Manuel Vázquez Montalbán destacaba que el gran elemento que hermana a todas las culturas bañadas por el Mediterráneo es el uso gastronómico de la berenjena. Su afirmación pone de manifiesto que el maestro era un antisistema, un rojo bon vivant con vocación melancólica a la esperanza, empeñado en destacar el único lazo que podría conseguir que, como señalaba el viejo himno, el género humano fuera la Internacional: el poder irresistible del goce, en este caso del paladar, aunque sin duda extensible al resto de nuestra epidermis y sentidos.
Conscientes del peligro, los vigilantes del orden establecido, ataviados con los hábitos religiosos de turno, se apresuraron a convertir en paradigma de virtud justo a su contrario, la abstinencia, la mortificación. Fue así como, con la excepción de los inevitables disidentes, oportunamente perseguidos por ello, la ortodoxia cristiana, judía y mahometana fue tejiendo un discurso por el cual la felicidad de nuestra monoteísta divinidad dependía de nuestra renuncia al placer. Por ello se nos ordenó no desear a la mujer del prójimo (introdúzcanse, claro, todas las actualizaciones de género que sean precisas), como si la mujer solo fuera una herramienta reproductora de la especie propiedad de ese “prójimo” y no una prójima con derecho y deseo propio sobre su cuerpo y capacidad para gozarlo libremente con el prójimo, la prójima, su mano o el juguete erótico que le dé su real gana. En suma, nos advierten que el orden del universo divino depende de que crezcamos y nos reproduzcamos obedientemente, con moderación y recato, pero siempre sin caer en la tentación del deseo y los placeres, en definitiva, sin follar.
Admito que tales preceptos me empujaron muy temprano a una crisis de religiosidad. Me resultaba imposible de comprender la iracunda reacción de Yahvé haciendo llover azufre y fuego contra los pobres vecinos de Sodoma y Gomorra por sus inclinaciones al cachondeo carnal. O era incapaz de entender esa histórica obsesión por plantar la cruz evangelizadora en la entrepierna de aquellos paganos que estaban tan a gusto dejados de la mano de dios. Por el contrario, me resultaba mucho más placentero el animismo desinhibido de los considerados pueblos primitivos o ese agnosticismo corporal de los nórdicos hijos de Odín que se lo pasaban tan ricamente practicando el nudismo, el amor libre y la gimnasia sueca.
El desenlace era inevitable y pronto mi ya de por sí débil interés por la comunión de las almas se vio desplazado por mi fuerte curiosidad por la comunión de las nalgas, los senos y los cosenos, un goce de la vida que, junto a la berenjena de Montalbán, estaba convencido de que permitía unas bases mucho más firmes y divertidas para habitar un poco mejor en este mundo, que esa abstinencia mortificante que supuestamente iba a asegurarnos la placidez eterna en el otro.
Un goce de la vida cuyo potencial liberador solo puede darse cuando es libremente compartido. Por eso, mis dudas teológicas lejos de apaciguarse se vieron acrecentadas por la pasividad demostrada por las legiones de ángeles de espadas flamígeras frente a la cascada de casos de pederastia protagonizados por miles de castos curas, actitud de condescendencia que demostraría que, si se confirma su existencia, el Divino Hacedor está más preocupado por la continuidad de las estructuras de poder que en la rectitud moral de los pastores de su rebaño de almas. No sorprende por ello que durante décadas la jerarquía católica haya ocultado miles de casos de abusos a menores, al tiempo que paradójicamente expulsaba sin piedad de su seno a aquellos sacerdotes que reclamaban algo tan poco lujurioso como su derecho a construir una familia cristiana como Dios manda, aunque incluya una normalizada habitación de matrimonio.
Claro que al igual que las leyes mundanas, las leyes divinas también traen consigo esa inevitable trampa que nos recuerda el refranero. Trampa que en estos casos es lo que suele denominarse doble moral. Estos días hemos tenido varios ejemplos de ello en ambas orillas del Mediterráneo. Hace unas semanas, en una solitaria playa cerca de Casablanca, fueron sorprendidos in fraganti retozando en un coche como apasionados amantes, Mulai Omar Benhamad y Fátima Nejjar, dos destacados referentes morales del islamismo ortodoxo del Partido Justicia y Desarrollo que gobierna Marruecos. Más cerca de nosotros, el Vaticano fulminaba en Mallorca al obispo Javier Salinas por mantener relaciones con su secretaria casada y lo enviaba a Valencia bajo la tutela del integrista cardenal Cañizares, un religioso que no se caracteriza precisamente por citar al Arcipreste de Hita en sus virulentas homilías contra las feministas y la comunidad gay o en sus plegarias por la unidad de España o sus misas a Franco.
Al parecer, en sus consejos morales a los jóvenes musulmanes, Fátima Nejjar llegaba a equiparar la risa con la fornicación. Así que no estaría de más tener en cuenta sus planteamientos y reírnos, reírnos mucho, a carcajada abierta. Los tiempos ya vienen bastante duros y esa risa irreverente, libertina y libertaria es lo poco que nos queda. La risa, claro, y la berenjena.
Periodista cultural y columnista.