Apenas la mujer se soltó a gemir Herbert prestó atención a la pantalla del ordenador. Le calculó cincuenta años, no más, un trabajo con años de servicio y una ruptura de pareja. Así como había hecho con la clienta anterior, Herbert a ella también le aseguró toda la pasión del mundo y agregó que de una vez abriera mejor las piernas. Listo: ahora recién la estaba empezando a  penetrar.

alt
Ilustra Evelio Gómez.

Sentada sobre una de las sillas de cocina o en el cuarto de servicio; como a ella mejor le “parezca” (nunca mejor dicho) Vamos: lo de siempre. Vamos: Herbert se puso erecto pero ya no tuvo tiempo de correrse. Vamos: tampoco quiso. Para qué manchar, pensó. Vamos; vamos: aceleró la situación, apagó la cámara de vídeo. Los llantos provenían del cuarto.

Ocurre que ya no bastaban los brazos para arrullar a Milena. Había que ponerle el chupete y organizarse con la paciencia; caminar con ella en brazos, colocarla frente a la pared gris, frente al florero verde, a un lado de la puerta de vidrio amarillo que le gustaba observar. Sin embargo ahora todo parecía falsa alarma: Milena en cosa de segundos se había vuelto a dormir. Su moflete derecho pegaba con el edredón, los bracitos extendidos, en plan derrota y una mueca de prolongado cansancio, acompañado de su respirar mocoso y profundo de bebé.

Durante todo el tiempo que Milena se entregaba al sueño, en el estudio de la casa y a puerta cerrada Herbert conseguía atender a tres, incluso cuatro clientas todos los días. Ya con Bertha de vuelta en casa, intensificaba su tarea y se le hacía fácil: gemir, ofrecer posturas y expresarse con esa voz impostada que hacía más vibrantes las situaciones que él había aprendido a forzar. Pero aquel día tenía otros matices; cierto era pues que Bertha había avisado: una hora más permaneceré en la oficina, eso dijo; para que el jefe  no la pusiera a ella también en la lista negra de los que tenían los días contados en la empresa.
En consecuencia Herbert sabía que toda la tarde y parte de la noche se tendría que apañar sólo con Milena.

Antes de liberar la línea para atender una próxima llamada prefirió ir a la cocina: preparó el segundo biberón, lo agitó y listo: si acaso Milena despertaba en llanto, Herbert tendría que pillar el biberón, dos baberos absorbentes y al ataque.

Entrada la mañana el sol de tan intenso había conseguido iluminar los tejados; pero por la tarde el peso fuerte del clima había hecho del cielo una capa gris que le había arrancado el brillo a todo. Salvo el ruido de algunos pájaros no se escuchaba nada en la calle. Suerte que Herbert y Bertha encontraran piso de alquiler en una zona de tranquilas esquinas comerciales. No tenían queja en relación al portal, aunque les inquietaba  desconocer  si sólo  los vecinos del primer piso tenían acceso a esa espaciosa área verde compuesta por árboles que durante la primavera preferían podar y que Herbert y Bertha atisbaban desde la terraza o la habitación, a veces con Milena en brazos. Tenían un parque a pocas calles; por eso tampoco le daban importancia.

En el  intermedio que se traducía en un breve descanso de todas aquellas llamadas entrantes que se desviaban desde una centralita, Herbert había cogido en brazos a Milena y la había sacado a dar su vuelta al parque. Se había sentado en la banca habitual a guardarle el sueño; rindiéndose en algunos momentos a la simple contemplación. Al cabo de una hora Milena había despertado para entretenerse con los ojos puestos en las hojas de los árboles que se agitaban con el viento. Se había reído con humana intensidad para de inmediato despertar la atención de señoras y señores, damas y caballeros, chicas y chicos que encontraban un goce curioso cuando la vida les ponía a la vista  los ojos de esa pequeñísima condenada.

Una vez en casa Herbert se dio tiempo para cocinar rápido. Puso en marcha la sartén, picó cebolla, dos tomates y vertió también unos tacos de pollo, además de trozos de pimiento verde. Antes de que Milena se soltara en llanto, la acomodó en la hamaquita y arrastró  el curvado soporte metálico que la sujetaba, hasta la puerta de la cocina.

Luego de comer de prisa, bajó el volumen del ring telefónico y liberó la línea para que ingresara otra llamada. Le entraron seis clientas seguidas, en cada una se tardó una media de quince minutos, en dos incluyó la erección en cámara, en la tercera, cuarta y quinta  los gemidos parecían bailar con su propio pie, en la última, le tocó hablar con una mujer mayor que se rehusaba a dejarse ver por cámara y cuya voz trémula le exigía a él que hablara un poco más, porque lo estaba pasando mejor que nunca.

