altEl siglo XVIII fue dado a la novela epistolar, debido a la difusión alcanzada por tres obras de distinto asunto: las Cartas persas (1717) del francés Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, que tomó como excusa el periplo de Uzbek, sabio persa desterrado de su patria, para criticar las costumbres de su propio tiempo;

 

 

 

 

 

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El siglo XVIII fue dado a la novela epistolar, debido a la difusión alcanzada por tres obras de distinto asunto: las Cartas persas (1717) del francés Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, que tomó como excusa el periplo de Uzbek, sabio persa desterrado de su patria, para criticar las costumbres de su propio tiempo; Pamela o la virtud recompensada (1740), del británico Samuel Richardson, relato de sesgo psicologista e intención moralizante; y de modo especial Julia o la nueva Eloísa (1761), del ginebrino Jean-Jacques Rousseau, manifiesto en pro de la sabiduría de los sentimientos frente a la ley de la razón. A esta última popruesta, premisa basal del romanticismo, se adhirió también el germano Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) con Las penas del joven Werther (1774), narración que pronto adquirió fama en toda Europa.

 

El desventurado –y desmesurado– personaje de Werther encarnó los valores del movimiento conocido como Sturm und Drang (Tormenta e Ímpetu). Tan sonora denominación proviene del título de un drama de Friedrich Maximilian Klinger publicado en 1776, pero sus fundamentos teóricos se deben a la pluma de Johann Gottfried von Herder, quien los expuso en los Fragmentos sobre la literatura alemana más reciente (1766), y, sobre todo, en Sobre el estilo y el arte alemán (1773), escrito al alimón con Goethe. Adscrito a esta corriente estaba un grupo de jóvenes escritores, disconformes con el sacrificio de los sentimientos en el ara de una moralidad que pretendía basarse en principios racionales, aunque tan solo fuera deudora de los hábitos heredados.

 

Las penas del joven Werther, novela «elegíaca» en palabras de su autor, se compone de las figuradas cartas que el pintor Werther remite a su amigo Wilhem para contarle las impresiones de su estancia en una localidad rural alemana, Wahlheim. A través de esos escritos, el lector asistirá a la evolución del ánimo y los pensamientos del protagonista, que se verá engullido por el vórtice de sus propias pasiones hasta el extremo de la autodestrucción

 

Las primeras misivas remitidas por el artista desvelan un sereno recogimiento, con propensión a la experiencia extática. En uno de los pasajes más significativos de la obra, Werther se declara “incapaz de dibujar un trazo” aunque jamás se sintió “mejor pintor”. La unión mística con la naturaleza despoja de atractivo a la instrumentalidad guiada por el entendimiento; donde hay vivencia del Todo (“las formas majestuosas del mundo infinito vivían y se movían dentro de mi alma”), sobra la técnica que reproduce sin más los objetos finitos. A esa naturaleza ornada con atributos divinos (tal como fue tratada también por ilustres coetáneos como Friedrich Gottlieb Klopstock, Salomon Gessner o Edward Young), solo se la puede comprender y honrar mediante una aprehensión genuinamente estética; por lo tanto, antagónica de la manipulación utilitarista que preconizó la Ilustración. Goethe se adelanta a Nietzsche al considerar que el mundo solo tiene justificación como fenómeno estético (en palabras del segundo).

 

La experiencia estética cuenta también con su correlato antropológico y moral. Werther elogia la nobleza del alma campesina, ejemplo virtuoso de adaptación del espíritu humano a la naturaleza circundante. Ofrece así, el medio rural, un refugio apto para quien desee huir del entramado artificioso de la civilización burguesa, porque los “derechos del corazón”, el pathos subjetivo, es al ethos de las normas sociales como a la montaña los caudales que horadan sus entrañas: una inquietud que sacude los fundamentos de toda convención.

 

Así pues, la primera serie de misivas de Werther manifiesta un sosiego arrebatado (valga el oxímoron); estado gratificante y sapiencial, puesto que provee de una forma de comprensión plena del mundo exterior. Sin embargo, tal solaz se tornará ajeno al artista por obra y (poca) gracia de la pasión amorosa, cuando irrumpa en sus días la bella Charlotte, joven prometida de Albert (un hombre estrecho de miras, mucho mayor que ella). Parece vulgar decirlo, y sin duda lo será, pero la fuente de la estupidez brota con harta frecuencia del afecto.

 

Charlotte, como toda dama honesta que se precie, no corresponde al amor de Werther por puro decoro: la palabra empeñada a su prometido vale más que cualquier sentimiento. Frente a la pasión del protagonista, la muchacha opone el sentido del deber por amor al deber mismo (la ética que blasona el imperativo categórico kantiano). Ya tenemos servido el combate entre el ímpetu de la vida y la «razón koenigsburguesa» (una vez más, Nietzsche dixit)… El conturbado pintor abandona Wahlheim antes de la boda, pero vuelve tiempo después a invitación de los esposos, y a pesar de la amistad que le une con Albert, a quien sinceramente aprecia, consigue robarle un beso a su mujer en la más arrebatadora escena de la novela, tras la ardiente recitación de un fragmento del poema Ossian. Lejos de envanecerlo, tanto como de acicatar su sed de conquista, esta pequeña victoria muestra a Werther el abismo de oprobio en el que puede sumir a la amada; tan vasto como la profundidad de la propia perfidia. Nuestro héroe optará a la postre por el suicidio, para fugarse de la disyuntiva interior que polarizan el infierno de la deslealtad y la tortura de la renuncia. La muerte es una tercera vía; fatídica, , pero brinda consuelo.

 

¿Por qué antepone Werther su lealtad hacia Albert cuando la hora parece propicia para perseverar en la infidelidad de Charlotte? ¿Dónde quedó ese hombre tempestuoso, si así cabe llamarlo, que había renunciado a la guía de las convenciones para entregarse a los “derechos del corazón”? La respuesta más fácil podría ser esta: en el momento clave de su historia resucita el Werther burgués, civilizado, porque la sombra de la moral es alargada… Pero cabe pensar igualmente: ¿y si la reacción del artista enamorado obedeciera a las exigencias de la compasión, que también es un sentimiento poderoso y natural? La segunda opción daría visos de coherencia a la conducta del protagonista

 

Por último, valga decir que Las penas del joven Werther posee fuerte contenido autobiográfico, puesto que un Goethe de apenas 23 años, durante su estancia en la ciudad de Wetzlar para realizar prácticas como letrado, rondó los favores de la dama Charlotte Buff, prometida de un hombre mucho mayor que ella. Ocurrió en el verano de 1772, entre los meses de junio y septiembre; período estacional en el que también se desarrolla la novela, publicada dos años más tarde. Goethe, mucho más vitalista que su personaje, prefirió una despedida sin formalismos –de esas que en España se denominan “a la francesa”– antes que marchar de este mundo. ¿Le quedaría un regusto a mediocridad tras el episodio, falto de la grandeza trágica de Werther? Si así fue, la literatura le brindó sobrada ocasión para reparar su despecho hacia mismo.

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