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Ilustra Evelio Gómez.

¿Tan convencido estaba Thomas Hardy de que nada más que Dios y los estúpidos credos humanos son los causantes de todos nuestros males? ¿Acaso creía seriamente que los hombres debían dejarlo todo y volver a la naturaleza? Algo falla sin duda en un universo donde lo que es bueno para los pobres pájaros es malo para los granjeros pobres, donde el hombre y la mujer que se han unido en santo matrimonio no siempre son esposos ante la naturaleza, y los esposos ante la naturaleza no siempre lo son ante Dios. Así que no, la naturaleza no es ningún paraíso; no hay colegios, ni iglesias, ni familias, ni amigos, ni lugar alguno donde asentarse y poder vivir. Y entonces ¿qué hacer en este cuarto oscuro, estando solos?, ¿cómo andar hasta el final este pasillo interminable, este río de ceniza, respirando un aire cuajado de gemidos, atestado de fantasmas?

En Jude el oscuro la naturaleza resulta tanto más bella cuanto más lejana y estática aparece, las ciudades son hermosas no por lo que son, sino por lo que han sido, y los hombres… los hombres no pueden servir de consuelo cuando ni siquiera el que ha compuesto la más celeste melodía (Jude viajó hasta Kennetbridge en vano) queda al margen de la vileza que imponen siempre los honores y el estómago. ¡Cuánto mejor habría sido huir bajo tierra con los difuntos padres!, solía decirle a las claras su anciana tía. ¡Ay Jude, cuánto te queda todavía por sufrir!, dice Hardy una y otra vez, como si ese lamento interrumpido fuese la tinta encarnada que marca el sendero de su víctima hacia el altar del mundo. Y sin embargo, uno no puede soslayar el hecho de que el estudiante autodidacta Jude Fawley no es en el fondo más perspicaz que una piedra en un camino, amén de gramáticas y catecismos, amén de Horacio y los Apologetas, y ahí está sino Arabella para probarlo. ¿Acaso hubiese permitido Ulises –pensamos nosotros distraídos– que la princesa más hermosa –ya no digamos una vulgar campesina– malograse sus preciosos planes respecto a Ítaca? Sí, Arabella es horrible, pero Arabella es el mundo, y Jude nunca supo –ni pudo– llevarse bien con él.

Jude Fawley no es oscuro de profundidad, sino de lento, indecible sentimiento de fracaso. Jude no ama con pureza, sino con corazón ciego y encogido. ¿Y qué pretende lograr Hardy jugando así con sus débiles y atormentadas criaturas?, preguntamos un poco cansados. ¿Qué busca demostrar llenándolos de sueños y ambiciones, si luego los desinfla cual patéticos globos de feria? Quiere demostrar que no es posible la bondad bajo un cielo zaherido de estrellas que lentamente expira (al cerdo debía brotarle del cuello tan solo un hilillo de sangre); que no hay felicidad, ni paz, ni placer verdadero sobre la faz de una tierra que, «quiéralo ella o no», engendra día a día el alimento de las bestias. Pero lo que ante todo pretende Hardy demostrar –con demasiado ardor quizá para un novelista– es el dudoso valor de unas convenciones sociales que matan al que no aturden o embrutecen, así como el sinsentido de unas leyes (divinas o profanas, lo mismo da) que perpetúan ad aeternum los inevitables errores que moldean toda vida humana. ¡Errores! –parece quejarse el gran novelista–; ¿acaso no posee el hombre ingenio y coraje suficientes como para enderezar sus propios errores?, ¿qué clase de mundo hemos creado y en qué mundo hemos de vivir? No obstante, para demostrar todas estas cosas Hardy necesita al menos una prueba, una prueba que resulte tan fácil de entender para el hombre corriente como un golpe súbito en la crisma.

