I
Las elecciones municipales son la primera batalla del nuevo ciclo electoral. En 2015 significaron un gran avance de la izquierda, al calor de los movimientos sociales alimentados tras el 15-M. Pero en 2019 gran parte de esta fuerza se desvaneció —más por errores propios que ajenos— y sólo persistieron algunas ciudades. Barcelona, donde Ada Colau consiguió mantener la alcaldía gracias a una compleja alianza anti-independentista, constituye sin duda el caso más sonado. Que una ciudad de sus características esté regida por una fuerza de izquierda alternativa (con todos los matices que se puedan introducir) es un hecho de por sí novedoso. Y, francamente, un golpe para las fuerzas políticas tradicionales, que lo viven como una afrenta insoportable.
Detentar el poder durante un tiempo largo acaba generando un sentido de propiedad del que nadie está exento. Es patente en el caso de la derecha española a escala estatal, lo ha sido para el nacionalismo de derechas en Catalunya y también para el PSC-PSOE en Barcelona (por más que su propia decadencia les había llevado a perder la alcaldía en 2011). Y los Comuns no dejan de ser alguien poco fiable para todos los que se consideran a sí mismos detentadores naturales del poder (no sólo las fuerzas políticas, también la “sociedad civil burguesa” que controla muchos de los mecanismos clave del poder real). Ni son catalanistas convencidos, ni defensores acérrimos de la unidad indivisible del país. Y por eso, el primer objetivo de casi todas las fuerzas políticas pasa por desbancar a la actual alcaldía e imponer un consistorio que vuelva las aguas a la normalidad.
Lo que ocurra en Barcelona puede tener incidencia en el proyecto de Sumar (y viceversa). Y, en todo caso, la experiencia social y política de Barcelona tiene interés en sí misma, como laboratorio de los problemas que enfrenta la izquierda alternativa en muchos territorios.
II
El ascenso electoral de 2015 estuvo aupado por las movilizaciones sociales generadas por la crisis y las radicales políticas neoliberales adoptadas en el momento. Sin duda, los movimientos contra los desahucios jugaron un papel simbólico que llegó a mucha gente. En Barcelona, además, se produjeron numerosas acciones en los barrios golpeados por las radicales políticas neoliberales adoptadas por el Ayuntamiento Trías. Sus partidarios siguen convencidos que se trató de una confabulación tejida por organizaciones sociales próximas al grupo de Colau para provocar un cambio. Quienes hemos participado en alguno de estos procesos sabemos que no fue así, que muchos de los movimientos vecinales se dieron de forma descentralizada, sin una coordinación general (aunque sí sustentados por viejos y nuevos activistas vecinales presentes en muchos barrios de la ciudad); respuestas al cabreo profundo que generaban los recortes, la dejadez y las políticas privatizadoras que trataba de imponer la alcaldía conservadora.
La propuesta política central de la izquierda del 2015 se sustentó, básicamente, en un proyecto voluntarista. En el “si queremos, podemos”. En la promesa que una nueva generación política, salida de una experiencia activista (por más que en muchos casos desarrollada en circuito cerrado, ajena al trabajo con amplias capas de población), con una cierta preparación técnica (todos los nuevos cuadros han pasado por la universidad) y mucho arrojo, podrían invertir la situación con suma facilidad. La experiencia posterior ha desmentido esta hipótesis de trabajo. La realidad se ha mostrado mucho más dura de cambiar.
La experiencia de estos ocho años de Gobierno de los Comunes permite delinear un cuadro bastante completo de las resistencias a las que se enfrenta cualquier fuerza política que pretenda generar cambios sociales profundos. En primer lugar, está la enorme densidad del poder establecido con sus ramificaciones en los partidos, en instituciones sociales, en los medios de comunicación, en la judicatura. Y que cuentan con un populoso ejército de técnicos, propagandistas y empleados que trabajan a su servicio. En segundo lugar, las propias limitaciones de la Administración local, no sólo en recursos económicos (por más poderoso que sea el Ayuntamiento de Barcelona) sino especialmente en recursos humanos. Tanto en cantidad como en comportamiento. Los funcionarios y trabajadores municipales no son activistas al servicio del poder, son personas con sus hábitos, sus rutinas adquiridas en años de desempeño, con sus condiciones laborales. Una máquina difícil de mover. Y, a pesar de que una parte del personal ha participado con bastante buena voluntad en la “nueva política”, hay muchas zonas de sombra y áreas donde el cambio, por moderado que sea, está lejos. En tercer lugar, está la propia complejidad de muchas de las cuestiones abordar. No sólo de tipo técnico y jurídico, también de la propia diversidad de sensibilidades sociales que coexisten en la ciudad, de tradiciones y prácticas que tienen un historial y se manifiestan en forma de rechazo ante los cambios.
