Si hay algo que ha definido la relación entre Cataluña y España en los últimos años es la sensación de vivir en una balanza constante de ruido mediático y político. Durante los años más intensos del proceso independentista, todos los focos parecían estar en Cataluña: debates parlamentarios interminables, tribunales ocupados juzgando a líderes independentistas, medios nacionales y extranjeros atentos al minuto a minuto. La balanza se inclinaba fuertemente hacia un lado, mientras que en Madrid se vivía una relativa calma política, al menos en comparación con la tormenta catalana. Aquella época dorada para los titulares ha cambiado, y parece que la balanza ha oscilado en dirección contraria.

Con la llegada del socialista Salvador Illa al Govern de la Generalitat, el tono del debate independentista ha pasado de un grito estridente a un susurro. Se han enfriado las grandes manifestaciones multitudinarias, y aunque el deseo de independencia continúa latente en buena parte de la sociedad catalana, ya no es el tema dominante en las conversaciones cotidianas ni en las páginas de los diarios. En su lugar, la política catalana se ha instalado en una cierta normalización que parecía impensable hace unos años. Illa, con su perfil de gestor sobrio, ha conseguido lo que a muchos les parecía imposible: desactivar, al menos temporalmente, la dinámica de confrontación total entre el gobierno central y el autonómico. Aunque teniendo en cuenta que el Partido Socialista domina tanto el Ayuntamiento de Barcelona como la Generalitat y el gobierno de España, lo que sería extraño es que no fuera así.

Sin embargo, el ruido no ha desaparecido, solo ha cambiado de escenario. Ahora, el epicentro del conflicto se encuentra en Madrid, donde la política nacional parece haber entrado en una espiral de enfrentamientos constantes. Pedro Sánchez, con su gobierno en minoría y la necesidad de mantener una coalición diversa y a veces frágil, se enfrenta a una guerra política y judicial que recuerda, en muchos sentidos, a la que el catalanismo independentista sufrió durante sus momentos más álgidos. El Tribunal Supremo, ha asumido, una vez más, el papel protagonista. Aunque esta vez una vez z no es por Cataluña, sino por los movimientos estratégicos del propio Sánchez: desde la polémica sobre los indultos a los líderes independentistas hasta las leyes sociales progresistas que muchos sectores conservadores perciben como una amenaza.

La Sala Penal del Tribunal Supremo también ha puesto su lupa sobre el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, quien está siendo investigado por una presunta revelación de secretos. Este escándalo surge tras la difusión de un comunicado de la Fiscalía para desmentir un rumor falso originado en el entorno de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso. La judicialización de la política en Madrid ha alcanzado niveles que antes parecían exclusivos de la cuestión catalana, y el protagonismo de figuras clave del sistema judicial es cada vez más evidente. Entre los actores principales que encarnan este cambio está el juez Manuel Marchena, quien juega un papel determinante en este nuevo capítulo de la misma manera que lo hizo en el capítulo anterior. Marchena, recordado por haber presidido el juicio contra los líderes del proceso independentista, es ahora la pieza central en la investigación contra el fiscal general.

Su figura, que en su momento representaba para muchos la mano dura del Estado frente al desafío secesionista, se ha convertido ahora en una piedra angular en el enfrentamiento institucional que sacude Madrid. De alguna manera, Marchena ha pasado de ser un símbolo del combate judicial contra el independentismo a convertirse en el núcleo de la balanza que (des)equilibra el nuevo escenario de tensión entre la judicatura y el ejecutivo de Pedro Sánchez. El poder judicial —y si se quiere todo el aparato político-monárquico-militar que lo respalda— es la verdadera centrifugadora de la estabilidad en España.

Algunos podrían pensar que este cambio de escenario es, en cierto sentido, inevitable. Cataluña ya no podía sostener eternamente la narrativa de la confrontación sin que hubiera algún tipo de desenlace, y parece que el momento de esa gran conclusión aún no ha llegado. El independentismo continúa existiendo, pero ha perdido parte de su capacidad para marcar la agenda política a corto plazo. Por el contrario, en España, la polarización ha tomado su lugar, con los partidos nacionales librando batallas cada vez más encarnizadas en un contexto político donde el centro parece haber desaparecido. Este cambio en la dinámica política también revela algo más profundo: la capacidad de la política española para oscilar entre crisis, desplazando el foco de atención entre territorios y temas, pero manteniendo siempre un cierto nivel de tensión.

La estabilidad parece un objetivo cada vez más lejano, como si la política española estuviera destinada a vivir en una constante alternancia entre momentos de relativa calma y períodos de enfrentamiento agudo. Y cuando el ruido baja en un lugar, inevitablemente sube en otro. En definitiva, la relación entre Cataluña y España, más allá de sus cuestiones territoriales, parece haberse convertido en una cuestión de gestión del ruido político. Mientras unos callan, otros gritan más fuerte. Y en este momento, es Madrid quien está bajo el reflector, mientras que Cataluña observa, al menos por ahora, desde una posición más tranquila, quizás incluso anestesiada. La pregunta es: ¿cuánto durará esta tregua? ¿Y cuánto tardará en volver a inclinarse la balanza?

La historia reciente sugiere que no será por mucho tiempo.


*Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/la-balanza-del-ruido-cataluna-y-espana-en-un-ciclo-interminable/

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