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Cuando en La abadía de Northanger Jane Austen hace que «un principio innato de integridad general» sea el sello que certifique que precisamente ésta y no otra es su protagonista, y que no hacen falta más que un par de bailes y algunas excursiones por el campo para que el sello reluzca bajo el sol, no podemos sino atrevernos con la idea de que tal vez la sensibilidad apasionada de Marianne y la justa prudencia de Elinor se han reunido en la figura de Catherine Morland para formar un todo. La joven se deja todavía arrastrar lo suficientemente por su imaginación como para tomar unas cuantas hojas de cuentas descuidadas en un antiguo arcón por un misterioso manuscrito oculto en la habitación de una abadía que, pese a los ambiguos deseos de la chica, no deja espacio alguno para el horror o los encantamientos, sino que es la vívida imagen de la comodidad moderna. Con todo, aunque Catherine efectivamente se excede al suponer que la fallecida Mrs. Tilney vive todavía en algún cuarto secreto como prisionera de su marido el general, lo cierto es que la crueldad que más tarde la conducta de éste manifiesta nos sugiere que, de todos modos, las sospechas de la chica no andaban del todo desencaminadas.

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en Sentido y Sensibilidad, donde la contraposición de las hermanas Dashwood es testimonio de que Jane Austen divide algo que ordinariamente, y en el mejor de los casos, aparece reunido en una sola figura, aquí falta de entrada el choque, la clara oposición de comienzo, por más que la irrupción de algo así como el sentido será eso que gradualmente, mediante tropiezos, errores y muchos desencantos, pondrá finalmente distancia entre Catherine y la gente de Bath. Por añadidura, Isabella no sólo no es su hermana, sino una amiga reciente que desaparece tan pronto de su vida como impetuosamente se impuso en ella; Mrs. Allen, protectora aquejada de un cierto autismo inofensivo pero ridículo, no es tampoco su propia madre. Los Thorpe, los Allen y los demás son el mundo que Catherine, que sólo tiene diecisiete años, ha de conocer en profundidad; son aquello que ella tiene que aprender a juzgar y discriminar bien, y cuanto antes lo logre tanto mejor, tanto menos tiempo perdido, pues sólo así le será posible descubrir que lejos de la quietud del hogar y más allá de las inciertas distracciones de Bath (¿debe o no una joven de sus años salir sola en compañía del sexo opuesto?, ¿explica realmente el amor de las atenciones del capitán Tilney para con Isabella o se trata sólo de un injusto engaño?) hay también un lugar, por ejemplo una abadía, donde el peligro nada tiene que ver con esqueletos envueltos en sábanas ni esposas que languidecen en algún cuarto oscuro, sino con cosas triviales que no precisan esconderse, y que será precisamente ahí donde su integridad resulte sometida a la última y más dura prueba.

Pero mientras Catherine recibe la carta que desnuda por fin la falsedad de Isabella, mientras Henry Tilney toma de nuevo asiento en casa de los Morland y Mrs. Allen llama por enésima vez la atención sobre la excelente calidad de sus guantes de seda, Jane Austen abre por momentos sus manos cerradas; muestra que algo se mueve entre ellas, algo como un conjunto de hilos que reptan, chocan y se cruzan entre sí. Casi diríamos que al escribir diciendo que escribe la narradora de La abadía de Northanger se permite una acrobacia, que consiente en algo así como hacer volar una cometa junto a la playa, que se divierte simulando que el juguete se aleja más allá y más allá, fuera del alcance de sus manos, para justo después, en el momento decisivo y pese a quien le pese, dar el tirón que impida al objeto volador alejarse demasiado de la tierra.

La torsión de la fantasía de una joven entusiasta de la novela gótica, el aprendizaje de la heroína que acaba casándose no porque la amen, sino porque ama ella misma, constituye así el fantástico aunque trivial objeto brillante que Jane Austen hace volar sin ocultar nunca que hay un cordel que permite el vuelo, y que se requiere un tirón firme y valiente para que el carácter, también el de una chica enamorada, llegue a ser uno de esos de los que se puede decir, cosa que rara vez ocurre, que está relevantemente marcado por «un principio innato de integridad general».

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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