La revista barcelonesa Destino publicaba en 1940 una entrevista a Ramón del Valle-Inclán, realizada por un íntimo amigo suyo -del que se desconoce su identidad- en 1926. Una entrevista inédita, rescatada por el hijo de Valle-Inclán, Carlos, que quiso obsequiarla a esta publicación, en aquél momento, afín al régimen franquista. Asimismo, en ese mismo número de Destino se publicó el soneto Rosa de Zorotrasto, también inédito, que reproducimos al final de la entrevista. Lea a continuación la charla entre el maestro gallego de las letras y uno de sus enigmáticos colegas:
Don Ramón, la novela y el porvenir
Autor: desconocido
Es costumbre iniciar las conversaciones sostenidas con una ilustre personalidad y destinadas a ser publicadas, con una contrafigura del interlocutor. En este caso, tratándose de don Ramón del Valle-Inclán, me creo excusado de hacerlo, pues es la suya tan vigorosa, que, a despecho de la indiferencia del ambiente, he hecho brotar en torno todo un anecdotario. Osaría decir, toda una literatura.
Por otra parte, aspiro a que la nota dominante en esta conversación sea la espontaneidad, ya que surgió, sin intenciones previas, en una de las muchas tardes en que voy a visitar al Maestro, en su retiro de un rincón arosano. En el curso de la conversación le dirigí esta pregunta de viva actualidad, pues encierra, lo que pudiéramos llamar la cuestión literaria española de este año de 1926.
— ¿Qué opina usted de la situación de la novela?
—Que está empegando—contestó rápido y categórico.
Como no esperaba la respuesta, ni tan pronto ni tan terminante, me sobrecogí. Don Ramón debió observarlo y
continuó:
—Es decir, está empezando una fase del gran género que se llama novela, por lo mismo que está acabando otra. Basta, saber un poco de historia, para darse cuenta del fenómeno. La novela, por su misma naturaleza, más que ningún género literario, acusa las transformaciones ideológicas y políticas de la humanidad. Sin remontarnos más que al período inmediato, al que ahora acaba, veremos que es consecuencia de la Enciclopedia y de la Revolución Francesa, de la exaltación del individuo, del individualismo, en una palabra. Ese periodo, cuyo primer maestro es Stendhal y cuyo último representante es Proust.
—¿Usted cree que Proust es un tipo de final?
—Desde luego. Representa la exageración, la deformación, lo morboso, y éstos son siempre indicios de caducidad.
—Entonces, ¿usted cree que la novela ha pasado por su último periodo?
—La novela individualista, sí; la novela, en general, de ningún modo. Creo que empieza un período que pudiéramos llamar de novela de masas, en contraposición al de novela de individuos. El procedimiento será de una novedad radical; no una simple alteración, en las mixturas de la receta, como es lo de Proust, que no es más que una «faiperplasia» del método, dentro del género individualista, al que se rebaja un poco la hinchazón, y queda el procedimiento más antiguo y manido que se puede encontrar. La causa de esta transformación es muy honda, está en el cambio total, respecto al interés que despiertan las cosas. Por de pronto, ha dejado de interesarnos el individuo, al menos se ha borrado de primer término, ante el interés mayor que despiertan en nosotros las colectividades, la Nación, el hecho social; se ven las cosas en conjunto. El individuo, centro del grupo social, no es más que un lie nervioso, algo que nos ayuda a modelarlo, un punto…
—¿De ahí la novela puntillista de que nos hablaba hace poco Gómez de Vaquero?
—Exacto.
— ¿Y usted conoce algunos modelos realizados de la nueva novela?
—Claro que sí. En primer lugar. La Guerra y la Paz, de Tolstói. Es el primer modelo de literatura de masas. Los protagonistas son tres: San Petersburgo, capital nueva, corte Europea Occidental, representada en la familia del Príncipe Karaguine; Moscú, la ciudad antigua, sagrada y tradicional, que representa la familia del conde Rostow, y el campo ruso, para lo cual se nos presenta al Príncipe, padre de la Princesa María.
—Es curioso—digo yo. Don Ramón no me hace caso y sigue entusiasmado.
—Dostoyevski, en Los hermanos Karamazoff, ha hecho algo semejante; lo que es que en él los personajes representan conceptos teológicos. Así, los dos hijos mayores y el padre son los enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne, y Bori, el pequeño, es la encarnación de la gracia. La visión de Tolstói es una visión política, de estadista; la de Dostoyevski es teológica, la de un místico. En castellano tenemos una novela de este orden muy interesante: es el Facundo, en que el héroe y el tirano Rosas encarnan el campo y la ciudad, respectivamente. Claro está que no son más que ensayos, tentativas, en que sus autores no han podido desentenderse todavía de la manera individualista en el detalle del procedimiento, pero creo que ése es el horizonte que se abre a la novela.
—Y en el campo particular de la técnica, ¿usted cree que hay una medida, un metro para las novelas?
—Claro que sí. Sobre lo que dice Baroja, que a una novela se le puede añadir o quitar sin regla ni medida, no sé qué decirle, hay muchas medidas. Galdós, por ejemplo, decía; «No se debe hacer una novela mayor de dieciséis pliegos; o un personaje que resulte interesante no se debe matar nunca, debe pasar de un libro a otro». Yo creo que hay un metro para las novelas, y que cada novelista tiene el suyo. Un metro que probablemente no sirve para maldita la cosa, pero que nos ilusiona, como las mil combinaciones a los jugadores de timba.
