Joanna Newsom irrumpió en la escena musical con un disco (The milk-eyed mender) que conseguió el milagro de sonar especial incluso en una escena en que el folk renacía en decenas de propuestas, cada cual mas extraña, y que la crítica aunó en la opinable categoría de Freak Folk (o los «raritos con barba» como los bautizó, más coloquialmente, la inglesa NMA). A partir de ese momento, su voz felina y áspera, a ratos desigual y siempre salvaje, se fue atemperando (alguno dijo de ella: aprendió a cantar) en la misma medida en que su música colonizaba territorios cada vez más ajenos e irrisorios.

Su segundo álbum destrozó todas las quinielas. De la promisoria colección de canciones de su primer largo, a la vasta alucinación barroca que definía el segundo, Ys, había muchísimo más que un paso: se trataba de un salto espacio-temporal, un verdadero tour-de-force impropio de una muchacha que apenas se empinaba sobre los 25. Con arreglos de cuerda de Van Dyke Parks (que componía junto a Brian Wilson, de los Beach Boys), el álbum supuso el aplauso unánime de la crítica, más ventas, recitales, tours y el reconocimiento de artistas como Björk y Andy Cabic, entre otros. El título alude al nombre de una legendaria isla bretona donde transcurren las cinco canciones que forman el disco y donde aparece una ciudad sumergida y la hija ninfómana de un rey y un caballero hedonista y hasta el mismísimo demonio, todo contado de una manera imposiblemente críptica que sin embargo promovía una sensación de trascendencia y magia profana.

En la primavera de 2009, le diagnosticaron nódulos en las cuerdas vocales. Todo lo que salía de su boca era (en palabras de ella) «el siseo de una lata de Coca-Cola cuando la abres«. Padeció dos meses sin cantar, hablar o incluso llorar. «De hecho, llorar era sin duda lo peor que podía hacerle a mi voz. Así que me repetía: ‘No sientas, no sientas, no sientas«. Al recuperarse, esa voz inimitable que la caracterizaba, había muerto. Y ya no volvería.

Aquello aconsejaba un ejercicio de autocontención. Tal vez por eso, su siguiente álbum fue un disco triple: Have One On Me, un álbum de tres discos, dos horas y 18 tracks, donde los ríos, las criaturas y los huesos vuelven, aunque su encarnación resulta más medida; las viejas –y tan celebradas– alegorías de Newsom ya no toman por asalto. Tampoco la voz, que en este caso resulta susurrante y casi aterciopelada, más cerca, de cualquier modo, de Kate Bush que de Karen Dalton. Y de la imaginería elfica narrada con precisa desmesura orquestal, pasaba a un enloquecido morral lleno de historias y donde convivían, sin estorbarse, desde el country hasta el gospel, con parada y fonda en soul, el jazz, y el folk de toda la vida.

Y cinco años más tarde, la muchacha que alguna vez (todavía en la secundaria, cuando todavía pensaba en dedicarse a aquello de «hacer canciones») fue al bosque, escogió un pequeño rincón frente al río, armó un círculo de piedras y se sentó en él durante tres días, escuchando el agua, eso para escucharse ella misma o escuchar el eco del mundo en su propio silencio, ha actuado para Paul Thomas Anderson (en la magnífica «Puro vicio«), modelado para Armaní, y se ha casado con el cómico Andy Sandler.

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Y tiene un nuevo disco.

Divers -asi se titula el artefactosalió hace una semana y, vencido el desconcierto inicial, no hay un solo medio especializado que no halla cantado sus alabanzas con adjetivos de varias sílabas. Y eso que al principio desconcierta. Mucho mas convencional que cualquier otra cosa que halla grabado, tanto en las formas como en lo musical, Divers es una serie de variaciones en torno a un único tema: el hallazgo del amor y el efecto del tiempo en esa unión, ya sea conduzca a la muerte, la disolución o el puro hastío, narrado en canciones con estructuras muchísimo menos dispersas que las piezas alojadas en sus anteriores registros. Sin embargo, esto es sólo lo que parece. Una escucha más detenida revela la complejidad y densidad de las texturas que habitan el disco. «Habían demasiados elementos superpuestos, demasiados sonidos, demasiadas ideas, y no todas terminaron por resultar útiles…pero yo tenía la sensación de que el disco solo llegaría a ser lo que era en la mezcla». Y fue ella quién lo mezcló, culminando un proceso que tomó casi cuatro años, y contó con la participación de incontables músicos y  Steve Albini en la grabación. Y lo que uno escucha, una vez aprieta play, es la esplendida madurez de una compositora arriesgada e ilimitadamente talentosa, que sabe que los fantasmas no se pueden matar (porque ya están muertos) y es por eso que escribe acerca de como nos transformamos en veteranos de nuestras propias guerras íntimas y convivimos con el tiempo y sus armas. «El hombre no es un ser sencillo», escribió John Cheever, «la espectral compañía del amor siempre con nosotros». Y ese podría ser perfectamente el epígrafe de este disco lleno de fantasmas y saltos al vacío y tiempo recobrado.

video Joanna Newsom «Sapokanikan

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