Henri Cartier-Bresson

Henri Cartier-Bresson nació el 22 de agosto de 1908 en Chanteloup, en el departamento francés de Seine-et-Marne). Su familia, burguesa, era la propietaria de una manufactura de algodón instalada en Pantin desde 1859, la fábrica Cartier-Bresson. Henri recibió una educación católica, aunque muy abierta y progresista para la época, pero le aterraban las historias bíblicas y, de hecho, siempre se ha declaró no creyente. Con un padre buen dibujante y un hermano pintor, le fue fácil iniciarse en la pintura. Aunque su carrera artística se la inculcó su tío Louis, un pintor profesional que falleció durante la Primera Guerra Mundial. El pequeño Henri solía visitar el taller de su tío, al que llamaba “padre espiritual”. Con 13 años ya dibujaba y usaba una cámara Kodak Brownie para hacer las fotos del álbum familiar.

Henri Cartier-Bresson, de pintor a fotógrafo

Se trasladó a París para cursar estudios secundarios en la escuela Fénelon y el Liceo Condorcet, donde no llegó a graduarse. De forma independiente, estudió pintura con el maestro Cotener durante los años 1922-23; y con Blanchete. En 1927, también estudió con el pintor cubista André Lhote. Por miedo a que sus cuadros terminaran pareciéndose a los del maestro Lhote, abandonó la academia en 1928. En ese año inició estudios de pintura y filosofía en la universidad de Cambridge, tampoco los completó. Los cafés y los clubes de jazz parisinos le atraían más. Comenzó entonces su relación con los artistas surrealistas, que iban s ejercer una gran influencia en su obra. Más tarde declaró que del surrealismo no le atrajo la pintura, sino la espontaneidad, la intuición y, sobre todo, la actitud de rebelarse. La acomodada posición familiar y sus maestros le facilitaron el encuentro con la élite intelectual de la época: Gertrude Stein, Max Jacob, Jean Cocteau… Pero el que influyó decisivamente en su carrera fue el crítico y editor de arte, Efstratios Elefteriades, más conocido por Tériade. Éste era un mecenas de origen griego que dirigió la revista “Minotaure”, en la que colaboraban Dalí, Miró, Éluard y Breton, entre otros.

En 1929, el joven Henri Cartier-Bresson fue llamado para realizar el servicio militar en la fuerza área en La Bourget. No lejos de allí estaba la fábrica familiar, y ser hijo de una familia burguesa le costó barrer muchos hangares, incluso pasó un tiempo en el pelotón de castigo. Sus sueños de ser piloto se acabaron y su orientación artística se impuso. En 1930, vio el trabajo del fotógrafo húngaro Martin Munckacsi, que también tuvo una formación pictórica. Le impactaron sus imágenes, en especial una: “Niños en la orilla del lago Tanganica”, que le produjo una emoción imborrable.

En 1931, Henri Cartier-Bresson realizó un viaje a África que supuso un choque vital que le marcaría profundamente. Durante un año residió en Costa de Marfil, donde vivió de la caza y realizó sus primeras fotografías para documentar sus aventuras. Contrajo la malaria y estuvo a punto de morir, las hierbas de un nativo le salvaron la vida. Una vez curado, volvió a París y en 1932 se compró una cámara Leica en Marsella. Justamente ese año se considera que comenzó su carrera fotográfica, aunque por aquella época a él y sus amigos las palabras “carrera” o “trabajo” les producía aversión. Eran unos jóvenes pequeño-burgueses que comenzaban a oponerse a la tradición familiar y, por ende, al futuro que tenían proyectado para ellos. Con el poeta André Pieyre de Mandiargues y la pintora y escenógrafa Leonor Fini, nuestro personaje viajó por toda Europa haciendo fotografías o, mejor dicho, “tomando” fotografías, como le gusta decir. En 1932, realizó sus primeras exposiciones y tuvo su primer contacto con España, adonde volvería en múltiples ocasiones.

