El caso de esta mujer que decide desobedecer las leyes para proteger a sus hijos es un paradigma de la sociedad que estamos viviendo hoy. Me sorprende escuchar opiniones de amigos y hasta de tertulianos normalmente muy valientes y comprometidos en otros temas defender que, aunque Juana pudiera tener razón, lo que no puede hacer es incumplir la ley.

Su argumentación es muy clara: “Si desobedecemos las leyes estamos en la jungla”, “Nadie puede estar por encima de la ley”, “Si la ley está mal lo que hay que hacer es cambiarla”, “Lo que tiene que hacer es obedecer la ley, entregar a los niños y luego reclamarlos judicialmente”, “Puede que esta mujer tuviera razón, pero al saltarse la ley la ha perdido…” Todos estos argumentos se compaginan con otros también políticamente correctos que están en la línea de “No tengo elementos suficientes para poder opinar”, “Si escuchas la versión del marido no ves tan claro que ella tenga la razón”, “Si los jueces le dan la razón al marido por algo será”, “Nadie se puede meter en temas que solo conoce la pareja”, “No puedo opinar porque no tengo información suficiente”, “A nivel humano yo apoyaría a Juana, pero como no lo tengo claro…”. La sensación que tengo cuando escucho todas estas opiniones es que son opiniones que se quedan en la forma pero no van al fondo de la cuestión. Sirven, quizá, para tranquilizar momentáneamente las conciencias ciudadanas mientras llega cualquier otra información de cualquier otro tema que nos permita olvidarnos de Juana, de sus hijos y de su sufrimiento. Son argumentos adormidera, argumentos que nos adormecen y nos impiden reaccionar. Defender el cumplimiento de la ley es algo que no puede estar mal, así que me aferro a ello para no meterme en otros jardines, debe ser el pensamiento interno de quienes se contentan con este tipo de argumentaciones. Pero el problema no es ese. El problema es mucho mayor. El verdadero problema es que frente a un tema de derechos humanos, y el de Juana sin duda lo es, no podemos permanecer neutrales, y contentarnos con la forma sin entrar en el fondo de temas como éste es permanecer neutral. La razón de ser del individuo como ciudadano no es obedecer las leyes, sino aspirar a la justicia. Por eso las leyes no pueden estar por encima de los ciudadanos, sino sirviéndoles para que se pueda alcanzar ese ideal de justicia. Argumentarán aquí los defensores a ultranza de la ley y su cumplimiento que nadie puede tomarse la justicia por su mano y que temen a quienes se creen en posesión de la verdad o la justicia. A esas personas me gustaría proponerles una reflexión en profundidad del tema, que entremos a fondo en la cuestión y no nos quedemos en la forma. Y para ello, quizá estas ideas puedan ser un buen punto de partida:

Uno de los máximos defensores de la desobediencia civil, el Mahatma Gandhi, dijo: “Cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecer”, a lo que añadió: “Nadie está obligado a cooperar en su propia pérdida ni en su propia esclavitud. La desobediencia civil es un derecho imprescriptible de todo ciudadano”. Gandhi era abogado, conocía bien el mundo de la ley, y ejerció la abogacía para defender los derechos de los más débiles. Si se hubiera limitado a cumplir las leyes, la India todavía sería hoy colonia británica. Otro de los baluartes de la desobediencia civil, Martin Luther King, también dijo: “La desobediencia civil está justificada frente a una ley injusta y cada uno tiene la responsabilidad de desobedecer las leyes injustas…Nunca olvides que todo lo que hizo Hitler en Alemania fue legal”.

