Alguien, no recuerdo quién, dijo que Alemania era el pueblo mejor dotado en inteligencias per cápita de Europa, pero también la nación que más estúpidamente se había comportado en el Viejo Continente. Sin citar el aserto, el historiador británico Mark Mazower achaca ese comportamiento trágicamente disparatado al ideal de la Gran Alemania, ligado de modo indefectible a la exigencia de un lebensraum (espacio vital).

La aspiración a un Estado común que ocupara todos los territorios poblados por gentes de lengua alemana —muchos de esos pagos, habitados también por eslavos o magiares— no fue originalmente enunciada por los nazis, como muchos creen, sino por el geógrafo Friedrich Ratzel (1844-1904), y tuvo su precedente histórico en la conferencia de Frankfurt (1848), un foro de inspiración liberal que ya preconizó la necesidad de unificar políticamente a todas las comunidades germanoparlantes. El mismo propósito figuró más tarde en los planes continentales del “Canciller de Hierro”, Otto von Bismark, y antes y durante la Gran Guerra de 1914-1918, del káiser Guillermo II.

Con Hitler en el poder, los antiguos planes se maximizaron. Ya no se trataba solamente de replegar en torno a un Estado de fronteras ensanchadas a todos los alemanes dispersos por el continente, sino de ocupar la totalidad de Europa central y oriental a despecho –o a degüello– de sus demás pobladores, con la finalidad de garantizar una tierra rica en recursos para la proliferación de la etnia germana. El sueño hitleriano estribaba en una Gran Alemania desde el Rin hasta los Urales y del Báltico al mar Negro, con una tupida red de colonias de alemanes armados extendida sobre las campiñas polaca y soviética. Aspiración que Mazower también integra, más globalmente, en la tradición colonialista europea, y que el propio Hitler justificó apelando a la doctrina Monroe: Europa también necesitaba, como América, una potencia militar supervisora de su vida diplomática y económica, y a la sazón responsable de una labor civilizatoria entre los infrahombres del este. Por supuesto, el nuevo orden devendría tras la eliminación física de los judíos europeos.

Desde esta perspectiva, el nazismo no sería sino manifestación radical, y extrema en su crueldad, de una inveterada conciencia de superioridad cultural y moral que mediatizó las relaciones exteriores de Alemania desde mediados del siglo XIX hasta finales de la Segunda Guerra Mundial.

La derrota alemana de 1945 impidió la culminación de los planes hitlerianos. No supuso, sin embargo, la ruina de Alemania, más allá de los enormes estragos humanos y materiales ocasionados por el propio conflicto. Durante la posguerra, gracias a la ayuda financiera del Plan Marshall, a la condonación de la mitad de las cuantiosas indemnizaciones de guerra (Tratado de Londres, 1953), y cómo no a la elevada formación cultural, científica y técnica de los ciudadanos alemanes, sumada a su espíritu emprendedor, la República Federal logró situarse a la cabeza económica y social de Europa. Con tal posición, durante lustros desembolsó generosamente millones de marcos con destino a los fondos europeos que contribuyeron a la modernización económica de Italia, España, Irlanda, Portugal y Grecia.

En la década de 1990, la Comisión Europea toleró a regañadientes el desequilibrio de las cuentas federales, debido a los gastos de la unificación de los dos estados germanos. Fue a finales de ese decenio cuando un canciller socialdemócrata, Gerhard Schröder, alarmado por el crecimiento del gasto público heredado de dicho proceso, impulsó reformas parcialmente restrictivas en las legislaciones laborales y de pensiones. Lejos de afianzar a su autor con la bondadosa pátina del realismo y la mesura, dichas medidas crearon una profunda alarma social en torno a la viabilidad del estado del bienestar, de modo que tal inquietud facilitó el triunfo de las políticas de austeridad predicadas por la cristianodemócrata Angela Merkel en las elecciones generales de 2005. La canciller anunció que no serían reducidas las partidas de educación e investigación, palabra cumplida, ni se mermaría “la cohesión social”, promesa de dudosa realización, puesto que los recortes en gasto social han afectado principalmente a los trabajadores en paro y a los emigrantes, precisamente los sectores más vulnerables de la sociedad alemana; además, impulsó los minijob, trabajos a tiempo parcial que han aminorado los costes laborales para los empleadores de más de dos millones y medio de trabajadores. Sin embargo, las clases medias han mantenido grosso modo sus condiciones de trabajo y prestaciones sociales, aunque los grupos profesionales del sector público vieran congelada parte de su retribución.

