Fuerzas de la Guardia Civil y la Policía Nacional irrumpieron ayer, miércoles 20 de septiembre de 2017, en distintas dependencias privadas y públicas de Cataluña, en su lucha contra el referéndum convocado para el próximo 1 de octubre de 2017. Mano de hierro para combatir una iniciativa política que nunca quiso ser negociada desde Madrid, sede gubernamental del estado-nación español.
Durante largo tiempo se especuló en los cenáculos políticos de la Villa y Corte, y más aún en las barras de las tabernas del país entero, acerca de quién manejaba los hilos del títere Rajoy. Se sabía que el artífice no destacaba por su elocuencia, ni por ser muy avispado, pero, ¡ay!, poseía la habilidad de inspirar en amplias capas del pueblo, a qué negarlo, cierto sentimiento de chico memo que suplía sus evidentes carencias con una honradez como forzada (dicen que todos los tontos son buena gente). Años después, recién iniciado el curso político de 2017, resulta evidente que al anónimo titiritero se le han sublevado los dedos, quizá embelesados en la propia agilidad, y para mejor demostrar su virtuosismo han desatado una caja de truenos que solo podrán contener circunstancias exteriores, como la responsabilidad de la ciudadanía insurgente o la pertenencia del Reino de España a la Unión Europea, en cuyo seno pocas bellaquerías como la perpetrada hoy en Barcelona pueden consentirse, aunque solo sea por mantener cierto decoro político.
La Constitución española cuenta con el últimamente esgrimido y temido artículo 155, por el cual el gobierno central está facultado para suspender el régimen autonómico de Cataluña (o de cualquier otra comunidad autónoma). Sin embargo, ir de frente conlleva su coste político, sobre todo porque hay que someter la aventura a la aprobación del Senado, donde hay voces afines al ejecutivo (las del Partido Popular, y son mayoría absoluta), adictas (Ciudadanos) y obsecuentes (Partido Nacionalista Vasco), pero también críticas y hasta opuestas, y no hay ley que permita hacer callar a ninguna de las últimas. Por eso resulta más fácil el atajo aleve de la intervención, asequible con la sola colaboración de un juzgado afín (el número 13 de la Ciudad Condal) que tal vez debiera haberse inhibido en favor del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, según ha sabido este cronista de fuentes de contrastado conocimiento jurídico.
Así escorados hacia la más ramplona de las soluciones, los doctores en animadversión del arrogante gobierno español prepararon la «Operación Anubis» (sic) contra las instituciones de autogobierno catalanas (recuérdese que Anubis es el dios de la muerte en la mitología egipcia). Y como a quien madruga, la sorpresa le ayuda, los tentáculos del poder central se expandieron por distintos puntos de la capital catalana, con el ilegítimo objetivo de liquidar el referéndum ilegal. No contaban, empero, con que buena parte de la ciudadanía está sulfurada de un tiempo a esta parte, y por ello miles de personas iban a concentrarse en distintos puntos de la ciudad —estudiantes en Diagonal, sindicalistas en Via Laietana, público en general en Rambla Catalunya— conforme se sucedían las detenciones (quince en total) y proliferaban las intervenciones de la Guardia Civil en domicilios, empresas y dependencias públicas.
El Departament d’Economia, simbólico núcleo de resistencia en los últimos días a las requisas del ministro Montoro, fue uno de los primeros lugares intervenidos por la Guardia Civil (y, lo que ellos no sabían, el último que los agentes abandonarían debido a la protesta). Pronto se conoció la detención de Josep Maria Jové, secretario general de la Vicepresidencia de la Generalitat y hombre de confianza del vicepresidente Junqueras), y Lluís Salvadó, secretario de Hacienda, personajes ambos estrechamente ligados a la organización del referéndum. A lo largo del día fueron cuarenta y uno los registros efectuados, uno de ellos en una imprenta de la localidad de Bigues i Riells donde fueron decomisadas diez millones de papeletas de votación, según fuentes oficiales (Rajoy dio cuenta de este gran éxito policial en su discurso nocturno, y paladeaba el término «papeleta» con la misma satisfacción triunfal que si hubieran sido «papelinas» de heroína).
Aún de mañana y en plena euforia intervencionista se reunió de urgencia el gobierno de la Generalitat catalana, cuyo presidente, Carles Puigdemont, anunció que continuaría la preparación de la consulta popular, a pesar de reconocer que el operativo policial y militar —recuérdese que la Guardia Civil es cuerpo castrense— representaba un golpe muy duro para la administración autonómica. De hecho, cabe la posibilidad de que la cúpula del ejecutivo catalán sufra la acción judicial en fechas próximas. Y, por supuesto, l’Honorable no dejó de lanzar un florilegio verbal contra la intervención, a la que tildó de «brutalidad», para afirmar que defendería la democracia frente al «régimen represivo e intimidatorio» y el «estado de excepción de facto» impuestos por el gobierno central.