Un ‘guiri’ en España

En 1932, sus fotos fueron expuestas en la galería Julien Lévy de Nueva York, y más tarde, en ese mismo año, en el Ateneo de Madrid presentadas por el torero Ignacio Sánchez Mejías y el escritor Guillermo de Torre. Henri Cartier-Bresson llegó a Madrid para la exposición con un billete de tren de tercera clase, y con un visado cuya validez era de tres meses. Se alojó en una mísera pensión y, según contó, se ilusionó con la república española, y sus ideas libertarias le llevaron a afilarse a la CNT y la FAI. Viajó por España fotografiando a los vendedores ambulantes de Madrid, los burdeles de Alicante, los gitanos de Granada y los chiquillos en las calles de Sevilla. Al fotógrafo le extrañaba que la gente se fijara en él, cuando lo que pretendía era todo lo contrario, un amigo le hizo mirarse a un espejo para verse alto, flaco, rubio, ojos claros y con una cámara colgada del cuello; lo menos indicado para pasar inadvertido en la España de entonces. Las fotografías de las exposiciones fueron publicadas por Charles Peignot en “Arts et Métiers Graphiques”. En el año 1933, volvió a realizar reportajes por España.

Henri Cartier-Bresson en el México revolucionario

Al año siguiente, Henri Cartier-Bresson viajó a México para participar en una expedición etnográfica patrocinada por el gobierno de ese país. Problemas burocráticos dieron al traste con el proyecto, y Cartier-Bresson aprovechó el viaje para pasar un año en una sociedad que le atrajo por los aspectos surrealistas presentes en la vida cotidiana. Lázaro Cárdenas era el flamante presidente de una nación de gran efervescencia política y cultural. Allí se relacionó con el poeta afroamericano James Langston Hugues, con el escritor indigenista Andrés Henestrosa, con el pintor y muralista revolucionario Ignacio Aguirre y, sobre todo, con su gran amigo el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo (1902-2002) que en aquel año se encontraba rodando la película Tehuantepec. Junto al mismo Álvarez Bravo expuso sus fotos en el Palacio de Bellas Artes de la capital, en marzo de 1935. El texto del catálogo corrió a cargo del editor y escritor Julio Torri. De esta etapa mexicana ha conservado el acento que lo delata cuando el viejo maestro habla castellano.

Un mes después de la exposición de México, la obra de ambos fotógrafos se expuso en la galería Levy de Nueva York. A esta muestra se sumó el fotógrafo estadounidense Walker Evans (1903-1975). Henri Cartier-Bresson vivió ese año de 1935 en Nueva York y dejó de fotografiar temporalmente para dedicarse a estudiar cine junto a otro fotógrafo, Paul Strand.

En 1936, regresó a Francia para ser segundo asistente de Jean Renoir en sus Films “La vie est à nous” y “Una partida de campo”. También intervino en la obra maestra de este cineasta: “La regla del juego” (1939). Curiosamente su trabajo con Renoir no fue como fotógrafo sino como guionista de diálogos. También trabajó con los cineastas Jacques Becker y André Zvoboda.

Por entonces comenzó a colaborar para periódicos y revistas como “París-Soir”, “Vu”, “Life”… y se reencontró con dos reporteros antifascistas con los que iba a coincidir durante la Guerra Civil española: Robert Capa y David Seymour, este último conocido como “Chim”.

¡Arriba la República!

En 1937 Henri Cartier-Bresson se casó con su primera esposa, la bailarina javanesa Ratna Mohíni, y vino a una España en guerra para dirigir dos documentales. Uno fue “Victoire de la Vie”, que trataba sobre los hospitales republicanos y que contó con el operador Jacques Lemare. El otro, “L’Espagne Vivra”, realizado por encargo de Socorro Rojo Internacional. En 1938, codirigió con Herbert Kline un segundo reportaje sobre los servicios médicos de ejército republicano titulado “Return to Life” y otro sobre los brigadistas internacionales norteamericanos: “With the Lincoln Batallion in Spain”.

