Cuando tres películas islandesas son reconocidas mundialmente en festivales como Cannes, San Sebastián, Karlovy Vary, Zurich, Locarno, Valladolid….las casualidades han de dejarse aparte. Vistas ya dos de ellas, Hrutar y Fusi, el espectáculo de una cinematografía prácticamente desconocida se abre como un horizonte prometedor. Un país de tan pequeña población no puede ofrecer mucho de casi ninguna profesión, un país tan inhóspito para vivir y tan diseminado no es caldo de cultivo apropiado para el diletantismo, bastante tarea hay con soportar esas condiciones, pero a una década de su gran recesión agrada sobremanera que el nombre de Islandia se reconozca por su arte, ya que su reacción ciudadana contra la crisis se hizo luz de gas por parte de los medios de comunicación mayoritarios. No convenía que el ejemplo islandés infectara a las masas adormecidas del continente, total, era una pequeña isla a la que se podía permitir el espíritu vikingo de negarse a asumir las deudas de sus bancos y que velase por los ahorros de sus nacionales frente a las corporaciones británicas que habían esquilmado el sistema. Ese espíritu luchador, individualista, infatigable, pero también comunitario, se aprecia en estas dos películas.
Ese virus bancario procedente del Reino Unido Hakönarson lo introduce sutilmente en la trama de “Hrutar”, un melodrama con tintes simpáticos y de corrosivo humor negro, en el que una comunidad de ganaderos de un valle perdido de la isla queda conmocionado por la noticia de que a ese valle ha llegado una enfermedad que afecta al ganado ovino (los carneros del título), una enfermedad introducida por ovejas inglesas en el siglo XIX, y que, periódicamente, asola regiones del país obligando a sacrificar la totalidad del ganado y a desinfectar las granjas. Si la noticia está a punto de desintegrar a la comunidad, que recibe un tiro de gracia en su sacrificada y nada boyante existencia ante el panorama de estar un par de años sin poder criar carneros, aún más tremenda resulta para los dos protagonistas de esta película, dos hermanos antagónicos y que mantienen una enemistad silenciosa desde hace más de cuarenta años. Herederos de los carneros más representativos de la zona, orgullosos de transmitir la pureza del gen de esa raza, el sacrificio de los carneros es el fin de la especie y el fin de su linaje. Solteros, sesentones, sin hijos, saben que cuando ellos desaparezcan desaparecerá la familia y el gen dominante de la cabaña ganadera. El legado y el linaje que representan termina con ellos.
Gummi y Kiddi arrastran un enfrentamiento desde su juventud, arrastran un odio, más visceral en Kiddi, por razones que desconocemos, aunque el diferente tratamiento que el padre les dio en el testamento podría encontrarse en el origen. La finca y el ganado quedó en manos de Gummi por decisión paterna, algo que Kiddi no pudo aceptar, consintiendo Gummi que su hermano se quedara ocupando parte de la finca y la casa paterna por petición de la madre de ambos. Enfrentados y frente a frente, vecinos forzosos de tierra, casa y ganado, ambos hermanos se mantienen sin contacto pero en permanente vigilancia, hay mucho que decirse pero pocas ganas de hablarse, ni un simple buenos días al encontrarse cada mañana. Vigilarán el ganado de cada uno para saber quién tiene más opciones de ganar el concurso anual, vigilarán sus idas y venidas, pero su rencor no les impedirá ayudarse cuando lo que está en juego es la vida de cualquiera de los dos.
La familia como origen de conflicto y como fuente de insatisfacciones no es exclusiva del cine nórdico, pero también, y con gran acierto, daneses, suecos, noruegos, finlandeses y ahora islandeses, captan con ironía y dolor el sin número de daños directos y colaterales que, cuanto más cercanos nos sintamos, somos capaces de hacernos. “Hrutar” tiene la enorme ventaja de no mostrarnos las razones del odio, sino las consecuencias, de no ampararse en la complacencia bobalicona de que la sangre todo lo perdona y nos sitúa, como al resto de vecinos de estos dos hermanos, en la observación de su comportamiento a sabiendas de que ambos han dejado de tolerarse, a la espera, incluso, de que alguna mañana alguien nos diga que uno de ellos mató al otro y después se pegó un tiro. Esta pareja de hermanos podrían ser Caín y Abel entre los hielos, y el carnero el animal mitológico que les da y mantiene con vida, solo que aquí no hay un hermano bueno y otro malo, sino dos hermanos enfrentados y competitivos, que sobreviven gracias a lo que los carneros ofrecen y, por qué no decirlo, gracias a litros de alcohol del más fuerte.
La huída a ninguna parte representa desandar el camino que les separó, abrazados y protegiéndose de la nieve y el frío guían a los supervivientes del rebaño, los que tienen que mantener la herencia familiar, la pervivencia de un legado que se les entregó para mantenerlo y transmitirlo, por eso, como en la historia de Benjamin Button, estos dos hermanos sólo pueden redimirse si vuelven a la infancia, al origen, al principio, abrazados desnudos dentro de una cueva de hielo han regresado al útero materno, al lugar donde no había envidias ni ofensas, al lugar desde el que, si consiguen salir, podrán recuperar el tiempo perdido y sentirse familia una vez más. “Hrutar” es una película que crece con el paso de los días, así como su final desluce la dureza y mala leche del resto de la película, la inevitable progresión hacia el desenlace que se imagina, si bien molesta cuando se ve la película, pasado el tiempo se hace necesaria porque es una historia de redención y recuperación. Hay un gesto narrativo consciente y honesto en el creador, es la historia que ha querido contar y no nos ha engañado para ello, han pasado 40 años de silencio entre los hermanos, pero es que la epidemia no llegó antes a las puertas de sus casas, sino es posible que hubieran dejado de utilizar al perro para comunicarse entre ellos mucho antes, ocurre cuando ha tenido que ocurrir, ni antes ni después, una muy recomendable película invernal.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.