Y en último, pero no menos importante, las debilidades y errores propios. Quizás el más importante es la ausencia de un proyecto organizativo sólido. Los Comuns se configuró como una confluencia de la “vieja izquierda” (Iniciativa, Esquerra Unida i Alternativa) y la “nueva izquierda” (aglutinada en torno a la figura de Ada Colau), en la que esta última tuvo una posición clara de liderazgo. Podemos ha jugado un papel secundario. En Catalunya se constituyó por adición de espacios muy diversos y con un claro predominio de personas rebotadas de mil proyectos, aunque también otras sin una experiencia militante anterior, ilusionadas por el efecto Pablo Iglesias. Gran parte de la gente que llegó a aglutinar fue desapareciendo a medida que la tormenta generada por el procés afectó al propio debate interno. Lo que queda de este proceso está en parte integrado en Comuns. El resultante de todos estos procesos es una organización con un predominio de personas con educación superior (aunque muchas de ellas no consolidadas profesionalmente) y una muy baja implantación en los barrios de clase obrera. Y pocas, y a menudo recelosas, conexiones con las organizaciones sociales tradicionales (sindicatos, asociaciones de vecinos). Esta débil inserción social lastra la capacidad de influencia y, a menudo, genera una desconexión entre las políticas que se llevan a cabo y su impacto social. La ausencia de una organización sólida tiene además otra derivada preocupante: la excesiva dependencia de la figura de la alcaldesa y una ausencia de proyecto claro si se plantea una situación diferente a la actual.
III
Analizando la acción de Gobierno de Comuns el balance es más positivo de lo que aparece en muchos debates. Lo que ocurre es que lo mejor es, a menudo, lo que menos luce. Los presupuestos son un indicativo cuantitativo del trabajo y en este capítulo destacan dos hechos incontrovertibles: el aumento del gasto social y el dedicado al transporte público. El primero permite paliar muchas situaciones dramáticas, provocadas por el modelo neoliberal imperante en las políticas laborales y de vivienda (y agravado por las políticas de extranjería) y con la debilidad de no estar acompañados por buenas políticas por parte de la Generalitat (Catalunya, con Madrid, está a la cola en gasto social). También se han adoptado políticas más activas en vivienda, en participación, en la regulación del turismo y en iniciar un giro ecológico en las políticas urbanísticas. En conjunto, se ha tratado de avanzar en el programa propuesto contando con las limitaciones presupuestarias, legales, y de equilibrios políticos a los que ha tenido que adaptarse el planteamiento inicial. Quizás en ello está su fallo principal: un proceso que se inició con unas expectativas muy elevadas, imposibles de alcanzar en sus propios términos, y cuya acomodación genera desencanto en muchos sectores. Pero, visto desde una perspectiva menos radical, las políticas desarrolladas han significado un giro social y ecológico limitado, pero no intrascendente. De hecho, contrastan las críticas constantes que ha recibido el Ayuntamiento en el plano local con los reconocimientos internacionales obtenidos. Aunque siempre hay que pensar que en premios y rankings hay poca seriedad, y no se puede basar en ello ningún planteamiento político real, es cierto que visto en perspectiva hay un intento moderado de cambiar cosas básicas.
La prueba de que estas políticas algo cambian es el inclemente ataque que se ha ido desarrollando a lo largo de estos años por parte de las fuerzas vivas, de los “amos” de la ciudad. Desde la creación de prensa local dedicada a cuestionar sistemáticamente la acción municipal, hasta los intentos —infructuosos— de creación de movimientos sociales alternativos (básicamente en torno a cuestiones de seguridad). Donde la ofensiva ha sido más dura ha sido en el frente judicial, con la presentación persistente de querellas judiciales contra todos los proyectos. Y, especialmente, con una batería de denuncias contra dos aspectos importante de la política municipal: los reglamentos de participación y los convenios y ayudas a entidades sociales. O sea, fundamentalmente orientados por la vieja estrategia de segar la base social. Se trata en muchos casos de querellas infundadas, pero que son ampliamente publicitadas. Y, dado el conservadurismo de muchos jueces y su creatividad a la hora de legitimar políticas reaccionarias, no es desdeñable que consigan alcanzar el objetivo de sacar a los Comuns de la esfera institucional (ejemplos recientes ya los conocemos). De momento, estas querellas ya han conseguido paralizar procesos (como la suspensión del reglamento de participación que incluía la posibilidad de celebrar consultas sobre temas municipales), amedrentar a muchos funcionarios y dificultar la acción de las entidades sociales.
