¿Les suena la frase? La habrán oído en un montón de películas de acción o de terror adolescente. Cuando ya todo el mundo da por desarticulada la célula terrorista o resuelto el misterio de los crímenes en el internado, el protagonista suelta la susodicha cantinela, anunciando un último sobresalto, un giro inopinado del guion: aún queda por ver una escena de mamporros con el cerebro de la conspiración, todavía nos espera un susto al descubrir que el psicópata sanguinario era ese niñato con acné que le pasaba los apuntes a la chica.

Habría que guardarse de análisis demasiado concluyentes acerca de la salida de JxCat del gobierno de la Generalitat. Sí, el acontecimiento es inédito, tratándose de una fuerza política con tal apego al poder. Y, desde luego, la ruptura de la coalición independentista marca el final de una etapa, por mucho que esa entente no fuese operativa y encubriese una lucha incesante entre ERC y Junts. Sin embargo, aquí también cabe decir que esto no ha terminado.

Quienes se sorprenden de la evolución del mundo convergente es porque la contemplan como un fenómeno puramente nacional. En realidad, no es sino la expresión particular, concreta, de una tendencia que atraviesa al conjunto de las naciones occidentales y que constituye uno de los rasgos característicos de la actual crisis de la globalización neoliberal. Lo que ocurre en Catalunya no es ajeno a lo que ha acontecido con el viejo Partido Republicano americano, que pudo pasar del conservadurismo clásico de John McCain – por citar un exponente representativo de esa tradición – al populismo golpista de Trump. Ni tampoco es ajena la deriva de la derecha nacionalista catalana al espíritu que ha hecho emerger de las filas de los tory – liberales y clasistas hasta la médula, pero no por ello menos realistas – figuras histriónicas como Boris Johnson o gente tan ideologizada como Liz Truss, capaz de llevar en una semana la economía del Reino Unido al borde del abismo.

Las clases sociales disponen una representación aproximada a través de los distintos partidos políticos. Hoy, esa representación está en entredicho. Pero no cabe hablar de una pérdida de estima ciudadana referida exclusivamente a los partidos, sino de un cuestionamiento de todas las intermediaciones sobre las que se sustenta el funcionamiento de las democracias. Sin embargo, es en la pérdida de autoridad de esas formaciones donde encontramos una de las manifestaciones más sobresalientes de lo que Ignacio Sánchez-Cuenca califica como “El desorden político” (Ed. Catarata).“El apoyo a los llamados “partidos populistas”, que he preferido caracterizar como fuerzas antiestablishment, es la manifestación más visible del estado de desorden en el que se encuentran muchas democracias representativas. (…) Ese voto hay que ponerlo en relación con estas otras tendencias: (i) una menguante participación electoral en el mundo, (ii) un aumento de la polarización (medida como peso electoral de partidos a la izquierda de la socialdemocracia y a la derecha del conservadurismo tradicional), (iii) un aumento de la volatilidad, (iv) un pesimismo generalizado sobre el futuro (sobre todo en los países desarrollados) y (v) una percepción extendida de que los políticos tradicionales no se preocupan suficientemente por lo que piensa y quiere la ciudadanía. Todo ello sumado dibuja una política inestable y desordenada en su funcionamiento.”

            La salida de Junts del govern se ha producido de modo trumpista; como trumpista es la apuesta de quienes han propiciado la ruptura, empezando por Puigdemont. El resultado de la consulta a las bases era previsible: el sentimentalismo y la radicalidad laten siempre con mayor fuerza entre las huestes del nacional-populismo que en sus cuadros. Sobre todo en este caso. Los depositarios del “gen convergente” que evoca Enric Juliana no gustan de perder posiciones institucionales. Pero, para permanecer en ellas, cabalgaron un movimiento que ahora les sobrepasa. Raimon Obiols dice que el pujolismo siempre alentó el temor a la desaparición de la identidad catalana. La inflamación de ese temor, muy propio las clases medias catalanoparlantes, en el contexto crítico de un cambio de época, rumbo a lo desconocido, lleva hoy a una decantación hacia la extrema derecha. Algunos comentaristas hablan de que Junts se ha pegado un tiro en el pie. Y, es cierto, hace mucho frío fuera del gobierno. Otros vaticinan una escisión del partido. El mismo Juliana dice que no sería sorprendente asistir a una enésima reactivación del famoso gen, en torno a una propuesta nacionalista, dispuesta a pactar con quien se tercie, ya sea el PSOE o el PP. Sí, todo eso es posible. Sin embargo, la apuesta por actuar como una fuerza desestabilizadora – por ser justamente eso: una apuesta y, como tal, una opción llena de riesgos – no resulta tan infundada como podría parecer. Es la política del “cuanto peor, mejor” en una época en que la posibilidad de una catástrofe planetaria, nuclear o climática, se antoja a la orden del día. Si las próximas elecciones generales llevasen a Feijoo a la Moncloa – acaso de la mano de Vox -, la relación entre España y Catalunya podría tensarse de nuevo, favoreciendo a quienes mantuvieron el estandarte de la confrontación frente a los entreguistas de ERC. ¿Hipótesis aventurera? Desde luego. Pero en sintonía con el zeitgeist de los tiempos que vivimos. ¿Acaso no ha ganado Giorgia Meloni las elecciones italianas, a grito pelado y sin que se alteren los mercados? ¿Alguien duda de que el partido de Marine Le Pen pueda hacerse con la presidencia de la República francesa a la próxima ocasión? Si nos referimos a nuevos sustos nacional-populistas, desde luego esto no ha terminado.

