Nos dice el Diccionario de la Real Academia en su primera acepción de la palabra memoria que esta vendría definida por la facultad psíquica que nos permite retener y recordar el pasado. También nos recuerda en otra que para la filosofía escolástica se trata de una de las potencialidades del alma. En total, el diccionario contempla catorce acepciones y, aunque en alguna de ellas no falta referencias indirectas a significados que superan la básica relación entre una persona y el pasado, lo cierto es que la academia restringe nuestra relación con el ayer al mero ámbito del individuo.
Esta limitación no deja de ser significativa en un país que lleva años discutiendo sobre la memoria compartida, como estamos viendo estos días con la revisión del callejero de Valencia. Esta otra dimensión nos sitúa ante un terreno diferente, el colectivo, cuyos resortes para articular el recuerdo no dependen tanto de facultades psíquicas como de condicionantes políticos. Y la política es por esencia el territorio del conflicto, de la confrontación de intereses contrapuestos, de las relaciones de fuerza y de poder. Si en la memoria individual Freud nos ayuda entender las motivaciones que nos conducen a recordar u olvidar nuestro pasado, para la memoria colectiva nos siguen resultando mucho más útiles las herencias de Carlos Marx.
En su último libro, Alfons Cervera deja explicita esta dimensión política de la memoria desde el mismo título: Yo no voy a olvidar porque otros quieran. La memoria se reclama así moradora consciente de ese espacio de conflicto, donde algunos –y muy poderosos- están interesados en nuestro olvidos. La amnesia se presenta de este modo como el resultado de un ejercicio de poder, el recuerdo como un acto de resistencia. Pero ello no debería llevarnos a una acomodaticia interpretación maniquea, siempre tentadora, en la que reconfortados por nuestra superioridad ética como perdedores nos limitemos a maldecir de nuestros vencedores. Al fin y al cabo, si algo no falta en este país son los dispuestos al olvido voluntario.
Por eso, como en el psicoanálisis, también aquí es necesaria la introspección. O la autocrítica, como tan rimbombantemente le gusta decir a la izquierda, pero tan pocas veces está dispuesta a aplicar. En este sentido, resulta especialmente acertado que este volumen se abra, precisamente, con un texto que nos habla de Max Aub, tal vez el autor más español del siglo XX, precisamente porque no nació aquí, porque su españolidad fue una elección voluntaria. Una decisión tan existencial e intensa que le empujaría a vivir la mayor parte de su vida fuera de España, condenado al exilio y a un olvido que todavía hoy le persigue como pudimos ver recientemente en Madrid.
A él le debemos posiblemente la primera gran reflexión sobre la memoria de lo que en España significó la II República y la guerra civil. O lo que es lo mismo, la primera gran reflexión sobre un olvido que a él, que arrastraba por la vida las cicatrices de aquel tiempo, le resultaba resignadamente insufrible: “Fuimos; no somos historia. La historia está hecha de cenizas. No somos viejos ni siquiera arrinconados; sencillamente la gente olvida”. Lo afirmaba en uno de sus prólogos al libro que estaba escribiendo sobre Luis Buñuel y al que dedicaría los últimos años de su vida. Precisamente, la preparación de este trabajo le llevó a viajar a España en 1969, por primera vez desde que acabara la guerra. Fruto de ese viaje y del choque entre sus recuerdos y aquel presente, surgiría otro libro, La gallina ciega, una pionera reflexión en voz alta sobre nuestra memoria. “Estuve el mayor tiempo posible con gente joven o que lo fue hasta hace poco; extraños y familiares: ninguno me preguntó nunca nada acerca de la guerra civil”, comenta. Y sentencia: “Sencillamente, les tiene sin cuidado”. Sus conclusiones son desgarradoras: “Lo que sucede es que los españoles han perdido hace tiempo la idea de lo que es la libertad. Se creen libres porque pueden escoger, el domingo, entre ir a los toros o al fútbol. Pero no tienen concepto alguno –ya no lo tienen- de lo que fue, de lo que ha venido a ser para ellos, la libertad”. Y concluye: “aquí no es que no haya libertad. Es peor: no se nota su falta”.
En Max Aub, pues, la memoria no es percibida como un simple ejercicio de nostalgia o melancolía. La memoria es testimonio de un tiempo que quiso ser y el único elemento capaz de conectar a los españoles con los viejos anhelos de libertad. Por eso, acallar la memoria fue una prioridad del franquismo, tan necesaria para su consolidación como fusilar o encarcelar opositores. Había que implantar el olvido y como señala Aub: “el régimen se encargó de ello; para eso venció y convenció”.
Lamentablemente la muerte del dictador no sirvió para recuperar el recuerdo. Aquella pacífica e idealizada transición democrática, que dejó tras de sí más de 600 muertos, infinitamente más que la rupturista Revolución de los Claveles en Portugal o las revueltas del Mayo Francés, no llevaba en su agenda reivindicar la memoria. De hecho, como señala Alfons Cervera en uno de sus capítulos, los nuevos tiempos renunciaron a ser nuevos porque “una vez más la historia se convertía en un batiburrillo de intereses políticos que intervenían por encima de una profunda y justa reflexión sobre el pasado, un pasado que se quedaba quieto, obligadamente quieto entre los falsos algodones de una transición que no hablaba de una nueva época sino de amartillar, como si de un viejo Colt 45 se tratara, un acuerdo político de mínimos que supondría la aceptación en herencia de una buena parte estructural del franquismo”.