Milena despertó llorando. Herbert abrió los ojos como si hubiera participado de un encuentro celestial. Tenía claro que aquella clienta de edad avanzada estaba dispuesta a continuar sujeta al teléfono, tiempo suficiente como para invertir toda su jubilación, cosa que parecía no importarle, pero a Herbert sí porque lo beneficiaría tanto a él como a la empresa para la que trabajaba; por eso, antes que perderla condujo a Milena en la hamaquita a la puerta del estudio y ahí la detuvo.

Milena atisbaba a su padre con ojos chiflados. Parecía  envuelta en una curiosidad impenetrable, tan es así  que del llanto pasó a los ruidos con la boca que se fueron sumando a los gestos y chillidos que se confundían con los gemidos de su padre.Pasaban de las ocho de la tarde cuando llegó Bertha. Estaba pálida y con la evidencia de una mala noticia en el rostro. El teléfono sonó nuevamente y en vez de atender la llamada, de inmediato Herbert lo apagó.

—Me dijiste a las siete

—Se complicó

—¿Y entonces?

—Pero si ya lo veníamos imaginando—dejó su bolso en el sofá—. Estaba harta ya de esa empresa. Pero nunca pensé que lo harían sin más. Toda la planta a la calle: Toda la planta. ¿Sabes lo que significa eso?

Una semana después Herbert convenció a Bertha para que viera en la compra del ordenador portátil una inversión antes que un gasto innecesario. La reanimó, intentó levantarle la moral, instándola a que probara masturbándose o en todo caso se masajeara el clítoris con un par de bolas chinas. Después de todo qué le costaba a ella: nada. No siempre tenía que aparecer toda su cara en la cámara. Debía ver si contar una historia al teléfono o seguir el hilo de otra cualquiera se le daba con facilidad; a lo mejor tenía habilidad para las poses, para gemir, el cambio continuo de gestos pues de lo contrario: a repartir currículum a diestra y siniestra que, según como estaba el patio era semejante a decir: púdrete tú también.

Tuvo que venir Hipólito Aguizguen, en representación de la compañía: “Golfos y Golfas” y con este, una gaditana de unos veinte años que respondía al nombre de Keka, y que tenía algo de machorra, aunque lolas amables y un paso doble como si estuviera pateando pelota, ella instruiría a Bertha para que “entrara en caló. Cuanto ante te ponga mejó”, fue lo primero que le dijo. Las sesiones de aprendizaje duraron varias semanas. Se centraron en la práctica intensa, en la flexión de piernas, posturas a cuatro patas, rodillas encogidas, gritos de perra, gestos y masajes de teta, palmadas en el clítoris y juego de dedos, con las bolas chinas: claro.

Transcurridos quince días, una tarde a eso de las seis, Bertha liberó el teléfono con la línea que le correspondía y se estreno con el nombre de Araceli, ese sería su nombre de guerra. Y como Keka había estado escuchando las llamadas a lo largo de los primeros días, en su “informe de riesgo”, unas simples hojas donde anotaba todo lo que había escuchado, escribió que  “Bertha debía mejorá alguna que otra cosilla pero no se le daba ma el temilla a la niña, vamo que eso sí que rápido aprende, motraba interé, tenía vo atenta y poca palabrería, iba má allá, a motivá lo que es motivá ar criente” por la deducción anterior, Keka consideraba que Bertha era un diamante en bruto que se podría moldear. Al día siguiente Bertha recibió una llamada de “Golfos y Golfas” Le dieron la buena nueva para que pasara por la oficina a firmar contrato.

A veces cuando frente a un cliente Bertha se masturbaba, sus gritos coincidían  con los súbitos llantos de Milena que despertaban a lo grande para seguidamente quedarse dormidita, y es que ahí estaba el padre dispuesto y en su defecto, la atención inmediata de la madre, ahora la  tenían con ellos como una presencia divina: las veinticuatro horas del día.

En pocas semanas Bertha consolidó una cartera de clientes y en la oficina de Golfos y Golfas, las conversaciones que la incluían a ella se adornaban con una sonrisa ya que sus carnes y poses, sus palabras, variedad en el estilo y formas de improvisar; se traducían en beneficio.

Herbert y Bertha se dieron cuenta que se les facilitarían las cosas si  se cernían a cumplir un horario de trabajo. Por eso, en adelante Herbert ocupaba las mañanas, en tanto Bertha sacaba a Milena para que diera una vuelta en el parque. Herbert cocinaba, tenía habilidad para la cocina, sí, aunque había veces que Bertha traía de la calle pollo rostizado; chino y a veces del tailandés, ocurría siempre que el día anterior había sumado una docena de clientes que le llenaban los casilleros de su cuenta Paypal; pero claro, de tantas horas frente al ordenador o al teléfono acababa exhausta. Ella prefería las tardes, después de darle la tercera toma a Milena, la cogía en brazos y la hacía dormir y entonces se sentaba frente a su nuevo portátil a esperar. Ya sabía mirar a la cámara y descubrió que rendida en el sofá, además de despertar más interés  se encontraba muy a gusto.

