Según los etólogos del águila imperial ibérica, esta ave, llegado el momento de la procreación, hace un nido muy particular. En su base, construye una corona con ramas cubiertas de espinas. Y, sobre esta corona, fabrica el nido propiamente dicho con ramas sin espinas, paja y hierba mullida. Hecho esto, procede a la puesta de los huevos y a su incubación. Producida la eclosión de los huevos, los progenitores se dedican concienzudamente a alimentar a sus polluelos. Las crías crecen y crecen, ejercitan sus alas sobre el borde del nido y hacen cortos y breves vuelos de entrenamiento. Ahora bien, llega un momento en que los progenitores consideran que ha llegado el momento de la independencia de sus retoños y, entonces, proceden a “destetarlos”. Para ello, destruyen el nido, dejando sólo la base con la corona espinosa para que sus polluelos no puedan regresar y, de esta forma, se emancipen definitivamente.

El método del águila imperial ibérica, para que sus polluelos sean autónomos y surquen libremente los vientos, me ha traído a la mente el comportamiento de esos bípedos, supuestamente racionales, llamados seres humanos y dotados, en principio, de una capacidad intelectual superior a la de nuestras hermanas, como diría San Francisco de Asís, las águilas imperiales ibéricas. Por lo que respecta a la crianza, parece que éstas son más consecuentes que los progenitores humanos, a los que dan sopas con honda. Observemos la etología de los seres humanos, tanto criadores (padres) como crías (hijos), en el proceso de crianza y de emancipación de los retoños.

La emancipación “de ida” (tardía) o de “ida y vuelta” (muy frecuente)

Para los jóvenes, según un estudio del Observatorio de la Emancipación del Consejo de la Juventud de España (OECJE), “emanciparse” significa mayoritariamente irse de casa de los padres, vivir solo, ser independiente económicamente para ser libre y hacer lo que se quiera; pero, en menor porcentaje y esto es algo muy significativo, consiste también en “adquirir responsabilidades”, “tomar decisiones” o “tener tu propia familia”. Para los sociólogos y los psicólogos, esta salida definitiva(?) del confortable y placentero nido familiar es vital para el proceso de maduración psico-social de los jóvenes.

Sin embargo, este momento decisivo en la vida de los jóvenes españoles, comparado con el de los jóvenes europeos, se ha ido retrasando paulatinamente en los últimos años. Según Eurostat (2021), los jóvenes españoles se emancipan, de media, a los 29,8 años (28,9 años, las jóvenes; 30,8 años, los jóvenes). Esta media contrasta con la media de los países de la Unión Europea (26,5 años) y, aún más, con la de ciertos países (19 años, en Suecia; 21 años, en Finlandia y Dinamarca; 23, en Países Bajos y Alemania; etc.). Por eso, también en este aspecto, España se encuentra en el furgón de cola de los países de la Unión Europea, junto a Malta, Croacia, Italia y Eslovaquia.

Según el OECJE, emanciparse en España no es tarea fácil. Por eso, no sólo la emancipación “de ida” es más tardía que en los otros países de la UE, sino que es cada vez más frecuente la de “ida y vuelta” (cuando la crisis económica y/o sanitaria y/o de pareja aprietan, muchos hijos retornan con sus mochilas —sus propios hijos y/o con la parienta y/o con el perro, y/o…— al nido y a la teta familiares para hacerles frente). Tanto la una como la otra se deben a una serie de factores convergentes y coadyuvantes. Por un lado, el encarecimiento del mercado inmobiliario, tanto de alquiler como de compra, que supone el 85,1% del salario mensual neto. Se pone también el acento en la precariedad laboral (paro juvenil, que ronda el 30%; trabajo a tiempo parcial, que afecta al 48,10% de los jóvenes) y en la calidad pecuniaria del trabajo (12.600 €, salario medio anual). En tercer lugar, se cita la falta de la capacidad de ahorro. Todo esto hace que el 23,4% del colectivo juvenil español sea, tras la infancia, el colectivo con mayor riesgo de marginación social por pobreza.

