La ópera prima de Mark Noonan, que llega a nuestro país con casi dos años de retraso, nos demuestra, en tan sólo 82 minutos, que no es necesario ser original ni recargado si las cosas se cuentan bien y con cariño.

Un inicio sin palabras nos muestra a los dos personajes de la historia: Stacy (Lauren Kinsella), niña precoz de 11 años que supura descaro y amargura para paliar sus propias desgracias vitales, a la que diagnostican narcolepsia y Will (Aidan Gillen), cuarentón que sale de cárcel para cuidar a Stacy, su sobrina, tras la muerte de su madre.

Un inicio sin palabras, sin grandes efectos visuales, con primeros y medios planos, con una música casi imperceptible y con una fotografía que atrapa y no suelta hasta los créditos finales. Y que exuda emoción, sin alardes, en una historia que no cuenta nada nuevo, pero lo cuenta de forma excelente.

La principal baza de la cinta es, por tanto, su sencillez, su bella simpleza y su cotidianidad. La historia se centra, casi en exclusiva, en la relación de Will y Stacy, dos personas que sufren por motivos diferentes, pero que no buscan redención ni aceptación, sino limitarse a tener una vida lo más normal posible, bajo las circunstancias que les ha tocado sortear. A lo largo de la cinta, con calma, pero sin histrionismos, ambos personajes van estrechando la distancia inicial que les separa y avistan una salida al final del tortuoso camino. Hay conflicto, sí, pero se puede superar.

El otro acierto de la historia es su realismo. A pesar de leves acontecimientos forzados (nimios, pero existentes), acompañamos a nuestros protagonistas a través de una serie de acciones cotidianas, rehogadas de un sumiso, pero, a la vez, sarcástico, sentido del humor, Situaciones verosímiles, con personajes reales, aunque, cierto es, donde los secundarios quedan reducidos en demasía a sutiles pinceladas (Tibor (George Pistereanu), marido de Emilie (Erika Sainte), interés amoroso de Will, es poco más que un accesorio para la historia). Pero te sientes tan atrapado por los avatares de Will y Stacy, que tampoco importa demasiado. Mención especial merece la última conversación entre Will y Emilie, en la que se resuelve todo de forma tan sutil que ni tan siquiera Will parece ser consciente de ello.

Incluso la narcolepsia de Stacy acabará desembocando en un mcguffin de manual, que permitirá un devenir de acontecimientos lógico y razonable.

La química entre Kinsella y Gillen es tan fuerte, como la historia necesita.

La joven actriz consigue que un personaje que podía caer en una irritante caricatura de niña-adulta (como, por ejemplo, Ellen Page en “Juno”) resulte tierno en su tosquedad y empaticemos con esa sensibilidad que intenta mantener escondida con base a soltar verdades sin cortapisas por su boca.

Gillen, por su parte, mantiene su excelente nivel de actuación habitual. El actor irlandés, conocido para el gran público por sus televisivos papeles en “The wire”, donde encarnó al concejal Thomas Carcetti, aspirante a alcalde de Baltimore, y “Juego de tronos”, donde se pone en la piel del ínclito Petyr Baelish, alias “Meñique”, hace gala de un registro de expresiones soberbio, pero contenido, en el que sus ojos muestran lo que sus labios se niegan a comunicar. Su inicial actitud socarrona, se disgrega en múltiples capas de sentimientos a medida que vamos conociendo, a través de sus reacciones a las propias reacciones de Stacy, más y más sobre su historia y su modo de ver las cosas. Ryan Gosling debería tomar nota, para aprender a diferenciar la contención del hieratismo.

Como se ha mencionado anteriormente, los papeles de Sainte y Pistereanu (en especial este último) carecen de gran profundidad. Sirven, sin embargo, para ofrecer un punto de vista alternativo a los protagonistas y para que conciban esperanzas. Algo que necesitan como el respirar. No ofrecen una gran actuación, pero su presencia se torna imprescindible para entender las emociones de Will y Stacy.

Por último, es imposible disociar dos aspectos claves para entender la pequeña grandiosidad de “Entre los dos”: la fotografía de Tom Comerford y la banda sonora de David Geragthy.

Comerford logra transmitir calidez de unos paisajes abruptos, toscos, objetivamente horrendos. Igual que los personajes de la cinta, los tristes parajes que transcurren por la cinta encierran una luminosidad sucinta, pero abrumadora. Sus premeditados desenfoques del entorno, sus destellos de sol indirectos nos transportan al interior de las almas de los personajes y tratan de mostrarnos, en una poco sutil, pero efectiva metáfora, la belleza que irradian.

Geragthy logra, a su vez, reforzar cada imagen con una serie de composiciones (en concreto, tres, con un leitmotiv simplemente precioso con el que se cierra la película) conscientemente intimistas, donde abundan los acordes suaves de guitarra. Se dedica a reforzar, sin aparente esfuerzo, los silencios de los personajes, fuente, paradójicamente, clave para entender sus emociones. Es de agradecer que una película irlandesa evite caer en el tópico celta.

En definitiva, “Entre los dos” es una delicia para los sentidos, toda vez que no trata de embotarlos ni de imponer cómo hemos de sentirnos cuando la vemos. Elude la manipulación, pero no la emoción. Esquiva la cursilería, pero no la sensibilidad.

Y nos demuestra que, la distribución en España es lo suficientemente desastrosa, o el público mentalmente holgazán, como para que esta película no sea más conocida.

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