Cerca de fin de año el negocio empezó a flaquear, por ello decidieron elaborar un vídeo conjunto que se distribuiría solo para suscriptores, pero el no saber posicionarse en Internet, impidió que a la gente se le despertara el apetito por adquirirlo, aunque bueno, de tanto en tanto, les sorprendía ver por ejemplo que en una semana doscientas personas hubieran visitado la página para ver el clip de un minuto y, en consecuencia, mostrar interés en recibir una copia.

Aunque seguían recibiendo llamadas de Golfos y Golfas, el deterioro económico les estaba pasando factura. Tenían apretado el cinturón pero cada día se sentían ahorcados. Un día a Bertha un cliente le dijo: lo que pasa es que a mí me gustaría mejor un trato personalizado ¿Y por qué no?, pensó ella. Llegados a este punto qué de malo había en pasar la barrera del contacto físico. A Herbert le sicoseó que ahora su mujer fuera la más interesada en abandonar lo virtual para ir en  busca de la caricia fija. Pero él también se dio cuenta que no les quedaba ya más,  si querían seguir pagando la hipoteca.

La prima de riesgo se había disparado a 600 puntos, el ochenta por ciento de los jóvenes menores de 25 años no tenía trabajo, quienes  tenían medios de subsistencia y un mínimo de arrojo cogían sus cosas y se largaban a Alemania, otros elegían Brasil; a China incluso; ya casi nadie podía llegar a fin de mes con trabajos precarios, la iglesia seguía con sus pataletas de siempre, en los informativos de televisión, las palabras: crisis, déficit, hundimiento, caída, rescate, miedo, rechazo, asesinato, suicidio, clima y futuro se repetían todos los días con una media de quinientas veces a la semana, el precio del transporte público se había disparado de tal manera que mucha gente lo había remplazado por bicicletas y largas caminatas, lo que trajo consigo el incremento en la venta de zapatillas. A todo ello había que sumarle el gobierno de derecha que veía en el aborto, en las parejas mixtas y en las diferencias sexuales, pecados mortales. Había que actuar rápido para seguir haciendo “cash” antes de que nos hagan “crash” a todos porque en una de tantas leyes, en cualquier momento sacan la ley de la intervención telefónica en paquete junto con la intervención domiciliar para ver si ya se desintegraron las familias que tienen a todos sus miembros en paro.

Para que en el vecindario no despertara sospechas y dado que Milena ya entonces daba sus primeros pasitos, ambos estuvieron de acuerdo en  preguntar a los vecinos del primero si era posible que Milena jugase con todos los otros niños pues necesitaba respirar un poco de aire natural y ellos, los padres, también necesitaban respirar aunque fuera a base de sudores ajenos. Encantados quedaron los vecinos del primero, recibían con la boca abierta la sonrisa conquistadora de Milena y envueltos en asombro celebraban lo bien que se portaba esa condenada niña, frente a la gente que no conocía.

Condenada para toda la vida; sí.

Para tener un mínimo de intimidad Herbert recibía a sus clientas en el estudio. Bertha hacía lo propio en la habitación. Creyeron oportuno para evitar ruidos, deshacerse del timbre. Una vez pactado tiempo y precio, advertían que desde abajo el cliente o clienta, hiciera una llamada perdida para que de manera inmediata le pudieran abrir la puerta. Así no se sobresaltaba Milena y así no despertaban sospecha entre el vecindario, aunque a los vecinos les había empezado a extrañar la presencia de tanta gente desconocida desfilando de arriba para abajo por las escaleras.

Ambos pasaban de los treinta años, todavía tenían algo de jóvenes y, se podría decir que sin ser guapos, en los ojos ajenos todavía despertaban la luz de cierto atractivo; ambos eran personas normales, con deseos de estar al día con las nuevas tendencias, sin dejar de lado la necesidad de tener el frigorífico todo el tiempo lleno de comida. A los dos les ocurría que mientras atendían un cliente escuchaban abajo los gritos de felicidad de Milena, por las noches cuando estaban en la cama con la luz apagada, ambos coincidían que le enseñarían a esa hija única que tendrían en la vida, todas las maneras posibles de espabilarse, desde temprana edad la animarían a que aprendiera inglés, además de los estudios superiores: ingeniería, medicina, informática. También le dirían que no estaría mal si por las tardes se mete a puta; o a lo mejor puta de alto standing las veinticuatro horas del día. En cuanto a lo otro: estaban seguros que saldrían adelante.

Comparte:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.