“María Luisa Gómez Peralta se casa con Federico García Vinuesa, hijo de un empresario Marbellí” reza uno de los titulares del periódico que María Luisa, Marisa para los amigos, sostiene entre sus manos. Se encuentra en la recepción del edificio Baviera, un antiguo bloque de apartamentos de lujo donde tiene sus talleres la prestigiosa casa de modas Rosa Quintana. Ya tienen preparado su vestido de boda y la esperan en la última planta con un recargado, pomposo y caro traje blanco para envolverla como un regalo de navidad.

Marisa deja el periódico sobre una pequeña mesa y pregunta al conserje por el ascensor.

—Detrás de la escalera —contesta él— pero no coja el de la izquierda que a veces se para y están los técnicos con ello.

Marisa mira su precioso Cartier de oro blanco y descubre que llega tarde, muy tarde. Corre hasta el ascensor y pulsa el botón de llamada. Hoy es un gran día, un momento crucial donde comprobará si la dieta cetogénica y las dos liposucciones han hecho su trabajo. Mamá siempre dice que una mujer de verdad no puede usar una talla por encima de la 38. Mamá tuvo cuatro hijos y no engordó ni un gramo.

Las puertas del elevador se abren. Marisa entra, pulsa el botón de la última planta y se gira para mirarse en el espejo mientras las puertas se cierran. Se atusa el pelo y humedece sus labios con cuidado para no arrastrar el carmín con la lengua. Con el rabillo del ojo observa cómo se encienden los botones según va subiendo de planta: primera, segunda, tercera…

¿Qué ha pasado? El ascensor se ha parado y Marisa se queda inmóvil. Escucha una voz al otro lado: “¡Qué lo estábamos arreglando! Un momento, ahora abrimos la puerta” Marisa nota cómo su cuerpo empieza a sudar y solo acierta a emitir un leve sonido “Vale” dice. Pero no, no vale. Llegará tarde, la modista se enfadará y subirá el vestido con rabia, con fuerza. Tanto que la cremallera lateral estallará y todos pensarán que ha sucedido porque está gorda, porque se ha hinchado a croissants de chocolate y no se toma en serio la boda ni el trabajo de las costureras ni la vida en general. Pensarán que Federico, su Fede, eligió mal. La eligió a ella y eligió mal. La verán como a una de las hermanastras de la Cenicienta, intentando calzarse un zapato que jamás le valdrá. Ella es eso, un zapato que no encaja, una cremallera rota. Durante todo el día, Fede recibirá fotos de su novia sudorosa y gorda atrapada en un vestido de novia, como una morsa dentro de una tarta de nata. No podrá soportar la vergüenza y dejará en manos de su madre, la distinguida marquesa de Monterrubio, la difícil tarea de anunciar la anulación de la boda para sorpresa de unos y satisfacción de otros. Porque más de uno se alegrará, claro que sí. Especialmente Cuca, la amiga amiguísima de la familia, de Fede, la Cuca toda la vida. Mírales qué graciosos desnuditos en la bañera. Mírales qué monos ahí con sus primeros esquíes en Baqueira cogiéndose de la mano. Mira esta foto, sí, la que Cuca tiene enmarcada en su habitación porque dice que Fede es el chico más guapo del mundo, que es como su hermanito, pero igual no tanto, igual es algo más, quién sabe. Una pena, la verdad, tan juntitos siempre como dos figuritas de Lladró, tan juntitos siempre …

Las puertas del ascensor se abren y los técnicos se encuentran a Marisa sentada en el suelo, con la mirada perdida.

— ¡Vamos chica! Levanta, que ya puedes salir. Coge el otro ascensor si quieres.

Marisa se incorpora y sale del ascensor cabizbaja.

— No se preocupen— responde— bajaré andando.

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