Cuando recién se asentaba la primavera de 2003, a Roberto Bolaño, el escritor que se cargó a toda su generación, le quedaba escaso tiempo de vida; en su estudio de Blanes, a la velocidad de la luz afilaba el que sería su último proyecto: 2666, publicado de manera póstuma. Por esas fechas, la ciudad portuaria de Bordeaux se había convertido en la trinchera del escritor Diego Trelles Paz, (Lima 1977), quien luego de terminar una maestría en la universidad de Austin sobre Los detectives salvajes, la novela que consagró a Bolaño, se largó a Europa decidido a escribir todo lo que impulsara su carrera literaria y deseoso por presentarse a un concurso importante para ganarlo. El azar hizo posible que se diera una breve correspondencia con Roberto Bolaño, que ya veía todo con la distancia de quienes levitan y aconsejan como un fanático de Joyce: “Cada día que pasa estoy más convencido de que el acto de escribir es un acto consciente de humildad”, le dijo Bolaño por escrito y también: “Qué envidia me da tu juventud, Diego: el derroche de energía”, como si Bolaño estuviera viendo en el espejo, la locura de su pasado mexicano – infrarrealista. “todas las posibilidades del mundo listas para ser conquistadas o morir en el empeño. Háblame de tu novela, pero sobre todo escríbela. Sin miedo”.
Para cuando Diego Trelles llegó a Barcelona, el paseo de Gràcia, la Rambla o la Barceloneta, respiraban aires de bienestar. Ahí, supo tres cosas: que un 15 de julio de 2003 en el hospital Vall d’hebron Roberto Bolaño había fallecido, que ese verano de costa embravecida, no compraría un billete para ir a Blanes y que quería presentarse a ese concurso de literatura que ansiaba ganar, “o morir en el empeño” lo deseó con toda su alma, pero aunque tenía la novela lista y afilada, se dio cuenta de que su caballo no sería el ganador, porque a veces no es el momento. Logró eso sí, publicar en España la novela: El círculo de los escritores asesinos, (Candaya 2005) y ese fue el punto iniciático, buena señal o tal vez el brillo de una Estrella distante que lo animaba desde el firmamento a seguir trabajando. En 2008 se doctoró en la universidad de Texas y ese mismo año ejerció la docencia en la universidad Binghamton, en Nueva York. En 2012, mientras ejercía de docente universitario en Lima, a Diego, luego de lidiar con 519 manuscritos, le concedieron el premio Francisco Casavella, por su segunda novela: Bioy (Destino) donde narra episodios de la guerra interna que se vivió en el Perú, y que “en 2015 será publicada por la editorial francesa Buchet Chastel en la misma colección donde publican Andrés Trapiello, Juan Villoro, Martín Caparrós y Andrés Neuman”. Según cuenta Diego que ha regresado a vivir a Francia para escribir su tercera novela y trabajar en un Collège de Nanterre, Bioy es una historia donde la tortura, el miedo y el dolor se ponen de manifiesto para representar unos acontecimientos teñidos de sangre insomne que hirvió en el Perú durante la guerra interna. Entonces morían los campesinos como ratas en los andes peruanos, “los coches bomba explotaban por las calles de Lima, se producían apagones generalizados, asesinatos selectivos”. Y después Ken’ya Fujimori, un peruano japonés que se hizo pasar por chino instauró la dictadura.
¿Pero tú te fuiste del Perú?
Me fui cuando ya había caído la dictadura de Fujimori, me fui porque había obtenido una beca en Estados Unidos, pero ocurre que en las ficciones siempre vuelvo, aunque es cierto que tengo una relación distante con todo lo que produce el Perú y eso es producto de los autores que he leído, herencia que ya no voy a poder corregir y no se sí sea la mejor. Me encantaría escribir una novela sobre Finlandia pero quizá me sentiría muy distanciado de lo que ocurre.
Tal vez porque como decía Bryce Echenique: un escritor está escribiendo la misma historia a lo largo de toda su obra.