De nuevo aquí es precisa la introspección colectiva. Y otro escritor, inevitablemente citado por Cervera, nos la plantea con toda crudeza. Reflexionaba así el añorado Rafael Chirbes: “El pacto que se les propuso a los españoles, bajo el razonable argumento de cambiar pasado por futuro, fue un cambio de ideología por bienestar; es decir, un trueque de verdad por dinero. Y el país lo aceptó”. Para legitimar este pacto fue preciso transformar la memoria en un ejercicio circense que permitiera fijar la esencia democrática del país en el gesto de un joven rey una noche de febrero, anulando así el recuerdo de la guerra civil, la guerrilla antifranquista o la oposición a la dictadura. O en un malabarismo histórico, como el que llevaría a Felipe González en 1988, durante las conmemoraciones del IV centenario de Carlos III, a buscar las raíces modernizadoras del país en aquel despotismo ilustrado para, con aquel triple salto mortal, evitar el recuerdo de la República.
Y así llegamos hasta donde estamos. Aunque en los últimos años algunas cosas han cambiado y desde hace una década la memoria parece haber entrado, por fin, en el debate público. A ello ha contribuido en gran medida la propia crisis del régimen de 1975. La prosperidad y modernidad anunciada han terminado dando paso a un capitalismo neoliberal ferozmente existente, asentado sobre la precariedad, la pobreza y la desigualdad, mientras el ámbito político se hundía en las ciénagas de la corrupción y las cajas B. Aquel viejo trueque de verdad por dinero, del que nos hablaba Chirbes, dejó de funcionar y hoy son muchos los que, sabedores de que el dinero está en algún paraíso fiscal, se interrogan ahora sobre dónde está la verdad.
Pero como tantas veces suele ocurrir en la historia, si hoy la memoria parece estar en el centro del debate es, sobre todo, al esfuerzo callado de los nadie. Se trata de esos ciudadanos anónimos, a menudo incomprendidos, que durante todos los años de silencio han estado perseverando en la lucha por recuperar un pequeño trocito de memoria que el franquismo les arrebató para enterrarlo en una cuneta, seres queridos y dramáticamente perdidos a los que después la democracia quiso mantener enterrados en la gran fosa común del olvido. Alfons Cervera dedica este libro a uno de ellos, Vicente Muñiz, como encarnación de tantos otros que, como él, se negaron a aceptar el silencio: sus padres, Amado y Águeda, militantes del POUM, fueron fusilados en Valencia un mismo día de 1941. Vicente fue entonces internado en un hospicio y lleva años revindicando la dignidad de sus apellidos.
Con todos los Muñiz de este país mantenemos una profunda deuda democrática. A ellos les debemos que se haya mantenido viva la memoria democrática de este país. También que se hayan promulgado leyes como la de la Memoria Histórica. Una ley que ha supuesto algunos avances, pero también no pocas sombras, como destaca Alfons Cervera en este libro. Porque el espíritu de esta ley ha ido articulando un nuevo relato impregnado de perversidad: la equidistancia. Esa mirada hacia el pasado en el que ambos bandos fueron iguales y cometieron unas mismas locuras, afortunadamente superadas ya superadas, nos dicen, en favor de la reconciliación. No es anecdótico, en este sentido, que uno de los primeros gestos de Zapatero, allá por 2004, fuera reunir a dos veteranos de la División Azul y la División Leclerc en el desfile de las fuerzas armadas.
De nuevo, el discurso político, como la Real Academia, busca despolitizar la memoria, arrebatarle ese recuerdo vivo de libertad que extrañaba Max Aub en la España de 1969. Y en su ayuda no faltan escritores dispuestos a propagar, con el respaldo de los grandes grupos mediáticos, el nuevo relato de la equidistancia. Ahí están los Javier Cercas, los Andrés Trapiello, los Muñoz Molina, o los eternos buscadores de esa Tercera España que alejada del extremismo de las otras dos, nos permita tranquilizar los remordimientos de conciencia con relatos sentimentales. También de ellos nos habla Cervera en este libro, de esa aparente y presunta moda que parece rodear hoy a la memoria histórica con un “batiburrillo”, como él lo define, que termina por mezclarlo y confundirlo todo.
De todas estas cosas trata, en suma, el libro de Alfons Cervera. Un ejercicio de reflexión que viene a ser el complemento perfecto para su producción literaria, ese ciclo de novelas sobre la memoria con las que durante mucho tiempo, el escritor ha venido manteniendo vivo un debate que otros ámbitos -políticos, sociales o académicos- mantenían, en el mejor de los casos, en hibernación. Por ello, sería igualmente acertado afirmar que las novelas de Alfons Cervera son el complemento perfecto de su último libro. Al fin y al cabo, si volvemos a hacer caso de la sabiduría de Max Aub: “A lo más que puede aspirar la Historia es a ser una buena obra literaria”.
Periodista cultural y columnista.