La indignación del presidente catalán se trasladó a Madrid, hasta el interior del Congreso de los Diputados, donde uno de los representantes de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Gabriel Rufián, exigió personalmente a Rajoy que quitara «sus sucias manos de las instituciones catalanas». Palabras leves para el presidente del gobierno central, quien no se inmuta ni aunque le mienten toda la parentela, quizá porque el titiritero estuviera en ese momento en el bar, tomando café. La intervención de Rufián precedió al abandono del hemiciclo parlamentario por parte los diputados de ERC y del Partit dels Demòcrates de Catalunya (PDECat).
La indignación creciente de la ciudadanía partidaria del referéndum creció cuando se supo que el gobierno catalán había decidido aceptar la intervención de las cuentas de la Generalitat por parte del Ministerio de Hacienda. El ministro Montoro anunció en comisión parlamentaria que ya controlaba las cuentas catalanas, lo cual supone la suspensión práctica del régimen de autonomía de Cataluña.
A mediodía ya eran miles los concentrados junto a la sede del Departament d’Economia, próximo al cruce de la Gran Via y la Rambla de Catalunya. Furia contenida caldeaba el ambiente mientras corría por la encrucijada el rumor de que setecientos, mil, tres mil efectivos de la Guardia Civil se encaminaban hacia la Ciudad Condal. Y ya anochecía cuando la Guàrdia Urbana de Barcelona cifró en cuarenta mil los allí presentes: al público de edad provecta de primeras horas de la mañana —habrá de hablarse y escribirse algún día sobre el protagonismo de los jubilados en la organización y movilización del llamado «procés» catalán— sucedió un gentío mucho más joven. Había banderas estelades y pancartas alusivas a la República Catalana; también alguna que otra enseña republicana española. El Ayuntamiento de Barcelona, por boca de su alcaldesa, Ada Colau, y la Assemblea Nacional Catalana (ANC), principal asociación civil implicada en el proyecto independentista, hicieron un llamamiento a tomar la calle con una actitud de resistencia pacífica, respetada en todo momento por los manifestantes. No pocos colocaron claveles en las rejas de los vehículos de los Mossos d’Esquadra, como reclamo poco disimulado a la insumisión del cuerpo policial catalán.
Por la tarde tuvo lugar el episodio cuasicómico de la jornada: un pequeño grupo de agentes de la Policía Nacional se personaron en la sede de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) para registrar sus dependencias; iban vestidos de paisano y cubiertos los rostros por pasamontañas, al más peliculero estilo de los atracadores de bancos. Carecían de orden judicial, por lo que no se les franqueó paso; es más, la llegada de cientos de simpatizantes cupaires puso en un brete incómodo a los agentes, que no fueron agredidos pero sí arrinconados por los presentes. Varias furgonetas de la Policía Nacional acudieron al rescate de sus compañeros y hubo momentos de tensión que, por fortuna, no degeneraron en enfrentamientos.
Si un lugar hay en la ciudad que represente la contención y la elegancia en las formas, ese es el Gran Teatre del Liceu. Por eso, a más de un veterano del lugar debieron de desagradarle los gritos en pro de la independencia y el canto del himno catalán, Els segadors, con que parte del público quiso preludiar la representación de Un ballo in maschera, ópera de Giuseppe Verdi, cuya hora de inicio eran las ocho de la tarde.
A las diez de la noche estalló la cacerolada de protesta contra la intervención policial y militar. Por supuesto, la alegría va por barrios y el estruendo también, pero en algunas zonas del centro y el Ensanche de la ciudad el repicar llegó a ser ensordecedor.
Medianoche ya y los alrededores de la Conselleria de Economía seguían tomados por el gentío. Se cantaban himnos y canciones; Lluís Llach —presente durante horas en el lugar de los hechos junto con los diputados Tardà y Rufián, que volvieron de Madrid a toda prisa— escuchó varias veces su inmortal L’estaca. Para entonces, Podemos, Mareas y afines ya se habían manifestado contra la intervención gubernamental en la madrileña Puerta del Sol, y convocado actos idénticos en otras cuarenta ciudades españolas. Arreciaban los llamamientos a la calma y la resistencia pacífica, y la ANC había desplegado a sus voluntarios como servicio de orden de la protesta. Dentro de la conselleria, varios agentes de la Guardia Civil permanecían expectantes, sin atreverse a salir a la calle, donde los coches en que llegaron, pinchadas las ruedas, habían sido tapizados de carteles y servían de podio a los manifestantes. Todo ante la mirada incómoda de las dotaciones antidisturbios de los Mossos d’Esquadra desplegadas en el lugar para rescatar a los guardias, y que habían sido incapaces de traspasar la muralla humana que les cerraba el paso. Estaba claro que los manifestantes planteaban una batalla incruenta de resistencia, tanto a los encerrados como a sus forzosos aliados externos. Finalmente, efectivos antidisturbios alcanzaron la puerta de la conselleria, ayudados por el pasillo de seguridad abierto por el servicio de orden de la manifestación.
A las tres de la mañana, con la calle ya despejada, los agentes de la Guardia Civil no habían sido evacuados todavía… Al contrario que sus coches, rescatados por la grúa municipal. Seguro que no esperaban una noche tan larga.
Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.