Cuando en 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial, fue llamado a filas para ingresar en la unidad de cine y fotografía del ejército francés. En 1940 fue hecho prisionero por los alemanes y pasó casi tres años en la prisión de Wuttemberg. Tras tres intentonas, logró evadirse en 1943 y se dirigió a París para engrosar las filas de la Resistencia. Fue un miembro del MNPGD (“Mouvement National des Prisonniers de Guerre et Déportés”), que ayudaba a los presos fugados. Ese mismo año recibió un encargo de la editorial Braun para realizar retratos de artistas como Henri Matisse, Georges Braque, Paul Claudel…

Y no estaba muerto…

Entre 1944 y 1945 Henri Cartier-Bresson se unió a un grupo de profesionales para filmar la liberación de París y realizó el documental “Le Retour”, sobre el regreso de los deportados y prisioneros. Lo hizo junto a Richard Banks para la Oficina de Información de Guerra de los Estados Unidos. En el año 1946 el “Museum of Modern Art” (MOMA) de Nueva York preparó una exposición “póstuma” sobre Cartier-Bresson. En realidad, lo daban por muerto en la guerra. Los organizadores se llevaron una sorpresa mayúscula cuando Henri se presentó allí para ayudarles en la selección de las fotografías. Pasó todo ese año en Estados Unidos, donde conoció al escritor  William Faulkner y al fotógrafo Alfred Stieglitz, entre otras celebridades.

El momento decisivo

En 1947, Henri Cartier-Bresson fundó -junto a Robert Capa, Chim, George Rodger y William Vandivert- la agencia cooperativa Magnum para tener un control sobre su trabajo y producir y comercializar sus reportajes. Al amparo de la agencia pasó los siguientes años, viajando y realizando reportajes por todo el mundo. India, Birmania, China y Japón fueron algunos de sus destinos. En 1952 se publicó uno de sus más famosos libros, “Images à la Sauvette” (algo así como “imágenes tomadas a hurtadillas y deprisa””) que en su versión inglesa se llamó “The Decisive Moment” (“El momento decisivo”), una expresión que lo ha acompañado toda su vida. En 1954, después de la muerte de Stalin, se convirtió en el primer fotógrafo extranjero autorizado para viajar por la antigua URSS, y un año después fue el primero en  exponer fotos en el museo del Louvre. De 1958 a 1965 siguió viajando y pasó largas temporadas en China, India y Japón, donde documentó acontecimientos históricos de primer orden. También fue a Cuba y volvió a México, allí pasó seis meses para, a continuación, visitar Canadá.

A partir de entonces empezaron a proliferar las exposiciones y los actos en su honor, y también la publicación de libros sobre su obra, algunos tan bellos como el dedicado a la India. En 1966 dejó la agencia Magnum y siguió viajando y fotografiando por su cuenta. Después de captar con su cámara las revueltas de Mayo de 1968, en París, realizó dos documentales para la cadena americana CBS: “Impressions of California” y “Southern exposures”. En 1970 se casó con la fotógrafa de Magnum Martine Frank, treinta años más joven que él. En la década de los setenta dejó la fotografía para dedicarse a su pasión de juventud, el dibujo y la pintura.

En el año 2002 se realizaron dos importantes exposiciones de Henri Cartier-Bresson. La primera, organizada con motivo del centenario del nacimiento de su amigo, el también fotógrafo Manuel Álvarez Bravo, tenía el título de “Miradas Convergentes” y rememoraba la histórica exposición de Nueva York que realizaron los dos fotógrafos junto a Walker Evans.  La segunda fue “Los Europeos” que, entre otras ciudades, se expuso en Salamanca, Ciudad Europea de la Cultura 2002. Además, en abril de 2003, la Biblioteca Nacional de Francia preparó una gran retrospectiva con 350 de sus fotografías. Y dentro de los actos de la muestra, se presentó la Fundación HCB, dedicada a preservar la obra del gran maestro fotógrafo. Está y dirigida por Robert Delpire y cuenta con la colaboración de la mujer y la hija de Cartier-Bresson, Mélanie. Cartier-Bresson murió el 3 de agosto de 2004, el “ojo del siglo” se apagó a la avanzada edad de 96 años.

