Cualquier calificativo elogioso que se añada a un comentario sobre esta película será merecido, tanto como que se trata de esas raras excepciones a una filmografía un tanto gris, absolutamente encorsetada, temerosa de la dictadura rampante, imperante y represora del momento, pero que, a fuerza de ingenio y también de coraje, ofrecía pequeños espacios de progreso en un mundo casposo, gris, rancio, taciturno, clerical y carpetovetónico, tan alejado de Europa como lo seguimos estando oficialmente ahora, no necesitando de la ironía para desmarcarse de la línea oficial, como podía hacer un Neville en épocas similares.

En el reparto sobresale, como casi siempre, Fernando Fernán Gómez, ese actor al que imagino perfectamente en el papel de James Stewart en Historias de Filadelfia, o el de Cary Grant en “Con la muerte en los talones”, o cualquier otro que el lector pueda recordar del gran cine clásico, porque si no hubiera sido un actor de nacionalidad española, de reconocida y militante anarquía, se encontraría en el Olimpo oficial de los grandes y ahora solo cabe que le recordemos como grande los que amamos el cine.

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El proyecto de esta película española, cuya visión debería ser objeto de pase en cualquier sistema de enseñanza avanzado para conocer la realidad de una forma de vida pasada en este país, pero también por contener en sus fotogramas tal cantidad de amor al cine e información sobre el mismo que permitiría enganchar nuevas generaciones a la narración visual de historias alejadas de catástrofes y superhéroes hormonados, se vió seriamente afectado por la falta de financiación pública (nada nuevo bajo el sol), por su calificación censora 3R (el máximo de pecaminosidad previsible en una película, al nivel de una Gilda cualquiera) y por el absoluto desprecio de crítica y público contemporáneo, que provocó, por un lado la ruina de la productora Castilla Films y que su director, Llobet García, no pudiera volver a filmar otra película en su vida, y ya se sabe que las vanguardias siempre han estado mal vistas y han dado magros frutos a sus integrantes, con contadas excepciones.

La historia es bien sencilla de resumir, el protagonista nace en una “caseta de los franceses” a caballo entre el s. XIX y el XX, caseta de los franceses que no es sino una especie de franquicia del cinematógrafo de los hermanos Lumiére, y ese nacimiento marcará toda una existencia de amor por el cine, desde la infancia, viendo con sus amigos todo aquello que se proyectaba, llegando a las manos por defender a un actor o criticar a otro, hasta su madurez, donde, en una declaración de intenciones programática, el director, a través de su personaje, incluye un texto en el que consagra al cine a la categoría de arte después de haber evolucionado en las primeras décadas desde el aspecto meramente científico.

El crecimiento de Fernán Gómez viene acompañado de retazos no sólo de su educación sentimental, sino de la propia historia de España vivida por el protagonista, aunque sea en off, la Gran Guerra, la dictadura de Primo de Rivera, la llegada de la República con un plano magistral donde en una escuela el crucifijo es sustituido por la imagen de la “Marianne” española, las convulsiones políticas del periodo 1931-1936 y la llegada del golpe militar y la guerra civil con sus consecuencias. Obviamente la película se rueda en plena dictadura, pero pese a ello, y pese a los planos de ametrallamiento de vírgenes, muertes de inocentes, tiroteos callejeros…..ni se identifica un odio al bando republicano ni se articula un discurso profranquista descarado, y puede que esa indolencia proactiva hacia el “régimen” llevara al miedo del censor y a la retirada de subvenciones y eliminación de planos y escenas más comprometidos o aún menos convenientes desde el punto de vista político de la época, pero lo que destila toda la película es pasión desbordante por el cine, por su lenguaje, por la imagen, por el tratamiento de la luz, por el simbolismo de una imagen que resume una situación mucho mejor que cinco minutos de diálogo, por las referencias explícitas a películas del momento, por sus diálogos alejados del cliché obligatorio acerca del mundo cinematográfico.

Y es en esa dualidad vida personal del protagonista, vida cinematográfica del mismo, donde residen las mayores virtudes del film, el hondo sentimiento de culpa del protagonista tras la muerte de su mujer al asaltar su casa barcelonesa un grupo del bando republicano a comienzos de la guerra civil mientras él rueda las imágenes de la barbarie en plena calle le convierte en un misántropo, alejado del cine, al que culpa de su pérdida, alejado de la gente, convertido en un aviador de reconocimiento prefiere volver al ejército de tierra para no tener que manejar ninguna cámara más en su vida, pero el pasado es pertinaz, y vuelve y vuelve, en esta ocasión en forma de maleta conteniendo su vieja cámara y algún rollo de películas caseras junto con su amada (una jovencísima Maria Dolores Pradera, a la sazón una de las primeras parejas reales de Fernán Gómez), y lo que continúa siendo rechazo, se convierte en vía de escape y recuperación, su entorno conseguirá animarle para rodar y hacer cine, estableciendo un paralelismo notable en composición y ritmo con las imágenes de Rebeca, de Hitchcock, hasta tal punto que la caracterización de Fernán Gómez encaja como anillo al dedo con la del propio Lawrence Olivier, rompiendo una y otra vez la famosa “cuarta pared” para comunicarse con su amada muerta consigue recuperar parte de su ilusión y salir progresivamente de las sombras.

En esa película de Hitchcock, donde se retratan de manera enfermiza las obsesiones y recuerdos del pasado, el personaje de Fernán Gómez alcanza su propia liberación, será el cine el que le permita vivir con las sombras pero no en la sombra, volver a amar sin olvidar a los amores pasados y recuperar su verdadera vocación, la de hacer y rodar cine, alcanzando un éxito menor pero decisivo a través del rodaje de un “poema visual” (díganme si no es arriesgado en la España de los 40 rodar un poema en imágenes y sin diálogos, una especie de viaje de redención donde el director recorre los lugares de su vida sin explicaciones) y así conseguir la financiación del rodaje de SU película y recuperar las ganas de rodar, haciendo de lo que estamos viendo un verdadero romain á clef, un perfecto círculo cerrado que empieza y termina en el mismo sitio, en la escena de la barraca del cine, primero con los padres reales del protagonista y segundo con los actores de la película representando las mismas escenas que hemos visto al comienzo, de tal manera que la historia que la película del director va a contar ya la conocemos porque ha decidido rodar su propia vida, esa vida en sombras a la que alude el título.

Una verdadera joya del cine español, un experimento sobresaliente en la forma y en el fondo, una especie de “La noche del cazador” maldita del cine español, a la que el revés oficial del momento ha conferido un aura de leyenda magnificado por su gran calidad. Y para aquellos que la historia les sepa a poco, en 2008 y con ocasión del pase de la película en el festival de Venecia, se realizó un documental por Ferrán Alberich, persona que consiguió recuperar una de las dos copias existentes de la misma, “Bajo el signo de las sombras” donde se cuenta el devenir de la producción de esta película, auténtica muestra de pasión cinéfila

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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