La palabra «política» nos produce escalofríos, nos evoca instantes que ya pertenecen a un pasado de rancio abolengo; propongo, por contra, que en su lugar, para referirnos al esperpento de los Tribunales Constitucionales, independencias, toros y demás, utilicemos la palabra «martirio», que es más acorde a nuestros tiempos místicos. Todo encajaría más. Hagamos un par de pruebas con unos titulares de El País: «El mártir Mas califica como un »gran honor» su imputación por el 9-N», «El PP denuncia una »cacería» contra la mártir Rita Barberá en el senado». Qué duda cabe: es tremendamente adecuado.
Y es que nuestros políticos, tanto de derecha como de izquierda, de centro o de la orgía de ambas, han comprendido que los viejos lances de la política eran demasiado terrenales. No han tenido más opción, por tanto, ante esta tesitura, que hacer avanzar la política hacia un nuevo estadio donde importa menos lo que está en juego que la postura estética que se deduce de su actividad. De entre quienes han comprendido mejor esta misión divina, mencionaremos a Mas, Rigau, Puigdemont y Rita. Ahora bien, no es mi pretensión que, si estos leen mi artículo, puedan tomarla conmigo, como si de algún modo yo hubiese buscado acercar sus posiciones. Pues no hay nada que le repugne más a un político que se lo compare con otro: todos enarbolan la bandera de su independencia intelectual, moral y… de martirio, aunque de facto el presente de un país los vea a todos, sin excepción, iguales. Sobre este particular puedo añadir que, efectivamente, existen diferencias entre los mencionados. Pasémosle revista.
Mas es un mártir muy distinguido. La Fiscalía pide que lo inhabiliten durante diez años por aquel gracioso desliz del 9 de noviembre de 2014; nueve, en el caso de Joana Ortega e Irene Rigau. Pero ante la amenaza, nuestro mártir, quién sabe si bajo la dirección de la divina providencia, ha respondido como no podía responder mejor un lacerado, un oprimido, un príncipe de Egipto: «Es un honor». Para un hombre corriente y moliente sería «una putada», pero no para él, que no se le escapa la altura del destino que recae sobre sus hombros. A Mas se le ha encomendado la tarea de dirimir a su pueblo, por los siglos de los siglos, sin fin, a la independencia ¿de espíritu? ¿Económica? ¿Política? (¡uy!). Tanto da para qué en lo que nos concierne: sólo importa su postura, como ya hemos anunciado. Y no es para menoscabarla, porque la practica con no poca destreza. Consigue, sin que su pueblo se aperciba, que su cruzada no consista en otra cosa más que en duración. ¿A qué otro mártir podríamos imputarle tal manejo de recursos? Mas es el primer mártir que no pone fin a su eterno viaje y logra, feliz, complaciente, que sus discípulos y fieles le sigan a ninguna parte sin tampoco cuestionárselo. ¿No es esto un milagro? Curioso hecho, el de que tengamos a nuestros convulsos de Saint-Médard del siglo XXI.
Algo más moderado que Mas, pero también, como él, todo un esteta del martirio, Puigdemont ha dicho en Twitter que «Su vergüenza es nuestra fuerza. No estáis solos», refiriéndose a la impenitente petición de la Fiscalía. Y yo, desde aquí, también me uno a la lucha dialógica. Por nada del mundo querría que se dejase sin comprender el verdadero sentido de los actos del maestro Mas. Parte de la culpa la tiene el Fiscal General, que no ha sabido captar la profundidad de las tentativas infinitas del independentismo. Mas, como se sabe, es un acérrimo lector de Fichte. Y sabe, por tanto, que el destino del sabio, redentor y guía de su pueblo, es acercarse infinitamente a la consecución del fin moral. Pero, ¡ojo!, no lo decimos de forma gratuita, sino muy conscientes del hecho: la cosa está en propender, en avanzar hacia, pero nunca llegar a ello. Porque, como sin duda conoce Mas, alcanzar el fin es convertirse en un ser divino, y eso, por cierto, se topa con el escollo de sus escrúpulos. Tal es la catadura moral de nuestro mártir, que jamás aceptará devenir en divinidad, contentándose pues en ser un simple hombre de carne y hueso. No es por otro motivo, pueblo anhelante de independencia, que no lleguemos nunca a nuestro deseado fin de ruptura. No le echemos las culpas, por tanto, al pobre Mas, que bien hace lo que puede. Si al final tiene que pagar los 36.000 euros que le pide a modo de multa la Fiscalía, que tenga ésta por cierto que a Mas le crecerá una aureola de luz sobre la cabeza. Que se lo piense bien el Estado, no vaya a salirle el tiro por la culata.
