La vida del gran poeta latino Publio Virgilio Marón (79-19 a. C.) puede considerarse frustrada en cuanto a sus inquietudes artísticas, si nos atenemos al fatal destino, la hoguera, que dispuso para la Eneida, su obra principal: todo un monumento literario tanto en extensión como por la valoración crítica más tarde acreditada, a cuya composición dedicó el vate los últimos diez años de existencia e ingenio creativo
La vida del gran poeta latino Publio Virgilio Marón (79-19 a. C.) puede considerarse frustrada en cuanto a sus inquietudes artísticas, si nos atenemos al fatal destino, la hoguera, que dispuso para la Eneida, su obra principal: todo un monumento literario tanto en extensión como por la valoración crítica más tarde acreditada, a cuya composición dedicó el vate los últimos diez años de existencia e ingenio creativo. Afortunadamente, el emperador Augusto puso coto al delirio destructivo de Virgilio, ordenando la preservación del texto de la epopeya, un gesto que le hizo acreedor de gratitud universal por parte de todos los bibliófilos que en el mundo han sido.
Dos fueron las influencias determinantes en la formación intelectual de Virgilio. De la poesía neotérica, difundida en Roma durante el mandato de Cayo Julio César, adoptó el gusto esteticista patente en obras anteriores a la Eneida, como las Geórgicas; y de la filosofía de Epicuro, el aprecio por la bondad de las satisfacciones intelectuales, inclinación que no exigía el repudio de ningún don sensual (cabría resumir su postura del siguiente modo: cuerpo y objetos materiales han sido creados para deleite de los humanos y es bueno que de ellos se sirvan, lo malo deviene cuando tales gozos esclavizan sus pensamientos y deseos).
Como raramente puede mantenerse uno en la coherencia más purista, y la trayectoria vital de cualquier persona implica cambios que no suponen traición, sino mero reajuste, digamos que solo a la segunda de las anteriores fuentes permaneció siempre fiel el poeta. La Eneida brinda buen ejemplo de ello, con su ensalzamiento continuo del valor de la racionalidad frente a los arrebatos pasionales y el interés materialista. Sin embargo, la gran epopeya virgiliana fue desleal a la premisa neotérica de brevedad, dada su interminable sarta de versos. Adentrarse en la Eneida constituye un verdadero acto de amor a cuanto el poema contiene y significa, pues leerla exige un notable esfuerzo de atención y paciencia si se opta por una traducción que respete su forma original; otras hay, empero, en prosa y más llevaderas, como la rescatada en esta ocasión del Hades del contenedor.
A lo largo de doce libros relata la Eneida las aventuras del caudillo troyano Eneas. El héroe logra escapar de la Ilión saqueada por los aqueos, junto con su familia y un grupo de allegados, para emprender un viaje marítimo de intencionado paralelismo con las aventuras de Ulises (el héroe aqueo de la Odisea homérica, referente literario directo de la Eneida) y siempre a la búsqueda de una tierra de promisión (Virgilio también conocía los mitos hebreos, aunque no fueran su motivo referencial para este caso). La expedición troyana realiza un periplo tachonado de aventuras por las costas de Jonia y África antes de alcanzar el Lacio, donde habrá de enfrentarse a las tribus que lo habitan. Merced a ese combate contra gentes inferiores en cultura y dignidad, Eneas y sus compañeros conquistarán el solar definitivo de su estirpe, germen de los más antiguos y nobles linajes romanos; por algo Iulo, hijo del héroe, fue tomado como epónimo de la familia Iulia, a la que pertenecían tanto César como el emperador Augusto.
Visto lo anterior, no dude nadie que albergaba la Eneida una clara intencionalidad política. Cabría añadir: como todo o casi todo en este mundo… pero más aún. Puertas adentro, de cara a la sociedad romana, Virgilio quiso proyectar una apología del recién establecido régimen monárquico, dotando al soberano, Augusto, de una justificación metahistórica a su imperium (mando). Puertas afuera, el poeta se propuso convencer a los pueblos domeñados bajo la enseña del Senatus Populusque Romanus (SPQR) de la correspondencia lógica entre tal sumisión y la superioridad material y moral de la civilización romana, sancionada por un fatum (sino) sobrenatural. Se trata, al fin y al cabo, de un argumento con resonancias muy actuales, si consideramos que todavía abundan los creyentes del “destino manifiesto” en las distintas versiones ideológicas y nacionales del mismo.
Aparte del episodio del caballo de Troya, que no aparece en las obras de Homero, el más célebre pasaje de la Eneida atañe al idilio entre Eneas y Dido, la princesa fenicia fundadora de Cartago. A pesar del amor que recíprocamente se profesan, Eneas antepone muy epicureamente su misión a cualquier gozo personal, y abandona a Dido, que acaba suicidándose entre arengas de venganza dirigidas a sus compatriotas: ”Y vosotros, ¡oh, tirios!, cebad vuestros odios en su hijo y en todo su futuro linaje; ofreced ese tributo a mis cenizas. Nunca haya amistad, nunca haya alianza entre los dos pueblos. (…) ¡Yo te ruego que ahora y siempre, y en cualquier ocasión en que haya fuerza bastante, lidien ambas naciones, (…) y que lidien también hasta sus últimos descendientes!”. Una versión melodramática del enfrentamiento entre Cartago y Roma: como en tantas historias de amor, el hechizo se transforma en inquina (otra forma de la pasión, aunque nazca del despecho).
De la trágica historia de Dido se desprende una visión negativa del sentimiento amoroso, fuerza que arrolla con la prudencia y la racionalidad hasta el punto de querer convertirse en hibris (rebelión contra el destino). Sus fines no pueden lograrse sin debilitar con promesas y dulzuras la virtud del héroe, convirtiéndolo en un ser pusilánime: ”sometido a una mujer le edificas una hermosa ciudad, olvidando, ¡ay!, tu reino y tus empresas! (…) Si nada te mueve la ambición de tan altos destinos, ni nada quieres acometer por tu propia gloria, (…) piensa en las esperanzas de tu heredero Iulo, a quien reservan los dioses el reino de Italia y la romana tierra”, advierte a Eneas el dios Mercurio, mensajero de Júpiter, para moverle a reflexión. Y fue así como el troyano, renunciando a toda felicidad personal, siguió “arrastrando una miserable existencia entre crudos afanes”.
El comportamiento rigorista de Eneas no lo convierte en un dechado de virtud. Su epopeya pergeña el retrato psicológico de un hombre cuya recia voluntad, sentido de la mesura y unción por el deber han sido cincelados a golpes de duda y temor; por ello presenta profundas muescas, verdaderas cicatrices del alma. Se trata, en suma, de un personaje genuinamente humano, creíble en sus arraigos, expectativas y decisiones. Como le advierte la Sibila de Cumas, sacerdotisa de Apolo que poseía el don de la profecía: “fácil es la bajada al Averno; día y noche está abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es lo arduo, esto es lo difícil”. Y aunque la pitonisa aludiera explícitamente al infierno, sus palabras son alegoría de la caída, con frecuencia inesperada, en los abismos de la debilidad, el egoísmo o la ira.