En caso de fracasar advertía que viviría como personaje en los libros de Alfredo Bryce Echenique; su mejor amigo. Al ritmo de los boleros de Agustín Lara construía meticulosamente su literatura
En caso de fracasar advertía que viviría como personaje en los libros de Alfredo Bryce Echenique; su mejor amigo. Al ritmo de los boleros de Agustín Lara construía meticulosamente su literatura y, si se daba el caso, celebraba una frase memorable con la Traviatta de Verdi; dependía del soberbio grado adherido a su pulso o del desánimo que a veces atropella la voluntad.
Rodeado de libros maquinaba la próxima ejecución, dejándose la piel grabada en el cemento fresco de esas páginas concebidas con el sabor amargo de la nicotina. Si había que enjuagar el abecedario de su paladar descorchaba una botella de Burdeos. Resignado y sediento seguía el curso de su irreversible destino. Una temporada trabajó como recogedor de periódicos, conserje de hotel, cargador de bultos en una estación de tren, pero firme en su propósito. En Amberes le sobrevinieron decepciones amorosas; en Múnich la dureza de un frío insoportable lo enclaustró. Mataba el tiempo con el olfato de quien se vale para ver el ángulo de esa clase media dejada atrás. En tres meses se lo jugó todo y escribió Crónica de San Gabriel, novela con la que ganaría el premio nacional en Lima. Rodeado de papeles y tentado al fracaso, ascendía flagelándose por los peldaños de aquel diario íntimo iniciado años atrás y que llevaba consigo; junto con la música y los libros como el espejo vivo de su testimonio. Después de siete años retorna al Perú. Adaptarse al ambiente le fue difícil y no consiguió trabajar como profesor universitario. Apoyado por una beca viaja nuevamente a París. Dejados de lado los trabajos manuales redacta y traduce para la agencia France-Presse: trabajo agotador del que tenía que sacar fuerzas para encausar su proyecto literario; entonces la escritura latinoamericana explotaba como un boom con su laboratorio en París.
Julio Ramón Ribeyro sin embargo, le apostaba al cuento. A Los gallinazos sin plumas (1955), que había sido recibido con asombro por la crítica, se sumó la publicación de otra serie de cuentos titulados Las botellas y los hombres y el conjunto de relatos Tres historias sublevantes. (1964) Retrataba con facilidad a personajes marginales, perdedores de barrio, o de algún pueblo andino, bautizándolos con la limitación de quien decae en su propia miseria. En sus obras se registran las marcas territoriales de la desdicha, de lo que se estuvo a punto de alcanzar o de lo alcanzable apenas pero a destiempo, pues él escribía con la certeza de que todas las palabras al final de cuentas se derraman juntas en el vacío de una catarata impostergable. Gran anfitrión para los amigos cercanos y también para quienes interesados por él llamaban a su puerta de la Place Falguiere, en París. Si buscaba la soledad bastaba una terraza callejera. Miraba atento el paso de las multitudes, aferrándose al detalle de lo visto sorbía lentamente el vino como cuando se abandonaba al placer de la lectura de Chéjov o Maupassant. A mediados de los sesenta se publicó su segunda novela, Los geniecillos dominicales, donde narra la vida de un grupo de jóvenes de la burguesía limeña. No obstante, sabía que lo suyo era el cuento. Consciente de sus limitaciones aseguraba que su estilo literario “era apto para lo minúsculo pero inútil para lo grandioso”. Se casó en 1966 con la peruana Alida Cordero. Ella le daría su único hijo. Viéndolo crecer, corretear y jugar, Ribeyro a menudo se preguntaba si no es la escritura acaso la prolongación de los juegos de infancia. Fueron años muy productivos, aunque en un arranque de ironía aseguraba jugar en tercera división pues había metido sus mejores goles “en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada”. Esos hinchas aún lo leen en estadios semivacíos como quien se deleita con los goles del mundial. De testimonios similares está hecho su diario. Un lado visceral e irónico y otro noble y perturbador donde más que solicitar rescate a través del argumento, aseguraba también llegar hasta las últimas consecuencias. Fue en el año 1972 cuando lo eligen consejero de la delegación peruana ante la UNESCO; en ese mismo año dos súbitas operaciones pusieron en riesgo su vida. Ribeyro se deterioraba justo cuando la imposible voz paradójicamente empezaba a escucharse.
Las reflexiones en su diario en torno a la vida, el destino y el interés por las cosas, por los halagos innecesarios y por la importancia que se le otorga a sucesos intrascendentes, se reflejan en cada página como una confesión honesta. Recuperado pero consciente de que con la salud no se juega, nostálgico regresó al Perú para celebrar la Navidad en familia. Por entonces su nombre volvía a escucharse con la reedición de sus cuentos bajo el título de La palabra del mudo; tradujeron sus obras y le publicaron también en España, en Lima se reeditaron sus dos anteriores novelas y Cambio de guardia, tercera y última novela escrita a mediados de los sesenta y que es un fiel reflejo de la dictadura militar y la corrupción política pero que en ese entonces la coyuntura local no permitió sacar a la luz. Prosas apátridas, de 1975, alterna a su diario, conforma una travesía entre el ensayo y la confesión; profundiza como filósofo en quehaceres diarios, bajo la lupa del elegante ejercicio de la palabra con sarcástico placer. “Si alguna certeza adquirí, fue que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo”, remata. A su definitivo retorno al Perú encontró la tranquilidad en esa casita frente al malecón de Miraflores. Desde su ventana atisbaba la grisura del cielo y las aguas melancólicas de la Costa Verde. No le incordiaba estrechar la mano a los ajenos que se acercaban a saludarlo en la calle y aunque ya no daba entrevistas, pues lo había dicho todo, fue corta la entrega a la felicidad merecida. Se fue a los 65 años en 1994, como una historia que se corta de cuajo al cerrar un libro o al terminar de escribir un breve texto. Y es cierto que habita en las páginas de su gran amigo Alfredo Bryce, en el recuerdo fotografiado de quienes estuvieron a su lado y en cada principio o arrollador final de sus cuentos. Lástima que no haya podido asistir a la entrega del premio Juan Rulfo, lo habríamos visto pacato e inofensivo, seguramente sonriendo. No obstante, logró ver en vida el último tomo de La palabra del mudo, la edición de La tentación del fracaso, donde resalta la fidelidad a una idea con la que fue capaz de remecer palabras como si fueran montañas, las mismas que lo impulsaron a abrirse paso y que por más impregnado de dudas que estuvo, es evidente que en algunos párrafos magistrales resulta notable el alma inmoladora de su obra; las escrituras que cualquier Dios desearía para un mundo incomprensible.