Y lo mismo le digo a la señora Rita Barberá. Le aconsejo que tenga la audacia de sacar provecho de la subasta de sus dos Audi A8. Le sugiero, por ejemplo, que dé una rueda de prensa en la que aparezca profundamente conmovida por la injusticia cometida contra su inalienable derecho al bien inmueble; y que sazone sus palabras con un par o tres de lágrimas. Tras una buena actuación, tendría ganada la aquiescencia de la mayor parte de los votantes del PP. Quién sabe si así podría recuperar la confianza de sus colegas y asimismo resarcirse de las malvadas acometidas de Las Cortes, que a iniciativa de Podemos, pretenden que se permita revocar a los senadores territoriales. ¡Ay, se me humedecen los ojos cuando pienso en Rita! ¿No es acaso ella un ejemplo de solitaria? No de taenia solium, sino de persona dejada a su propia merced. Más que Mas, más que Puigdemont (un poco a la deriva, como el de Náufrago), Rita Barberá es un ejemplo de ideóloga repudiada, incomprendida, abandonada. Y es que esta infatigable luchadora no ceja en hacer valer sus derechos. De acuerdo, sólo los suyos, pero ¿es que hoy en día en este país alguien hace valer siquiera los suyos? Es, pues, una revolucionaria en soledad: el PP le compulsa a abandonar su más que merecido lugar en el partido, le subastan los Audi (¿cómo se moverá ahora?), y, desde su escaño rodeado por el doloroso silencio, ella, la solitaria Rita Barberá, se ve obligada a votar ella misma por ella misma. De acuerdo, en contra de su renuncia a su acto de senadora, pero ¿quién en este país es capaz de hacer algo por sí mismo? Punto para Rita Barberá. Dadle un poco más de tiempo y quizá la veamos compartir la cruz con Mas (sugiero que la cruz no sea de madera). Jan van Eyck se hubiese peleado con sus contemporáneos por pintar esta estampa irrepetible.
Aunque, para estampa bonita, la del toro penetrado de espadas, de lanzas y de gritos. Con esa su sangre borgoña como fresco rocío en su pelaje, sus ojos sublimes y los trajes de luces centelleando alrededor del animal moribundo, noble, dispuesto a debatirse en una pelea de fuerzas ecuánimes. ¡Cuán expectantes estamos todos aquí, en Cataluña, ante la posible vuelta del toreo a nuestra Monumental! Esto se está disputando en el Tribunal Constitucional, que cree que hubo extralimitación en el ejercicio del Parlament cuando prohibió las corridas de toros en Cataluña. Y no le falta razón, porque, como ya dijimos, lo que importa es la postura, y no lo que está en juego, esto es, el hecho de si deberíamos empalar a animales vivos en una plaza al son del olé. Sin embargo, no parece que el Tribunal Constitucional se fije tanto en la supuesta extralimitación como en que, en suma, la tauromaquia es parte de la esencia de la españolidad. Con todo, reconozco que esto nunca he terminado de verlo claro, pese a mi entrega incondicional a la autoridad estatal. Le debo al PP el haber impugnado la prohibición, pues con ello nos ha hecho el bien de sacar a la palestra viejos pero interesantes debates sobre la moralidad de nuestra nación. ¡Qué palabras de agradecimiento le dedicaría Ortega al PP de haber presenciado estos tiempos gloriosos para la reflexión filosófica! O imaginemos la cantidad de páginas agradecidas que le dedicaría Ganivet en un hipotético Idearium Español II. Pero tomémoslo con calma, degustando cada matiz, disfrutando con cada recurso, cada dimisión, cada impugnación; dosifiquemos este influjo de nuevas perspectivas y maneras de manejar los asuntos públicos, atrapando su esencia y manteniéndola en nuestros paladares lo más que se pueda. Borremos, en fin, esas caras tristes a los desheredados, deshauciados, desalentados, porque el día de la justicia es hoy, de la justa medida en que uno tiene que malversar la Justicia sin que el pueblo repute este acto más que como una inocente chanza.
José Carlos Ibarra Cuchillo
Pensamiento filosófico.