La capacidad que el azar tiene para cambiar el devenir de las cosas es una de las características más llamativas –e inquietantes– de esta ruleta rusa que se ha venido en llamar la vida. Phineas Gage, por ejemplo, se levantó el 13 de septiembre de 1848 siguiendo la misma rutina que por aquellos días le llevaba hasta su trabajo a las afueras de Cavendish, como capataz en el tendido ferroviario. Sin embargo, aquel día una insignificante chispa iba a cruzarse en su biografía para convertirle, sin él sospecharlo mientras tomaba el desayuno, en todo un referente académico para la neurociencia.
Un descuido al colocar la carga explosiva que debía permitir superar unas rocas, fue el origen de aquella chispa que provocó una deflagración que, a su vez, propulsó contra su cabeza la pesada barra de hierro que Gage utilizada en su trabajo. La pieza, de un metro de longitud, le entró por la mejilla izquierda y le salió por la parte superior del cráneo, dejándole mortalmente tendido en el suelo. Sin embargo, para sorpresa de sus horrorizados compañeros, Gage se incorporó y se dirigió a ellos pidiendo ayuda. Trasladado al pueblo más próximo, su suerte quedó en las manos del doctor Harlow que atendió sus heridas y durante las semanas siguientes supervisó su milagrosa evolución. Así, pese a las graves lesiones sufridas en el córtex cerebral, dos meses más tarde recibió el alta médica que le debía permitir retomar su vida anterior. Solo que su vida no volvería a ser como antes.
Y es que tras el accidente Gage parecía otra persona. Se transformó en un ser irascible, nervioso, blasfemo incluso, que a la más mínima contrariedad discutía airadamente con sus compañeros. Se había convertido en un hombre inconstante, capaz de mudar de planes continuamente y con una extraña habilidad para elegir siempre la peor de las opciones. La transmutación fue tal que hasta su esposa acabó por abandonarlo, incapaz de reconocer en él a quien había sido su esposo hasta el día del accidente. Su caso se convertía así en una de las primeras evidencias científicas que permitían situar el origen de la sociabilidad, las emociones y el temperamento en el lóbulo frontal del cerebro, al tiempo que demostraba como lesiones graves en esa zona podía modificar la personalidad del individuo.
En realidad, pese a la extrañeza que provocó entre quienes le conocieron la evolución del comportamiento de Gage, lo realmente sorprendente hubiera sido que alguien a quien una barra de hierro le ha atravesado el cráneo no deje patente de alguna forma su malestar. Y, sin embargo, esa curiosa indiferencia es lo que parece estar ocurriendo en España desde que la chispa de Lehman Brothers nos lanzara contra nuestro cráneo social la pesada barra de la debacle del capitalismo financiero. Peor aún si pensamos que en todos estos años no ha sido una sino infinitas las barras que nos vienen destrozando en córtex de nuestro, por otra parte, raquítico estado del bienestar. La última llegó la pasada semana con nuevos recortes sanitarios, con la conversión de los subsidios por desempleo en un escupitajo de beneficencia destinado a unos excluidos que deben asumir públicamente su condición de despojo. Vigas más que barras, que se vienen a sumar a las que ya impactaron en nuestros derechos laborales, en nuestra educación pública, en los recortes a nuestros salarios, o las que se auguran contra nuestras pensiones. Sí, lo realmente extraordinario es que los españoles no estemos más irascibles de lo que hemos demostrado hasta ahora.
Phineas Gage pasó el final de sus días exhibiéndose en circos para mostrar a los aburridos habitantes de la América profunda, las cicatrices de su cabeza y la pesada barra de hierro que le cambió la vida. También como él Mariano Rajoy parece feliz en su papel de artista invitado en este nuevo circo de los horrores donde enseña con orgullo las pesadas cargas que impactan sobre nuestras cabezas, esperando con fe el aplauso sincero de los mercados. Público, en cualquier caso, insaciable y ávido de un eterno más difícil todavía, al que el presidente del gobierno español les responde encantado con nuevos saltos mortales sobre nuestros derechos y nuestros bolsillos.
Pocos años más tarde, las secuelas del accidente acabaron por llevarse la vida Gage y hoy su cráneo junto con su emblemática barra reposan en las vitrinas de la Universidad de Harvard. Una suerte que no parece reservada para nosotros. Porque para qué engañarnos, si no le ponemos remedio ni siquiera tendremos el consuelo de pasar a la posteridad de los museos, instituciones para entonces cerradas sin duda por los recortes en Cultura.
Periodista cultural y columnista.