El cuidado demostrado por Merkel en no perturbar el estatus social de las clases medias germanas no ha tenido parangón en su política europea. La mandataria ha impuesto en la zona euro una política de “Solidaridad, sí, pero con condiciones” que más allá del acertijo implícito se ha traducido en una tenaz oposición al uso de la liquidez del Banco Central Europeo en el alivio de los elevados intereses de la deuda soberana de algunos países de la zona euro. Según Merkel, los intereses reclamados por el mercado decrecerán conforme se recorte el gasto público de los estados concernidos, lo que hará más creíble su solvencia. Y en la reducción de ese gasto no hay componendas ni derechos sociales que valgan. Todo ello acompañado de cierta oficiosa cantinela de desprecio hacia países que son tomados por corruptos y poco eficientes… Rumor que desgraciadamente apuntalan ciertas deficiencias clamorosas en la organización política y administrativa de los mismos.

Salvando las inmensas distancias con Hitler, suma de todas las vesanias, Merkel y adláteres están cayendo en una actitud de tutela y dominio con altos grados de despotismo, incluso de crueldad hacia sus socios más débiles. La negativa a la emisión de deuda conjunta europea y a los eurobonos, rotundamente expresada en el cierre de la campaña electoral previa a las elecciones del pasado domingo 22 de septiembre, hizo evidente que los sentimientos de la canciller hacia el padecimiento social —es decir: humano— de los países meridionales de la Unión es pura retórica; una cuestión de modales fatuos. Ni siquiera la severa educación pietista de la canciller le sugiere nuevas perspectivas —inspiradas en el amor cristiano, ¿por qué no?— para abordar la profunda crisis económica de sus depauperados socios. Y la frustración y el dolor que la situación acaba volviéndose contra el ideal político de cohesión europea.

Lebensraum y Merkel

Cabría preguntarse si pervive en el merkelato una mentalidad discriminatoria hacia otras naciones, como ocurrió en épocas pasadas que asistieron al alumbramiento del concepto de lebensraum. Porque es plausible atribuir los fundamentos de la política de austeridad impuesta por la canciller Merkel a un presupuesto basal neoliberal, pero tal vez no sea arriesgado suponer que esa misma directriz ideológica se refuerza con la vitamina de una conciencia secular de superioridad germana. Sería, desde luego, un planteamiento elitista debidamente adaptado a los nuevos tiempos, con sustitución del etnicismo hitleriano por el orgullo patrio ante un desarrollo material evidentemente superior al alcanzado en el flanco meridional de la Unión Europea, y que se toma como fruto de méritos humanos propios de la nación alemana. Tampoco pretendería una modificación de las fronteras europeas, reconocidas por Alemania mediante tratados internacionales, pero ese aspecto se ve paliado por un espacio europeo con libre circulación de capitales, en el que la industria alemana puede implantarse, como hace, en países que le garantizan mayor rentabilidad por causas diversas. Ni se pretende dominar Rusia, pero sí invadirla con mercancía: el gigante eslavo se ha convertido en destinataria preferente de las exportaciones germanas, gran mercado que ha paliado el decrecimiento de la demanda de productos alemanes en los países sureños de la Unión Europea (una consecuencia de la crisis de los mismos).

Sea como fuere, parece que pintan bastos para Grecia, Portugal y España. Así lo quiere la canciller de Europa. Por cierto: uno de los países que accedió en 1953 a la condonación de la mitad de las reparaciones de guerra germanas fue Grecia, principal víctima del inmovilismo financiero de Merkel.

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