Usando un símil cinematográfico, un gabber nos diría: «a lo que usted llama ruido, yo lo llamo hogar». En efecto, con la eclosión de TikTok, el techno hardcore vuelve a vivir sus años dorados en Europa. Surgido en Róterdam a finales de los ochenta, como respuesta al house sugerente que sonaba en Ámsterdam, proveniente de Detroit, este tipo de música electrónica no es apta para oídos exquisitos.

Con terribles bases de bass distorsionado a más de 150 bits por minuto (bpm) -con un subgénero de ritmo inalcanzable denominado Terror que supera los 200 bpm-, y melodías aceleradas, acompañadas de vocalismos agudos e irritantes, el hardcore electrónico volvería tarumba a cualquiera. Sin embargo, la Generación Z se pirra por este sonido e incluso Vogue ha dedicado algún que otro reportaje a la estética de esta subcultura.

Sus seguidores, apodados gabbers (colegas), adoptan una estilo peculiar: ataviados con ropa deportiva -en ocasiones recuperando ese chándal de tactel vintage que a muchos nos traumó en los ochenta- recurren a coreografías espasmódicas dignas de las artes circenses. Los movimientos de la vieja escuela recuerdan bailes folclóricos y es característico que dos gabbers se pongan la mano uno encima de la cabeza del otro como muestra de hermanamiento. De hecho, hay hasta tutoriales en YouTube para aprender los pasos de baile.

Gabbers de la vieja escuela bailando.

El origen de la contracultura gabber hay que buscarlo en movimientos clandestinos de antisistemas neerlandeses. Hace ahora treinta años, jóvenes veinteañeros con las nucas rapadas, ellas con trenza y ellos coronados por una especie de felpudo, se reunían anónimamente en almacenes abandonados para extasiarse al son de los bombos.

En Alemania, por ejemplo, los gabbers se descolgaron del Love Parede al considerarlo demasiado elitista, celebrando una especie de festival alternativo para los más radicales. En España, en cambio, la música se consolidó a principios del milenio, tras apaciguarse la Ruta del Bakalao, más afín al techno clásico, pero con el típico sello ibérico. Discotecas como Coliseum (Almudévar) o Xque (Palafrugell) se convirtieron en sitios de peregrinaje, para lo que aquí llamábamos despectivamente makineros o poligoneros.

Ahora los gabbers están por toda Europa -e incluso arraigados en Japón o Australia- y difunden su dictadura del ruido a través de las redes sociales, acaparando millones de likes. Sin bien han perdido parte de la ideología antisistema, siguen sintiéndose cómodos en la clandestinidad. Muestra de ello es la proliferación de raves por todo el territorio en cualquier época del año.

Así, es habitual encontrar cuentas de Telegram -con respaldo en Instagram o TikTok- donde se informa de un día para otro de estas fiestas nómadas que se sabe cuando empiezan, pero no cuando terminan. Aunque un gabber bailará en cualquier lugar, haya o no fiesta, porque solamente necesita ropa cómoda, unas gafas de sol y sentir la pulsión de los graves para empezar a moverse.

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