Muchos de estos procesos se presentan bajo el paraguas de extrañas entidades o particulares. Pero la labor de búsqueda de algunos buenos periodistas (en especial la revista Crític) ha permitido desvelar que detrás se esconden grupos poderosos, como Aguas de Barcelona, el Gremio de Restauración, o los grandes tenedores de viviendas. E, incluso, se ha detectado la presencia de militantes socialistas, posiblemente conectados con alguno de estos grupos económicos. No puede pasarse por alto que Joan Clos, exalcalde socialista, preside actualmente el lobby de los tenedores de vivienda de alquiler, y que el presidente del grupo Agbar fue una persona promocionada por el PSC. Grupos cuyo negocio exige mantener el viejo modelo.
IV
En las próximas elecciones las fuerzas vivas quieren recuperar “su” ciudad. Para volver a hacer las políticas de siempre. La continuidad del modelo especulativo rentista ligado al turismo. El de la hegemonía del coche por encima de la vida social. Es significativo que en las últimas semanas el PSC se haya desmarcado de su socio de Gobierno para presentar un frente común con Junts per Catalunya y una ERC dubitativa en contra del urbanismo “verde”. El mismo PSC que pone como condición para pactar los presupuestos de la Generalitat que se incluya la inaceptable ampliación del aeropuerto y el proyecto de mega casino en Salou. Por moderadas que hayan sido las reformas comuneras, es más de lo que el establishment barcelonés está dispuesto a aceptar.
El resultado electoral es incierto, debido a la fragmentación de voto entre distintas fuerzas política. Los dos grandes rivales de Ada Colau, ERC y PSC, tienen un escenario diferente del de hace cuatro años. ERC consiguió en aquel momento aglutinar gran parte del voto independentista, cosa que ahora parece más problemática. El PSC ha estado en el Gobierno de la ciudad, controlando buena parte de los distritos obreros. Y aunque su gestión ha sido francamente penosa, cuenta con buenas redes clientelares, y con el aval del Gobierno central. Ha basado su estrategia en tratar de representar los intereses de la burguesía local, dando por descontada la fidelidad del voto obrero. Pero el anuncio de la candidatura de Trias puede complicarle su estrategia. Por eso, en el plano electoral las cosas siguen abiertas. Pero, aunque aún es posible una victoria electoral de los Comuns, el frente opositor tiene otras opciones, tanto políticas —la formación de un Ayuntamiento de “salvación”— como judiciales. De lo primero quizás estemos a salvo porque la cuestión nacional sigue siendo una barrera que impide determinados acuerdos (aunque bueno es recordar que Junts per Catalunya y PSC se reparten la Diputación de Barcelona). Lo segundo supone profundizar en el barrizal en el que la derecha ha enfangado la política del país.
El problema no es que los Comuns dejen de mandar en la ciudad. Lo preocupante es lo que defienden sus opositores. La continuidad de un viejo modelo de especulación, turismo masivo, desprecio ecológico, etc., que ha hecho a la ciudad muy vulnerable en todos los aspectos. Y que en lugar de salir reforzada la senda de rectificación que se ha intentado, ésta va a quedar sepultada por mucho tiempo. Todo ello en un momento en el que los movimientos sociales locales muestran signos de debilidad, por razones diversas, y no están en condiciones de plantear las batallas de otros tiempos.
Por eso, más allá de la batalla electoral, y de mejorar los contenidos de las propuestas políticas, la tarea fundamental de la izquierda alternativa debe ser la de fortalecer un tejido social, especialmente en las zonas más desfavorecidas de la ciudad, capaz de luchar y dar fuerza social a las demandas de políticas igualitarias y ecológicas que hasta ahora son más la expresión de un deseo que una propuesta sólida.
*Publicado originalmente en mientrastanto.org
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.