Este es el verdadero problema al que nos enfrentamos cuando vemos el caso de Juana Rivas. Juana es una mujer que ha intentado defender sus derechos y los de sus hijos a través de la ley. Es la ley la que le ha fallado, una ley que, amparándose en la forma, le exige entregar a sus hijos a una persona que, autoinculpándose o no, ha sido condenada por maltrato; una ley que le exige enviar a sus hijos a un país que le es ajeno, donde no conoce a nadie y donde se siente en situación de total desamparo; una ley que ha tardado más de un año en traducir un expediente al italiano a pesar de estar obligada a hacerlo de inmediato y cuyo retraso ha provocado la indefensión legal de Juana; una ley que desoye a los menores que se manifiestan a favor de estar con su madre… No soy jurista ni abogado, pero sí soy un ciudadano, y como tal tengo derecho a formarme mi propia opinión sobre el tema y el deber de defender lo que considero justo. Sin duda tomo partido por Juana, la apoyo en todo lo que ha hecho y en todo lo que hace. Si yo me encontrara en su caso obraría exactamente igual: haría todo lo que estuviera en mi mano para evitar poner a mis hijos en una situación que considero peligrosa para ellos, y lo haría dijese la ley lo que dijese y juzgasen los jueces lo que juzgasen. Soy tan taxativo en este punto porque me fijo en dos hechos fácilmente comprobables para cualquier persona versada o no en las leyes y sus puñetas: el primero es que públicamente Juana ha manifestado estar dispuesta a encontrar una solución dialogada, una mediación, y ha sido su marido quien ha cerrado esa puerta sabedor como es de que tiene más a ganar con jueces que con mediadores. Y el segundo es el vergonzoso, sí vergonzoso, papel que ha jugado nuestro Tribunal Constitucional, único que podía parar o retrasar la entrega de los niños en nuestro sistema judicial. Amparándose en la forma, de nuevo la puñetera forma, ha evitado entrar en el fondo y, como Pilatos, se ha lavado las manos. Su respuesta al primer recurso de Juana fue alegar que no había agotado toda la vía judicial, paso imprescindible antes de poder solicitar su amparo. Vamos, en lenguaje clarito y sencillo: No puedo atenderla porque a su solicitud le falta un sello que deben ponerle en la ventanilla de al lado. Y Juana fue a esa ventanilla de al lado, y cuando por fin consiguió el puñetero sello y volvió a llamar a la puerta del Constitucional, esta vez le contestaron que su recurso estaba fuera de plazo. En lenguaje clarito y sencillo: Ha llegado usted tarde. Hemos cerrado. Con el agravante de que, en este caso, ni siquiera cabía el “vuelva usted mañana”, porque la ley, nuestra ley, esa que con tanto ahínco algunos se empeñan en defender, no lo contempla. Lo único que puede hacer ahora Juana es apelar al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Y lo va a hacer, pero sin duda por rápido que sea ese recurso, necesita un tiempo que Juana no tiene. Ella, al negarse a entregar a sus hijos, al desobedecer la ley, está en una situación de total indefensión que puede obligarla a permanecer escondida sin poder salir de su escondite o a que sus hijos no puedan ir a ningún colegio mientras llega la resolución de Estrasburgo.

¿De qué le ha servido a Juana cumplir la ley y denunciar a su marido? ¿Cómo es posible que un sistema judicial que se permite incumplir su propia ley retrasando la traducción y envío de una documentación a Italia, que podía haber resuelto definitivamente la cuestión de Juana, no contemple ni un solo resquicio que la proteja? ¿Cómo pueden los magistrados del Tribunal Constitucional dormir tranquilos después de haber cerrado la última puerta a la esperanza que tenía esta mujer? ¿No pueden hacer nada el resto de instituciones (fiscalía, defensor del menor, defensor del pueblo, etc.) para evitar que Juana se encuentre ante el dilema de entregar a sus hijos o ser una prófuga de la justicia?

Nuestras leyes no son justas. Son muchas, demasiadas, las cuestiones que no contemplan porque le son totalmente nuevas y desconocidas. Habrá que cambiarlas, sin duda. Pero eso no resuelve el problema de Juana y de todas las Juanas que hay en este país, que son muchas. El patriarcado es quien ordena y manda en plaza, y jueces y juezas se rigen en la mayoría de los casos siguiendo sus designios. Por tanto, no solo estamos ante unas leyes que son injustas, sino antes unos jueces que, en muchos casos, no están capacitados para aplicarlas. Pero eso sí, la ley hay que cumplirla. Pase lo que pase, la ley hay que cumplirla. Pues no. La ley hay que desobedecerla cuando va en contra de la justicia. Clara Campoamor, en el ya lejano 1931 cuando reclamaba el derecho al voto de la mujer, dijo:“Tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el Derecho Natural, el Derecho fundamental que se basa en el respeto de todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como ese poder no podéis seguir detentándolo”.

Respeto, admiro y agradezco profundamente la valentía que está mostrando Juana Rivas. La respeto porque yo hubiera hecho lo mismo en su caso; la admiro, porque no sé si me hubiera atrevido a hacerlo, y se lo agradezco, porque con su caso ha puesto frente a nosotros un espejo, un espejo frente al que no podemos mirar a otro lado ni cerrar los ojos, porque ese espejo refleja nuestra conciencia. La desobediencia civil no es la antesala de la barbarie, como argumentan quienes defienden que hay que cumplir la ley por encima de todo, sino la antesala de una sociedad más justa e igualitaria. Erich Fromm lo definía muy bien: “El acto de desobediencia como acto de libertad es el comienzo de la razón” El historiador norteamericano Howard Zinn también fue muy claro al respecto: “Históricamente las cosas más terribles (guerra, genocidio, esclavitud) resultaron no de la desobediencia, sino de la obediencia”.