Henri Cartier-Bresson: el fotógrafo zen

La filosofía fotográfica de Henri Cartier-Bresson se basa en el placer de la contemplación y en la importancia del instante y de lo sencillo, tal como enseña el budismo. Cuando su amigo Georges Braque le regaló el libro “El Zen el Arte Caballeresco del Tiro con Arco”, de Eugène Herrigel, no imaginó que esta obra iba a influir tanto a su amigo. Del libro, Henri aprendió una de sus máximas: “presentarse, aguardar en el anonimato y desaparecer”. De alguna forma, el “momento decisivo” es una metáfora de la caza y Cartier-Bresson “atrapa” la vida que se desarrolla frente al objetivo de su cámara.

Como lo hiciera Gyula Halász, conocido como “Brassaï” o  Eugène Atget, vagó por las calles de París sin un destino fijo, buscando el momento adecuado para “disparar” la cámara. De alguna forma, esto recuerda a la acción intuitiva o la escritura automática de los surrealistas y al “objet trouvé” de los dadaístas. Él mismo escribió: “La fotografía es un impulso espontáneo que proviene de mirar perpetuamente, y que captura el instante en su eternidad”.

Cartier-Bresson siempre ha mostrado un gusto exquisito por la forma, la composición y la geometría de las imágenes. Ha huido de todo montaje o intervención en la escena a fotografiar, se ha mostrado radical al mantener que nunca hay que cambiar el encuadre en el laboratorio. Confesó que él sólo lo hizo una vez, con una foto del cardenal Pacelli al que tuvo que fotografiar sin mirar por el visor, (aunque la célebre foto de 1934 de las dos prostitutas mexicanas asomadas a unas ventanas se publicó en la revista “Harper’s Bazar” eliminando a una de las mujeres). Nunca ha utilizado flash ni objetivos que “deformaran la realidad” y siempre ha usado la lente de cincuenta milímetros, más cercana al ángulo de visión del ojo humano.

El más rápido con la Leica

Henri Cartier-Bresson se consideraba artesano y no artista, y su etapa de fotógrafo la vio como un tránsito hacia su verdadera vocación, el dibujo. Siempre que tenía ocasión repetía: “La fotografía es la acción inmediata, el dibujo es la meditación”. Con su Leica siempre fue el más rápido y el menos agresivo al enfrentarse a los temas. Pensaba que la fotografía no demuestra nada y no era su propósito. Esto se opone a otros reporteros actuales, a los que Cartier-Bresson admiraba, aunque los veía como sociólogos, militantes o mesiánicos. Al fin y al cabo, él concibió sus fotos desde la mirada de un pintor.

Tímido, de voz discreta y con una sordera de conveniencia, lo ponían irascible con el consumismo y la publicidad, para la que nunca quiso trabajar. El recogimiento zen también desaparece cuando algún insensato quería fotografiarlo sin su permiso. Cuenta la leyenda que llevaba siempre encima una pequeña navaja y que, en una ocasión, no dudó en blandir para evitar ser retratado. “Para poder observar hay que ser discreto”, dijo en una ocasión. Lector incansable de los clásicos franceses y anglosajones, sólo los abandonaba para bucear por los misterios del budismo y el zen japonés. Aunque se pasó más de treinta años renegando de la fotografía, una vez la definió así: “La fotografía es una lección de amor y odio al mismo tiempo. Es una metralleta, pero también es el diván del psiquiatra. Una interrogación y una afirmación, un sí y un no al mismo tiempo. Pero, sobre todo, es un beso muy cálido… Es poner en el mismo punto de mira la cabeza, el ojo y el corazón”.

Le gustaban las fotos de paisajes tranquilos, con remansos de agua que, como espejos, reflejen la luz de su entorno. Para él eran como los poemas cortos japoneses, los “haikus”. Uno clásico dice: “Cuando parta, dejadme ser, como la luna, amigo del agua.”

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