domingo vendrá a dar solución a un enigma que nos atrapa tan implacablemente como el de la Esfinge: la peste que nos rodea, ¿brota de la ballena putrefacta? ¿O somos nosotros los corrompidos?

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