Bueno yo tengo un proyecto narrativo con personajes que desaparecen y vuelven a aparecer en otros libros como lo hicieron William Faulkner y Juan Carlos Onetti donde el autor es una especie de persona que desde el exterior mueve las fichas, pensando que puede tener poder.
Claro porque escribir es un riesgo en varios sentidos…
¡Económicamente es un desastre! (risas) Pensar que uno puede vivir de la literatura ahora, si no escribe sobre vampiros o camellos que vuelan no es realista. Sin embargo yo no creo que hubiera podido negar mi escritura, era como un destino impuesto. Yo vengo de un barrio de Perú: de Magdalena. Jugaba fútbol en la calle. Nunca pensé que terminaría como escritor. Pero cuando empecé a leer vi algo y no pude evitar esa especie de destino que es la escritura.
Entraste al mundo académico y ahora lo has dejado ¿Qué pasó?
No lo he dejado pero no es lo que me interesa por ahora, estoy viviendo en París porque he hecho una apuesta por la literatura y porque para mí lo más importante es la vivencia. Creo que las cosas pasan ahora, hay que vivirlas de la manera más intensa posible. Yo no podría ser un escritor de su casa o de café, me gusta conocer gente, salir, tener buenas conversaciones, todo aquello que me alimente personalmente y alimente mis ficciones.
Hay un periodo largo entre tu primera y segunda novela…
Lo que pasa es que las novelas cuestan: no se producen como chorizos. En mi caso Bioy es una novela que me costó muchísimo porque escribo sobre una época muy triste y cruel que vivió el Perú. La violencia que desató la guerra civil es el tema central, la dictadura y también el narcotráfico. Hay un capítulo donde dos mexicanos hablan en medio de la selva del Perú, y eso es algo que ahora viene pasando. Si seguimos así nuestros estados van a ser hermanos… en el narcotráfico que está entrando en los partidos políticos y eso, es un peligro. Yo quise mostrarlo en la novela.
¿Y el Perú actualmente qué es para ti?
Un lugar de oportunidades perdidas, un país gobernado por la derecha desde hace muchos años, con presidentes que llegan con un discurso de izquierda, un país controlado por un conglomerado mediático con mucho poder; es un país que sigue teniendo racismo. Un país que tiene esa cantidad de dinero que ha entrado a Perú y tiene un sueldo mínimo de 260 dólares, mentalmente, es un país del cuarto mundo, así nos va y así nos irá. Y mientras sigamos teniendo ese tipo de autoridades y una izquierda destruida —porque venimos del terrorismo: época dura—la gente no querrá saber nada con el socialismo.
¿Piensas que ahora se escribe mucho y se lee poco?
No, yo creo que se lee más ahora pero en lo que respecta a la lectura como cierto estímulo intelectual vivimos en una regresión total. Ahora, ser escritor o poeta va mucho más con la vitrina, con el mostrar que uno lee, qué es lo que dice, cómo se muestra. Pero prefiero ese interés por más superficial que sea a que no haya ninguno. Ahora bien, dentro de este tsunami de frivolidad que impera todavía hay una resistencia muy fuerte por gente que está interesada en los libros y en leer y en lo que se pueda producir, esta es una cosa muy clara para mí, sobre todo en países como el Perú, cuya política cultural es nula. Hasta ahora no se entiende que invertir en eso es mejorar no solamente la educación de los ciudadanos sino el nivel de vida. Querer ver solo números y resultados cortoplacistas es un error gravísimo.
Uno de tus personajes en Bioy dice que se debería hacer una cruzada higiénica contra lo que algunos llaman literatura, ¿tú crees también eso?
No (risas) lo que dicen mis personajes es un poco radical, no necesariamente comparto todo, aunque hay un germen.
¿El marketing en la literatura crees que de alguna manera ha dañado las expectativas que se podría tener respecto a un escritor?
