Otra vez, pensamos, se vierte la belleza como oro sobre los hombros de algún joven; otra vez se desliza como agua sobre la piedra de sus músculos (basalto, marfil), limpiando el rojo sangre de sus labios (corales, amapolas); otra vez se enciende una luz en la densa tiniebla de los días (la lámpara del dios). Corriendo el velo, soltando su vestido, la belleza irrumpe; alguien se enamora; alguien se estremece y muere otra vez en el instante en que sus pies pisan ya la línea fronteriza más allá de la cual yace, medio dormido, casi inconsciente, el joven con luz en los ojos y jacinto en el pelo.
Pero no, no, no, esto es mil veces más horrible. Aschenbach era un escritor, y como tal hacía mucho ya que estaba muerto cuando su corazón dejó de latir en la playa de Lido, rindiendo homenaje una vez más al espléndido cuerpo adolescente. Murió, y no pudimos sino decir «Qué hermoso, las aguas vibraban bajo los pies desnudos de Tadzio, el mismo Sol atardeciendo cerró sus párpados como una madre o una esposa». Qué dolorosamente distinta es la muerte de Rosalie von Tümmler. Qué terrorífico es pensar que no hay límites, ni orden, ni sentido, sólo una ciénaga abisal y putrefacta, pues en el relato que al final nos cuenta Thomas Mann no es el artista, ser atormentado y encumbrado por dioses y demonios, visionario de enormes ojos claros, quien paga con la muerte su inmensa osadía, sino una sencilla viuda que ama la vida explotando en primavera, una «hija de mayo» que cierra los ojos mientras bebe el perfume celeste de un ramo de rosas. En La engañada una madre se enamora; una madre muere. Y si Mann le ha dado por hija ese Hefesto vacilante quizá fue para que no perdiésemos de vista que aquí el artista ni ama ni muere; el artista sobrevive; libre de pasión y con toda la luz del día en su mirada, Anna ve cómo su madre derrama la espuma rebosando de la copa, a altas noches de la noche, y su hija se aleja cojeando como el maltrecho dios olímpico.
Pero ¿qué ha hecho Frau von Tümmler?, musitamos nerviosos. ¿Amar a Mr. Keaton, un americano corriente cuyo principal mérito radica en tener sólo veinticuatro años? (Pero Amor levanta su dedo y señala, solemne, grandioso.) ¿O desear a ciegas, igual que un hombre desea, por primera vez en su vida? ¿Fracturar la unidad? ¿Oscilar entre el sexo y el decoro mientras su hija, por lealtad y prudencia, la exhorta a calmarse y renunciar, para no destruirse a sí misma, para no arriesgar su dicha, su armonía, su salud? ¡Ah, qué sabe Anna, una virgen coja excluida de la vida, del amor y su prodigio!
Era una enfermedad, una despedida (el cuerpo luchaba agonizante contra el espíritu, la luz pateaba furiosa la oscuridad). Cual rápida lengua de anfibio la juventud preña de muerte al viejo amante, que no es Gustav von Aschenbach, sino una sencilla mujer que cierra los ojos mientras su vientre claudica y el fruto se pierde. Tanto más triste, pensamos conmovidos, pues Rosalie, pitonisa de embarazos y demás milagros de la existencia femenina, dice haber aceptado siempre con agrado los dones de la naturaleza (hasta el engaño), dolor inclusive («la fiesta de la vida», «florecer en dulce dolor»), como regalos honoríficos cuyo lamento no sería sino transgresión y sacrilegio. Tanto más mísero, pues Tadzio es ahora un yanqui sin tradición y sin historia, oriundo de un vasto desierto sin nada detrás.
Pero no, no, mil veces no, queremos gritar a quienquiera que nos oiga. Rosalie creyó que la naturaleza había soldado ella misma la fractura, sólo que de manera inversa; creyó que había preferido –ella, enigma omnipotente– no encubrir la palidez ni bajar la fiebre que encendía sus mejillas, rejuveneciéndola prodigiosamente, por eso la fuente (su sangre menstrual) volvía a fluir en abundancia, permitiéndole amar por fin a Ken sin sentirse avergonzada. «¡Triunfo, Anna, triunfo!», dijo entonces, y la llama ardía y ardía en su frente, y gozaba su corazón, palabra que no gusta al raciocinio de su hija, agradecido por la obra.
Las elevadas palabras, palabras enfermas de poetas, palabras de locos antiguos, brotaban de su lengua una detrás de otra («es obra de su juventud, Anna»), y casi llegamos a pensar que ahí estaba otra vez la exégesis del amor abrazando la cintura de la muerte; por eso se acumulaban los malos augurios, orgullosos cisnes negros, almizcle, vetustos robles lisiados, un desmayo, un beso, destrucción, destrucción es la palabra, dice Anna, destrucción y ambigüedad, porque siempre fue la muerte reverso de la espléndida belleza. Pero esta muerte, este yanqui… Tras la conversación febril y todo el entusiasmo (música, versos, un bote remontando el río), el ritmo se acelera y nos abandona ahí, en medio de las precisas descripciones de Professor Muthesius y los otros, sin escapatoria alguna. El médico habla, el médico dice «Metrorragia, mioma… cardinoma celular… uremia… neumonía». Las lágrimas azules no significaban nada. Extremadamente clínica sintió Mann que era su historia.
No hay corazón, sólo un útero muerto; no hay triunfo, sino una única y completa derrota. No fue la vida sino la muerte lo que se desbordó en Rosalie aquella primavera. Ésta es la última descripción de la muerte del amante; ésta es la naturaleza muerta del artista. La sangre con la que Frau von Tümmler creía ver recompensada la entereza de su fe (ella no rió, como Sara hizo) no era un último regalo, sino el grito de su cuerpo muriendo de cáncer. El cáncer, no la visión sobre las aguas; el médico, no Hermes moviendo su bastón. Cuánto más terrible no tiene que sonar entonces la amonestación de la moribunda: «Anna, no hables de engaño ni crueldad sarcástica por parte de la naturaleza. No la recrimines, como yo tampoco lo hago. Parto a disgusto, a disgusto me alejo de vosotros y de la vida con su primavera, pero ¿cómo habría primavera sin la muerte? Pues la muerte es el gran instrumento de la vida, y si para mí adoptó la forma de la resurrección y del goce del amor, aquello no fue fraude, sino bondad y gracia».
Así se reconcilia con la desaparición total una mujer que el día anterior todavía se agarraba, estremecida, enamorada, pero ya cantando en despedida (el cisne extendió sus negras alas), al espléndido brazo de la juventud. Y nosotros, que aún vemos flotar las células al otro lado de la lente y sentimos el olor emanando del cadáver, compadecemos a la criatura y odiamos insensatos al artista, o a la naturaleza, o a Dios; a quien fuera que puso el negro en el cisne y la herida en el arte y el reflejo en las aguas, burlándose de nosotros con el croco, la rosa y el azafrán.
Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.