Paisajes que duermen una eternidad, conservados intactos por el sueño, encantados, estáticos, idílicos, sin que suceda en ellos apenas nada más que lo que ya forma parte indisociable de su eterna anatomía: el ascenso de las cabras por las empinadas laderas, la calma del agua en la ensenada, el verde frondoso del bosque, una columna de humo gris que asciende más allá de las copas de los árboles, en medio de la isla, perpetua señal de la presencia de algo o de alguien, o la higuera que crece solitaria sobre las rocas de un angosto paso en el mar. Estos paisajes parecen esperar como dormidos la llegada, anunciada, sin embargo, desde siempre, del extraño visitante que ponga fin a su sueño.
Ahí está, en las proximidades de la aurora, la isla boscosa de Circe; allí, cubierta de un manto lanoso, la cueva del Cíclope, con el continuo paseo del insólito pastor, el repetido regreso en la tarde, el queso y la leche. Mecida en un sueño vive también la pradera de flores de los espíritus del canto, las Sirenas, rodeadas de los restos de todos aquellos que una vez pasaron por allí, para su fortuna o su desgracia, dejando como testimonio pieles y huesos esparcidos. Duerme en algún lugar del amplio mar la isla flotante del viento, y la fuente a la que acude la hija del gigante en busca de agua. Una y otra vez, pensamos, una y otra vez indica ella al visitante perdido el camino hacia la morada del padre, que en dos segundos lo engullirá.
Así es el tiempo de los cuentos, suspendido y rezagado a la vez que expectante. Pues lo cierto es que tanto Circe como Polifemo sabían muy bien que un día llegaría alguien, y que ese preciso día, inesperadamente… Pero, ¿qué es lo que ocurre con el paisaje dormido una vez que el extraño salta de su nave, resuelto, impulsado por el hambre quizá, o por pura curiosidad, curiosidad funesta, y poniendo un pie en la tierra desata el engranaje, mueve la rueda? Casi diríamos que con ese pie afincado en tierra se despierta el paisaje y se enciende el tiempo; que con el tiempo llega también el final, pues el tiempo cumple el destino, sí, con él cobra sentido finalmente la advertencia que, igual que el bosque frondoso, igual que la fuente, igual que el ciervo y la higuera, pertenece esencialmente a la fisonomía de cada paisaje, que al nacer, pues los paisajes también nacen, pudo quizá escuchar la voz que a lo lejos decía: «eres tus árboles, tus pájaros y tus cuevas, eres el extraño que un día vendrá, y ese día…» Así es el sueño de islas y paisajes, una especie de eterno dormir a la espera.
Hay, pues, un día que se alza sobre los demás como un señuelo, acelerando la llegada del acontecimiento desde siempre previsto y a un tiempo olvidado. Desde ese día, Polifemo no será solamente el cíclope pastor apartado del mundo, sino el cíclope ciego que maldice al héroe. Circe no será solamente la hechicera cuya varita sosiega a lobos y leones, diosa capaz de transformar hombres en cerdos por pura diversión, sino el hada amorosa que indica el camino de vuelta a casa. Y no obstante, hay paisajes que se preservan sin cambios allende cualquier visita, allende cualquier intervención. Así Caribdis sorbe y escupe de nuevo el agua marina con igual furia tanto antes como después de que Odiseo pase frente a ella. En este caso no es Caribdis, sino el propio Odiseo quien se ha transformado, pues si antes, aun sobrecogido y pálido de miedo, pudo salvar el peligro a bordo de su nave incólume, todavía en compañía de sus hombres, ahora lo hará, completamente solo, sobre lo que queda de un barco al que la tormenta de Zeus ha hecho añicos. Pero si el destino indiferente de Escila y Caribdis no nos despierta compasión sino espanto, la continuidad de la existencia de Calipso, abandonada en la belleza de su isla más allá de la visita de Odiseo, tal vez podría entristecernos si no fuese porque el abandono renueva en ella una elevada, hermética soledad divina. Y sin embargo, ¿es posible que el acontecimiento siempre esperado, esperado quizá con el solo fin de que alguien contemplase esa belleza siempre oculta, esos jardines que incluso a Hermes dejan sin habla, no fuese más que un desengaño? No, despedirse de la isla de Calipso es para Odiseo mucho más que el abandono de un paisaje. Es renunciar a la posibilidad de vivir en el siempre de los dioses; es preferir esa única vez de toda vida humana.
Caminando a grandes zancadas por la pradera de asfódelos, Aquiles se pierde en la oscuridad. Áyax se ha esfumado sin decir una palabra. Agamenón no da crédito a su suerte. Más lejos, Orión persigue infatigable a las bestias muertas por él mismo. Todo sigue igual en el paisaje de las sombras, a excepción de que todo es ahora eso, sombra, espectro, nada. Si puede en efecto decirse que hay un paisaje que siempre espera, que hay un lugar que aguarda paciente al visitante, sin prisa, aislado, ensimismado, ese paisaje y ese lugar es sin duda el recinto subterráneo, el reino de los muertos. Allí desciende Odiseo por necesidad, la espada sangrienta erguida en sus manos. Allí viaja para poder volver a casa con la suerte de haber muerto dos veces, mientras la gran mayoría sólo muere una, y casi siempre a ciegas, casi siempre deshaciendo ilusiones, como le sucedió a Elpenor, el más joven de sus hombres, que se rompió la crisma al caer del tejado de Circe por haber olvidado bajar la escalera.
Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.