Pero esto no es todo, ni es lo peor; lo peor en esta historia es que el conocimiento no redime, sino que empeora tanto más las cosas, ¿o qué va a hacer sino lacerarse las mejillas una mujer que cita a J. S. Mill para evitar dormir con su marido? (Le repugna, se tiraría por la ventana en mitad de la noche con tal de no dormir con él). Así es, Sue Bridehead regalaría su cuerpo al diablo con tal de no tener que amar ni ser amada, y en el sosiego de esa vida de ángeles disertar eternamente núbil sobre los desaires de Apolo o los amores deliciosos de Afrodita. Porque lo cierto es que si la esposa del maestro Phillotson –un pobre desgraciado como cualquier otro– no cierra con llave la puerta de su cuarto por las noches no es porque no quiera prohibir el paso a su legítimo marido, sino porque las cerraduras de la casa están todas averiadas. Sí, el autor de Jude el oscuro desea confesarnos al oído su convicción desesperada: que no te está permitido hincharte de sueños, si tan solo eres un hombre; que no burlarás a tu sombra ni empezarás nunca de nuevo, pues el maldito permanece maldito y «no se puede hacer nada. Las cosas son lo que son y van a parar al fin que les está destinado». Es aquí donde tropezamos con la tesis –porque en verdad es una tesis– de la que mana toda la historia, y así resuenan otra vez las proféticas palabras de la señorita Fawley: el matrimonio es –y quizá no solo para los Fawley– un funeral de todos los días.

Al siniestro hijo de Jude y Arabella le faltan la ilusión y el empeño que permiten a los hombres seguir en el mundo; o le han arrancado muy pronto de los ojos esa película de humo que encubre «el tremendo terror de la existencia»; el niño no puede evitar oler la podredumbre emanando de un jardín de rosas, ni dejar de ver el dolor que se abalanza tras la más seductora de las risas. Tal vez por eso sus abuelos le llamaron «Pequeño Padre Tiempo», porque solía mantener su mirada indiferente fija en algo (terrible) que siempre queda un poco más allá del (a veces) soportable y dulce ahora. Hay además de todo esto un malestar que permea completamente la novela, resultando por momentos asfixiante. No sabríamos decir en qué consiste exactamente, pero creemos intuir de dónde nace. Nace de la soledad sin remedio del individuo; nace del indescriptible sentimiento de abandono de unos seres que jamás podrán armonizar con el mundo por más que se esfuercen, ya sea por un exceso de sensibilidad o de razonamiento o incluso de mojigatería. Jude Fawley y Sue Bridehead no son personas, sino átomos esparcidos al azar en el universo, zarandeados por el viento y la marea, vagando eternamente de Marygreen a Christminster y de Melchester a Shaston, para siempre encerrados en un trozo de tierra –el Wessex de Hardy– en el que al final caen exhaustos de tanto agobio y tanta lucha, de tanto querer sin jamás haber podido, dejando por únicos testigos de su rota existencia unos niños muertos y un «hermoso cadáver».

Casi da vergüenza tanta miseria, casi roza la indecencia tanto pesimismo. Hardy no deja que sus personajes respiren, ni les libra por un momento de la carga de sus viejas obsesiones (persiste hasta el final el influjo hechizante de Christminster). Y cuando Jude y su prima por fin se ponen de acuerdo y deciden amarse según sus propias reglas, dando la espalda a las tinieblas medievales de la civilización, medio minuto basta para que algo innombrable les retuerza el pescuezo sin conmiseración alguna. No hay justicia ni en el cielo ni en la tierra, parece decirnos Hardy en sordina; y nosotros, que comprendemos que Jude es una abstracción muy dolorosa, pero una abstracción al fin y al cabo, no conseguimos sofocar la duda que tímidamente brota en nuestros pechos, y entonces preguntamos con cierto escepticismo qué extraños líquidos anegarán la cabeza de un hombre que hace de un suicidio infantil (la prueba fehaciente que Hardy necesita) la excusa para un despliegue de macabra erudición. Tras la muerte de los niños Jude cita con lucidez abnegada unos versos del Agamenón que –le parece– ilustran muy bien su visión particular de una tragedia que es a la vez su melodrama.

De vuelta en Christminster el círculo de las tribulaciones se cierra sobre sí mismo como un uróboro terrible. «Nos hemos convertido en espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres», dice el estribillo final de una novela que desde las primerísimas páginas dejó claro que más le valdría al hombre no haber jamás nacido. Jude el oscuro, más que una obra de arte, es un libro que sermonea de continuo y exuda metafísica, tanto que no sufrimos, ni gozamos, casi ni pensamos, pues no podemos creernos nada del todo.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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