Hace más de treinta años lo profetizó Fernando Arrabal: el milenarismo va a llegar. Su profecía es hoy una realidad mucho más palpable y viscosa que en aquel ya remoto 2000, cuando el cambio de dígitos de los relojes auguraba la parálisis final. La simbiosis del neoliberalismo y las nuevas tecnologías ha permitido por fin contextualizar el apocalipsis en este neofeudalismo que evoluciona vertiginosa e indefinidamente de una fase punto cero a la siguiente, con más fuerza emocional que el cambio climático. Porque si la uberización nos trajo un capitalismo con renovadas relaciones de vasallaje, ahora el coronavirus nos devuelve a la angustia de la Peste Negra. En realidad el fenómeno no es nuevo y ha convivido con el neoliberalismo desde sus orígenes. La (contra) revolución de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en los años 80 del siglo pasado llegó acompañada por la Peste Negra del Sida; el estallido de la burbuja puntocom del cambio de milenio compaginó nuestras angustias económicas con el virus de la gripe aviar; la última gran depresión tuvo su contrapunto epidémico con el ébola.
Que nadie busque, sin embargo, explicaciones conspiranóicas para este fenómeno. No son necesarias. Desde la antigua Grecia, y posiblemente desde mucho antes, lo que más aterroriza al ser humano es el caos, esa stasi destructora que altera de forma irremediable el frágil orden de la polis. Por eso frente a las perturbadoras fuerzas que nos sumen en una anarquía asfixiante, como ante los inescrutables designios de los consejos de administración de las grandes corporaciones, los ciudadanos necesitamos clavos ardiendo donde agarrarnos para ver recuperado un orden -aunque sea en negativo- que nos permita comprender lo que nos envuelve: la cólera de los dioses o el implacable avance de la plaga.
La incógnita ahora está en saber si frente a este imaginario apocalíptico es posible articular otro alternativo, emancipador. No es nada fácil desde que La Internacional enmudeció bajo los cascotes del muro de Berlín y la audiencia está convencida de que el Bella Ciao no es más que la banda sonora de una popular serie en streaming. Tal vez, solo tal vez, la única esperanza acorde con la lógica de estos tiempos neomedievales sea el resurgir de la Danza de la Muerte. En la lejana crisis del feudalismo del siglo XV, aquella danza encarnó unos anhelos igualitarios que podían verse cumplidos por esa esquelética figura que no dudaba en aplicar sin distinción el filo de su guadaña contra unos reyes, señores y obispos de los que, además, se nos recordaban sus miserables y corruptas vidas terrenales. En aquellos tiempos teocráticos, el pueblo dejaba patente su desconfianza hacia la justicia divina y, subvirtiendo el orden establecido, incluso apartaba a Dios de la danza para darle en ella todo el protagonismo a la Muerte.
En cierto modo, algo de este igualitarismo fatal estamos viviendo también estos días. Porque frente a la amenaza del coronavirus nadie está a salvo. Ni los gobernantes. Millones de iraníes lo pudieron comprobar en directo cuando vieron a Iraj Harirchi, su viceministro de Salud, aparecer tosiendo y sudoroso en las pantallas de sus televisores poco antes de que se le diagnosticara el virus. Ni los representantes públicos, con un virus ultraderechista retroalimentado por el contagio de Ortega Smith que hace efectivo sin necesidad de camisas negras el viejo objetivo fascista: cerrar el parlamento. Ni siquiera los reyes se libran: estos días la Casa Real confirmaba que un compañero de colegio de la Princesa Leonor y la Infanta Sofía está infectado por el Covid-19. Más aún, desde Zarzuela anunciaban que ambas regias niñas continuarían asistiendo con normalidad a las clases, asumiendo así esa igualdad que nos impone a todos la fatalidad.
Para muchos el gesto real es sin duda una muestra de responsabilidad por parte de una monarquía capaz de aceptar resignada la misma suerte que unos ciudadanos cada vez más neosúbditos de las modernas democracias agonizantes. Pero el mensaje no deja de tener una carga de ambigüedad que ya estaba presente en las Danzas de la Muerte tardomedievales. No en vano, el estamento eclesiástico ya evidenció entonces su capacidad para asumir el fenómeno incorporando sus manifestaciones literarias a sus bibliotecas, como la copia de la Dança general de la Muerte que se guarda en el monasterio del Escorial. O decorando sus templos con su representación, como los frescos que todavía se conservan en el convento de San Francisco, en Morella. Al hacerlo, el clero asumía como comprensible y justo aquel anhelo de igualdad; siempre y cuando, claro, no se aspirase a verlo cumplido en la vida sino que se aplazase su realización a la muerte. El capitalismo que se consolidaría durante la Edad Moderna se encargó de dejar muy pronto poco margen de duda al respecto.
Algo de eso constatamos también en nuestras modernas sociedades, cada vez más marcadas por la desigualdad y su fragilidad ante las plagas. Como en los antiguos manuscritos medievales, hoy hasta los fríos informes del Fondo Monetario Internacional coinciden en destacar la necesidad de alcanzar un mayor igualitarismo, aunque para concretarlo insistan en las mismas propuestas que no han dejado de acentuar las brechas sociales en las últimas décadas. La igualdad, en definitiva, no es cosa de este mundo, nos vienen a recordar. Por eso, no sorprende que Felipe VI sea capaz de asumir el igualitarismo frente a la nueva Peste Negra, pero se resista a admitir la igualdad ante la ley y rechace ser el primer interesado en esclarecer el origen de la turbia fortuna que su padre, el ex Juan Carlos I, acumula en bancos Suizos y paraísos fiscales. Una fortuna que, por cierto, tarde o temprano, acabará heredando cuando la Muerte llame a su campechano progenitor a sumarse al baile.
Mientras tanto, la amenaza invisible continúa avanzando. Ni las Fallas se le resisten: San José, el padre putativo, pero también el patrón de los enfermos y moribundos. Y si no logramos atinar con una nueva letra que logre actualizar la antigua Danza de la Muerte, tal vez estemos abocados al baile histérico y macabro, como aquel que allá por el año Mil se apoderó de un grupo de jóvenes en la alemana localidad de Kölbigk, cuando una extraña fuerza se apoderó de sus miembros y no pudieron dejar de danzar durante todo un año. O quizás alguien decida que ha llegado el momento de sacrificar a una joven doncella o a un inocente efebo para aplacar así la voracidad insaciable de este King Kong invisible.
*Ilustra el artículo María Eugenia Piacentini, puedes seguirla en Instagram (@pomeladrop) o ver aquí su portfolio. Contacto: eu.piacentini@telefonica.net
Periodista cultural y columnista.