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Ilustra Evelio Gómez.

Febrero es un mes pobre, tanto que a duras penas logra llegar a fin de mes. A febrero le faltan días con los que completar un ciclo normalizado y ello pese a que a fuerza de voluntad incluso consigue arañar cada año bisiesto alguna jornada más al calendario. Pero ni por esas. Febrero es definitivamente un mes humilde. Por eso no tiene más consuelo que el carnaval, esa fugaz mascarada que permite por un instante olvidar la pobreza como bien saben los moradores de las favelas que por unos días se embriagan de percusión y samba por las calles de Rio de Janeiro.

El carnaval, solo unos días de espejismo para después regresar a la grisura de un mes inacabado y frío. No es extraño por ello que estas semanas suelen acabar siempre impregnadas con la viscosa materia de la resignación, ese inevitable sentimiento que surge cuando la alegre danza enmascarada de Don Carnal deja paso a las renuncias de la Cuaresma. Sobre todo en Europa. Y especialmente aquí, en España, donde ya hace muchos años que parecemos condenados a vivir en un febrero eterno al que le faltan días, en el que a duras penas se llega a fin de mes.

Tal vez por eso los responsables de Galmed han elegido este mes para especular con el posible cierre de esta empresa saguntina. O la dirección de Bosal anuncie ahora un nuevo ERE para sus empleados en la ciudad, la misma ciudad que otro lejano febrero quedó enmudecida y sin sirenas que le marcaran el turno de trabajo. Y es que para algunos, allá en las alturas, las personas también somos como los meses de febrero: semanas demasiado largas a las que le sobran días. Nos dicen, por ejemplo, que en el Camp de Morvedre sobran 10.000 personas porque no hay trabajo para ellas, que en España están de más 6 millones de personas, que en las listas de los hospitales públicos sobran enfermos, que las memorias bancarias están demasiado llenas de hipotecados sin futuro, que en los colegios hay niño de más.

Es el problema que tiene estar anclado en febrero, que nunca seremos un mes completo, aunque un año bisiesto tengamos la impresión de que acabó la crisis y ganamos un día más. Claro que no para todos es igual. Algunos tienen la fortuna de tener un buen disfraz con el que protegerse de las inclemencias del mes refugiados en un carnaval sin fin. Una máscara de rey, por ejemplo. O la capa brillante de tesorero de partido conservador o de responsable de la CEOE. Tal vez un cotizado antifaz de asesor financiero. Para ellos, vivir en febrero es estar en su salsa de derroche perpetuo. Rezando, eso sí,  porque nunca les alcance el aire fresco y purificador de un libertario mes de abril.

Periodista cultural y columnista.

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