A propósito de esto, recuerdo un sucedido, que responde maravillosamente a mi opinión sobre este asunto. Era yo estudiante en Santiago, y a la posada en que estaba vinieron dos curas hermanos con ánimo de hacer oposiciones a unos curatos. Se llamaban los clérigos de Visomaño. El mayor de los hermanos era un hombre muy docto en Teología, en Cánones, en Patrística y Hermenéutica Sagrada. El otro apenas declinaba latín, pero estaba doctorado en el libro de Vülán. Yo le decía: «Mucho estudia su hermano». Y él me contestaba: «Si yo estudiara ocho días como él, sabría más que el Papa. Para no ser sacrílego, es por lo que no me verá estudiar nunca, si no es en la baraja». Pero saber todo en algo es ser Dios, y sin duda, para no cometer tampoco este sacrilegio, resultó que ignoraba también algún que otro secreto de la baraja.
Una noche armamos timba; al clérigo le pintó muy mal el naipe, pero yo gané, y conmigo un compañero que perdía siempre, llamado Sardiña. Viendo aquella suerte, el clérigo se remontó por los aires: «¡Siempre el Señor da pan a quien no tiene dientes! ¡Siempre la Santísima Virgen se aparece a los pastores! Ahí estáis ganando y debíais perder las pestañas, porque sois unos ignorantes, no lleváis juego y os gobernáis por el capricho. ¿Qué juegos haces tú? — y se encaró conmigo —. No juegas judías, ni bizcas, ni muchachos, ni contra, ni al brazo, ni la cruz, ni el lado, ni mayores. Juegas a la aventura, y eso es un disparate». Subía por las paredes y quise calmarlo. «Yo no juego a la aventura. Sigo el juego de la O». Se me encaró con los brazos espantados. «¿Qué juego es ése que no he visto jugar en ninguna parte? Ese juego no está en los autores; niego ese juego, del c-e no he oído hablar nunca. Te verías en un apuro si te dijera que lo explicases». Yo le repliqué: «Pues es muy sencillo. Dos, cuatro, cinco, sota y caballo, son la O, y la contra O, las otras cinco cartas». Se quedó dudoso y confuso y salió por el resquicio de que Sardiña, que también ganaba, no llevaba juego. Entonces intervine autoritario: «Sardiña, tú llevas juego.» Sardiña pasmó los ojos. «Un juego muy raro», dijo tímidamente. Saltó el clérigo: «El de la O y el de la contra O». Sardiña se disculpó con una sonrisa de recién confesado; «No: si juego del gusto y del contra gusto. Juego en el
albur lo que me gusta, y en el gallo lo que no me gusta. Me deñendo y aún gano…».
Y es que siempre hay metro, aunque sea el del gusto y el del contra gusto. Y este metro, que yo considero muy bueno, es sin duda el de Pío Baroja.
—Y en cuanto al estilo, ¿usted cree que puede decirse de un escritor que no tiene estilo?
—¡Qué disparate! Todo escritor tiene un estilo. Ahora, lo que suele pasar es que no se entere de que lo tiene, como el que habla y no sabe que respira al hablar. Baroja, que parece pretender no tenerlo, tiene el suyo, una medida propia y perfecta, de pausas y cesuras. La prueba es que cualquiera un poco ágil de pluma puede imitar un párrafo en ese su estilo. Lo que sí, desde luego, se puede tener, es un estilo más o menos gramatical, o pobre, o al que sea muy difícil poner adjetivos.
—Entonces, don Ramón, volviendo al centro de nuestro tema, ¿usted cree en un magnífico porvenir para la novela?
—Creo en un grandioso porvenir para la novela, y en un grandioso porvenir para la vida. Ustedes lo verán, en cuanto sea superado el siglo XIX, con su ridículo individualismo, con su criticismo menudo, con su visión detallista de miope, y vuelvan a sentir las gentes, los hondos y eternos problemas que están en pie, no para resolverlos, cosa no concedida al hombre, pero sí para volverlos a ver con una nueva mirada. Estas son las épocas luminosas de la humanidad; no en vano el hombre es un reflejo de Dios.
Don Ramón calló; sumido en la penumbra del atardecer, las últimas luces del Poniente no dejaban ver más que el brillar de sus ojos tras los quevedos y el temblor de su barba de profeta.
*Soneto de Valle-Inclán inédito publicado en Destino:
ROSA DE ZOROASTRO
Toda sonora de lejanos ecos.
Negra de soles, me salió al camino,
Y en la mano la cifra del Destino,
Me leyó con gitanos embelecos.
«Alucinante vuelo de babeles.
Triste de ciencia antigua la sonrisa.
En la falda de flores una brisa
Mágica, de puñales y claveles.»
Negra y crepuscular rezó en mi oído
Su agüero. En la tiniebla transparente
De sus ojos, la luz era un silbido.
Se enroscaba a sus senos la serpiente,
Y las pomas del árbol prohibido
Estrellaban los arcos del Oriente.
Roma, 1º de agosto de 1934.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.