Esto no es justo. Esto es, más bien, ilógico e irracional. En efecto, históricamente, los hijos siempre han disfrutado, en general, de un nivel de vida y de unas condiciones laborales, salariales y habitacionales mejores que las de sus padres, conseguidas gracias a la lucha, al sacrificio y a la dedicación y sin que nadie les haya regalado nada. Ahora bien, hoy, sucede todo lo contrario: los jóvenes viven y vivirán peor que sus padres. Pero, ¿qué hacen los interesados para evitarlo? ¿Dónde está el alma rebelde e iconoclasta de la juventud para organizarse y revelarse contra el “sistema” y así dejar de ser gallinas de corral, dependientes de la ayuda familiar o de las migajas de las limosnas del Estado, y poder volar como águilas reales?

A todo esto habría que añadir, como causa principal, la crianza-educación de los hijos y de los alumnos por parte de padres y profesores. En general, es tal la deriva del comportamiento, de las actitudes y de las aptitudes de los niños, adolescentes y jóvenes que sólo se puede concluir que algo se está haciendo mal en las familias y en los centros educativos. En efecto, el papel hiperprotector de unos y otros, convertidos en padres y profesores “helicóptero”, ha hecho que hayan criado y estén criando lo que se ha empezado a llamar una “generación de blanditos”: grupo etario, acomodado, que quiere todo “hic et nunc”, sin dar un palo al agua; y que ha tenido y tiene todo y de todo sin habérselo ganado. En estas condiciones, el deseo de abandonar la zona de confort del nido familiar para emanciparse no se manifiesta como una necesidad vital. Y, a la mínima contrariedad, se desmoronan y vuelven al nido paterno-materno. Ahora bien, actuando así, los padres y los profesores están haciendo un flaco favor a sus hijos y alumnos. Como ha verbalizado un padre en las redes sociales, los de “la generación de los blanditos no sólo son blandos. Son además quejicas y prepotentes; lidian mal el fracaso; lo quieren todo ‘para ayer’, sin poner nada de su parte; y pueden llegar a ser violentos, tiranos y crueles”.

Moraleja: el águila imperial ibérica nos indica el camino

En demasiados casos, parece que los padres y los profesores, de todos los niveles educativos, se han pasado tres pueblos en la crianza y la educación de sus hijos y alumnos, haciéndoles más mal que bien. Da la impresión de que demasiados padres han tenido descendencia, acto de la máxima gravedad y responsabilidad donde los haya, porque han consumado el comercio carnal, sin que se les haya exigido, como cuando uno se compra hoy un perro (cf. art. 30.1. de la Ley de bienestar animal), un cursillo obligatorio de formación. Y, por lo tanto, sin haber reflexionado sobre cómo criar y educar a los hijos; y sin tener conciencia, como repite machaconamente el juez de menores Emilio Calatayud, de que la crianza de los hijos es ir afrontando sucesivos problemas, para darles soluciones racionales e inteligentes: “Niños pequeños, problemas pequeños; niños grandes, problemas grandes; niños más grandes, problemas más grandes; sólo te quitas el problema cuando te mueres”. Y esto parece confirmar, por un lado, el pensamiento de Federico García Lorca, que escribió: «Tener un hijo no es tener un ramo de rosas»; y, por el otro, la cita de Enrique Jardiel Poncela que reza así: “realmente, sólo los padres [y los profesores, añado yo] dominan el arte de educar mal a los hijos [y a los alumnos, añado yo]». De ahí que, muy frecuentemente, hayan criado cuervos.

Ante estos hechos, los progenitores deberían “autogritarse” este eslogan emancipador: “¡Progenitores, dejemos de comportarnos como gallinas de corral e imitemos y comportémonos como el águila imperial ibérica!”. Y, además, rumiar esta píldora cargada de sentido de Clint Eastwood: «Todo el mundo habla sobre cómo dejar un planeta mejor para nuestros hijos. Pero la verdad es que deberíamos intentar dejar hijos mejores para nuestro planeta».

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Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas. Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada. Departamento de Filología Francesa y Románica (UAB).

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