El marketing siempre ha existido en la literatura. El problema es cuando ocupa el espacio del lector. Y te vende un bluff. Cuando gané el premio Francisco Casavella, —lo digo porque me revela el estado general de las cosas— yo salía en los periódicos en Lima, en España y mucha gente me decía: ya eres famoso, entonces yo me ponía a pensar que me había matado cinco años escribiendo la novela y que si dividía el dinero del premio en todos los días, no me ganaba nada. Si uno realmente ingresa a la locura de escribir una novela que le demanda sudor, sangre, esfuerzo y parejas que se pierden: no vale la pena. Hay una frase en Bioy con la que sí estoy de acuerdo: la literatura no vale nada. Para mí fue una frustración cuando la estaba escribiendo. La literatura no vale nada, no sirve para nada pero que mierda yo apuesto por eso… La literatura es un oficio duro.
Y en ese sentido. Que sea un oficio duro, ¿piensas que uno se juega la salud?
Antonin Artaud terminó loco, Juan Carlos Onetti en su cuarto, Celán se suicidó, así como muchos. Lo que yo siempre distingo es el escritor al que la literatura ha tomado todo su cuerpo como una gangrena en ascenso, del el escritor que no entiende nada y que solamente piensa en la primera plana: eso de qué sirve. No tiene sentido.
Faulkner decía que para escribir había que estar enérgicamente bien preparado…
Faulkner es el gran ejemplo: escribía en el prostíbulo en el que trabajaba. Y escribía también de noche con una lamparita pegada a su frente. Y anda a leer a Faulkner. Uno lee Santuario. Luz de agosto. Absalón Absalón. ¿Quién hace eso ahora?
¿No te parece que Roberto Bolaño representa la historia de todos los latinoamericanos?
Para mi Bolaño es el único escritor que ha producido América Latina en 30 años, la mezquindad que existe ahora, por la fama que ha adquirido es alucinante. Un escritor que vino a Barcelona sin nada, que vendía bisutería en la Costa Brava, que leía como si el mundo fuera a acabarse y que haya escrito esas novelas, inspira a tanto joven escritor que a mí me causa un alborozo total, porque se trata de eso, de que uno inspire a otros a escribir.
¿Actualmente así como la gastronomía, crees que la literatura peruana goza de buena salud?
Yo sí creo que hay una generación ahora que está preparada para un proyecto narrativo serio. Porque la sombra de Mario Vargas Llosa opacó toda la generación de los 80 y a la mitad de los 90 los dejó estáticos, pero es que era un tsunami. En mi primera novela un personaje va a casa de Mario Vargas Llosa, en Lima, acompañado de un amigo y mirando desde la calle le dice: “yo cuando me emborracho vengo a esperarlo a ver si asoma pero lo único que encuentro es un edificio que me cubre, que me ensombrece”, evidentemente estoy hablando de eso. Hay que combatir. No hay que negar su influencia, hay que encontrar la propia voz matando a Vargas Llosa, en tanto escritor, porque para mí la literatura es el ejercicio del parricidio, es un bisturí que corta las cosas. Cuando uno es viejo tiene que aprender eso, como las películas de Kung Fu donde el sensei no va a estar tranquilo hasta que el discípulo lo supere. Pero en el Perú no es así porque hay escritores que no tienen esa conciencia, y escriben en su columna hasta el último día de su vida. Esta idea conservadora yo no la comparto. Me interesan los escritores que escriben bien, tengan 60 años o 15.
Y ahora qué te da París que no te de él Perú u otro país…
Es una buena pregunta, me la sigo haciendo. Estar fuera del Perú me da cierta perspectiva. Yo escribí Bioy fuera del Perú. Quería estar en Europa. Yo siempre voy a contracorriente. Llego cuando hay crisis. París era el lugar de los escritores en los 60 y yo llego en 2013. Estoy preparando mi siguiente novela, y al mismo tiempo trabajo en un Collège de Nanterre dando clases a franceses y a hijos de inmigrantes y yo lo uso como experiencia personal y profesional para mi próxima novela, donde lo que vemos en la película Entre les murs de Laurent Cantet se quedará corto. Será mucho más duro pero, al mismo tiempo, también muy gratificante.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.