Estoy convencido de que solo la desobediencia civil podrá librarnos de un sistema que ampara y legaliza la injusticia, la guerra, la explotación, la desigualdad, la precariedad, la falta de libertad… por eso estoy con Juana, por eso soy Juana y todas las Juanas a las que este sistema judicial les niega justicia. Y son muchas, demasiadas. Una de ellas, Alicia, me contó su historia el otro día en una concentración en favor de Juana. Está separada de su pareja, tienen una hija de 8 años que le dijo que su padre estaba abusando sexualmente de ella. Alicia lo denunció. El juez consideró que no había pruebas suficientes y dictó su sentencia: hoy la niña pasa temporadas sola con su padre en un caserío perdido en medio del campo. Alicia ha presentado recurso. Se fallará dentro de varios meses. Mientras tanto, esa niña de ocho años sigue sola en un caserío con quien dice que abusa de ella. Es lo que ha dicho la ley, nuestra ley. En este país donde el machismo y la mala leche campan a sus anchas, los casos de maridos que pegan, matan y hasta llegan a quemar los huesos de sus hijos con tal de hacer daño a sus mujeres no son casos aislados. La ley, nuestra ley, ampara que la hija de Alicia, de solo ocho años, viva sola con quien la niña dice que abusa de ella; la ley, nuestra ley, amparó que José Bretón pudiera tener a sus hijos los fines de semana; Ruth Ortiz, su mujer le había pedido el divorcio; los niños solo tenían 2 y 6 años; su padre los mató y quemó sus restos para que no pudieran ser encontrados. ¿De qué les sirve a esos niños que, de acuerdo a la ley, nuestra ley, su padre cumpla hoy 25 años de prisión? ¿Va la ley, nuestra ley, a devolver esos niños a Ruth?

No, no creo que debamos cumplir ciegamente la ley en todo caso y por encima de todo. Debemos ser justos, y eso poco o nada tiene que ver con un sistema que no respeta la separación de poderes; en el que los magistrados hasta del más alto de sus tribunales, el Constitucional, son elegidos por los partidos políticos; en el que el gobierno cambia jueces en función de si van a ser favorables o no a sus intereses; en el que se eligen fiscales a la carta; en el que el gobierno, en lugar de hacer política y sentarse a dialogar y a negociar, usa la ley para defender sus intereses, convirtiendo esa misma ley en una prisión de los pueblos que conforman nuestro Estado; en el que los políticos defienden que por encima de todo y en todo caso hay que cumplir la ley cuando son ellos mismos quienes hacen la ley aún a sabiendas de que no es justa; en el que los políticos aprueban leyes que permiten que otras instituciones, como el propio Constitucional, les haga el trabajo sucio; un sistema judicial que permite que quien tiene dinero pague una fianza y salga a la calle mientras quien no lo tiene deba permanecer en prisión; un sistema judicial que permite que jueces envíen a la cárcel a simples titiriteros por ejercer su libertad de expresión y mantengan en la calle a políticos que han robado a espuertas; un sistema judicial que ha sido varias veces denunciado por organismos internacionales por no investigar las denuncias de torturas…

No, no creo que debamos cumplir obligatoriamente una ley que es injusta ni obedecer a tribunales que prevarican con total impunidad o que son injustos por total incompetencia. Eduardo Galeano ya nos advertía sobre esta situación que se nos viene encima: “Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común”. Por eso, por casos como el de Juana y los de todas las Juanas, defiendo la desobediencia civil, porque, como bien dice Vicenç Navarro,“Si no hubiera desobediencia civil, los negros se sentarían al final del autobús en los Estados Unidos”; porque tenía razón H.D. Thoreau cuando, hace ya más de 150 años, nos advertía de que: “La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos; y, en razón de su respeto a las leyes, incluso los mejor dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia”; porque me uno a lo que dijo el profesor y periodista mejicano Librado Rivera:“Los pueblos rebeldes caminan hacia su libertad; los pueblos sumisos hacia la esclavitud”; porque creo en lo que dijo Albert Camus: “Ellos mandan hoy, porque tú obedeces”; porque sé que Rosa Luxemburgo tenía razón cuando dijo: “Quien no se mueve no siente sus cadenas” y porque comparto plenamente la esperanza de las palabras de Teresa Forcades: “Los poderosos tendrán miedo cuando se enfrenten a la desobediencia civil organizada” y, sobre todo, porque creo firmemente en personas como Nelson Mandela cuando, con su vida, nos enseñaron que: “Todo parece imposible, hasta que se hace”.

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