Y el caso es que ese virus ha infectado toda la vida política. Los liderazgos unipersonales, el verticalismo, la superficialidad, el tacticismo desaforado y la adhesión a las formas plebiscitarias, han desplazado la reflexión colectiva y las responsabilidades compartidas, han cancelado el debate estratégico. Prueba de ello, la actitud de ERC, supuesta vencedora del pulso con sus ex-socios de gobierno. ¿Podrá sostenerse un ejecutivo republicano en solitario? Junts ya lo ha declarado ilegítimo. La CUP hace tiempo que dejó de apoyarlo. PP y Ciudadanos reclaman la convocatoria de elecciones. La incorporación de perfiles procedentes del ámbito convergente, socialista e incluso de los comunes es más un juego de espejos que un guiño de complicidad hacia esos espacios. Ninguna de las personalidades cooptadas los representa. En realidad, se trata de conferir a ERC un semblante de centralidad política… cuando, de hecho, está negando el pan y la sal a las fuerzas que le tienden la mano para facilitar la gobernabilidad del país. El nuevo ejecutivo de Aragonés pretende maquillar la línea dictada por Oriol Junqueras: ni comunes en el gobierno, ni presupuestos pactados con los socialistas. Junqueras prefiere unas cuentas prorrogadas – lo que supondría, entre otros sinsabores, la imposibilidad de implementar más de 3.000 millones de euros de fondos europeos – a un pacto con su bestia negra, el PSC. Por justicia, ante la condena por elevación de los líderes del “procés”, y también por voluntad de apaciguamiento, la izquierda les sacó de la cárcel. Pero el factótum de ERC, personaje de rencores tenaces, no ha perdonado a Miquel Iceta que no acudiese en peregrinación a besar su anillo cardenalicio. ERC acaba filtrándolo todo a través de la estrechez de su mentalidad nacionalista.

En este caso, el cálculo se basa en los escaños de que dispone en el Congreso de los Diputados, decisivos para la aprobación de los PGE. A cambio de eso, ¡que dejen a ERC ir a su aire en Catalunya! Pero, cuidado. El miedo cerval a ser acusado de traición pesa mucho en Catalunya y tal vez se trate de subir la apuesta. La “desjudicialización del conflicto” de la que habla Junqueras se asemeja a la exigencia de cosas que van mucho más allá de aquello que, razonablemente, debería hacer el gobierno de Pedro Sánchez. (A saber, la adecuación de los delitos de sedición y rebelión a los estándares europeos). Junqueras querría sin duda que los indultos se ampliasen a las inhabilitaciones para desempeñar cargos públicos, transformando así la medida de gracia del gobierno en una amnistía de facto. El independentismo no habría hecho, pues, nada reprobable, merecedor de sanción. La mitad de la sociedad catalana que vio pisoteados sus derechos el 6 y 7 de septiembre de 2017 en lo que, no por incruento, dejó de ser una suerte de golpe de Estado, quedaría por ende reducida al silencio, borrada de la realidad nacional. Habrá que estar atentos. No sería la primera vez que ERC se entregase a la frivolidad para sacar pecho ante sus votantes. Basta con recordar la votación de la reforma laboral.

A no ser que intervenga más adelante un cambio de actitud, el artefacto gubernamental de Pere Aragonés parece concebido para ir tirando hasta las elecciones municipales. Y, eventualmente, convocar después unos comicios autonómicos. Veremos lo que da de sí una maniobra que sólo cuenta con el respaldo de 33 diputados. En ausencia de acuerdos con la izquierda para responder a la apremiante necesidad social de que las administraciones se consagren por fin al gobierno de las cosas, su singladura se anuncia poco halagüeña. La derecha nacionalista se revuelve contra las instituciones, soñando con asaltarlas y vaciarlas de sustancia democrática. Pero el partido de los menestrales y la pequeña burguesía por antonomasia, con sus veleidades e inconsistencias, tampoco dejará de procurarnos sobresaltos. Que la izquierda se esfuerce por hacerse oír en medio del tumulto. Desde luego, esto no ha terminado.

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Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.

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