Soñé que era uno de los guardianes del sistema sanitario y caía enfermo. Debido a mi enfermedad tenía que ser operado. Era el futuro y la gente vivía siempre en un hospital, o mejor dicho, en unas enormes ciudades sanitarias. Una enorme ley que no tenía presupuesto suficiente para llevarse a cabo, dotaba a una creciente población envejecida de unos derechos y unas prerrogativas que garantizaban el estado del bienestar. Sin embargo, ese objetivo ideal, en muchos casos era imposible de ser cumplido. En teoría, los verdaderos sujetos del sistema sanitario eran los pacientes, pero diríase que el sistema se había dado la vuelta sobre sí mismo y ahora los sujetos del estado del bienestar eran los funcionarios y altos cargos de ese mismo sistema de organización estatal. La situación se había vuelto tan mala que las negligencias médicas a veces eran respondidas con atentados terroristas. Para garantizar su seguridad, determinados lugares estaban vigilados con check-points, llenos de sacos y con ametralladoras pesadas. Dando una vuelta por el recinto tuve que rellenar una acreditación y allí por fin conocí a mi coronel, al famoso jefe de los guardianes del sistema sanitario. Lo primero que me llamó la atención, fue que no podía disparar la ametralladora porque andaba con el brazo en cabestrillo.
―Soldado, póngase firme ante un oficial.
―Sí, señor―dije mientras hacía sin dilación lo que me pedía.
―¿Qué hace fuera de su puesto en este hospital? Debería de estar con su uniforme y su arma, al otro lado del sistema sanitario.
―Es que tienen que operarme.
―Venga conmigo, le voy a contar un secreto.
Entonces me llevó a una sala de espera, en ella la que había una muchedumbre envejecida cuyos lamentos eran un castigo para los oídos.
―Me he enterado que quiere usted ir al médico.
―Sí, tengo que ser operado.
―¡Tonterías! Es usted un hipocondríaco. ¿A qué nunca ha trabajado con el brazo en cabestrillo?
―No. La verdad es que no.
―Soldado, usted todavía es joven y tiene mucho que aprender…
―No entiendo.
―Si puede, no vaya al médico.
―¿Por qué?
―Los médicos no son para nosotros. Mírame. Me caí de la moto y yo mismo me he diagnosticado y recetado un tratamiento. Estoy trabajando con el brazo en cabestrillo…
En ese momento me di cuenta que siempre es un error comparar las tragedias personales. Uno nunca es objetivo con su propio dolor y acaba pensado que el dolor de los demás es irrelevante, o en cualquier caso mucho más leve que el propio. Eso me hizo pensar en el budismo y en la campaña que emprendió Buda para evitar la culpa, tanto propia, como la que es inducida por el sufrimiento de los demás.
―¿Por qué no va usted al médico?
―Medicina defensiva.
―¿Qué es eso?
―Ante el colapso del sistema sanitario los médicos se preocupan más de cumplir los protocolos que de curar a los pacientes. Ya sé que no es ético, pero la verdad es que ante tal saturación del sistema optan por no implicarse demasiado, sobre todo en los casos más complicados…
―Entiendo.
―Luego está el tema de las secuelas. Los médicos saben que determinados tratamientos de forma inevitable dejan secuelas y muchas de ellas hacen imposible el retorno a la vida laboral. La Seguridad Social está en quiebra técnica y a determinadas edades, con esas secuelas nadie los volverá a contratar y todo eso influye en las decisiones que tienen que tomar…
―¿Quiere decir que los médicos se ven presionados por motivaciones económicas y políticas?
―En efecto.
―Me ha caído bien y voy a darle un consejo. Usted debería volver inmediatamente a su puesto y olvidar esa operación. De lo contrario, van a quitarle su puesto de trabajo en la ciudad sanitaria.
―Pero si no me opero inmediatamente, moriré joven.
―No olvide que es usted un soldado. Al fin y al cabo los soldados también mueren en tiempos de paz. Tal vez morirá, pero lo hará dignamente, como un soldado que está al pie del cañón.
―Ahora seré yo el que le confiese algo, mi coronel. No quiero morir al pie del cañón. Es más, algún día me gustaría salir de la ciudad sanitaria para disfrutar de la vida que hay al otro lado.
―¡Eso es un disparate! Ninguno de nosotros ha salido nunca de la ciudad sanitaria. Allí fuera hay un mundo desconocido, un lugar terrible en el que tendría que enfrentarse solo a cosas que ni siquiera imagina.
―Pues yo creo que no es tan terrible, mi coronel.
―¿Cómo lo sabe?
―Sé de un lugar en el que se puede observar lo que hay al otro lado de la ciudad sanitaria. Una vez observé lo que hay al otro lado.
―Pero eso es un delito, soldado.
―Dígame algo coronel. ¿Sabe lo que hay al otro lado?
―Francamente, no lo sé.
―En realidad allí está la salud. Pues le confieso que yo fui un día e hice una amiga. ¿Quiere venir conmigo?
―Eso es muy grave. Supongo que debo de comprobar ahora mismo lo que me está contado.
Entonces llevé al jefe de los guardianes del sistema sanitario a la terraza del edificio más alto que estaba al final de la ciudad sanitaria. En una esquina, encontramos una alambrada de espino. Detrás de ella había lo que parecía un hotel con una fiesta. Los participantes de la fiesta eran de diferentes nacionalidades. En un determinado momento, el coronel lleno de estupor se acercó a una hermosísima joven musulmana y trató de comunicarse con ella. La muchacha, hizo un leve gesto para dar a entender que no entendía el español y volvió a un rubicundo mutismo enigmático, que la hacía asemejarse a una esfinge. Entonces llegó mi turno y acercándome a la valla de espino, la vi sonreír cuando le dije:
―Salam Aleikum.
―Wa-Aleikum Salaam.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.