Yo quería salir del tiempo del coronavirus sin perder la cabeza y habiendo montado un negocio, pero al ritmo que iban las cosas ahora era mejor que pensara en conservar la vida. Corrían tiempos difíciles y supongo que ya sabía bastante sobre los efectos colaterales de la pandemia y el deterioro que la salud mental estaba causando en la población. Me costaba mucho trabajo mantener mi estabilidad emocional. Sufría de estrés. Me gustaba la música de Dua Lipa. Recibía con alegría la vuelta del circo a la ciudad. Cumplía todos los parámetros para ser una persona vulgar que se estaba recuperando de una crisis traumática. De repente, comencé a pensar a menudo en el suicidio. Y eso se debía, en parte, a la falta de sentido que tenía actualmente mi vida. Mi mente no hacía nada y, sin embargo, estaba llena de datos. He de reconocer que corrían malos tiempos para ser hipocondríaco. No mantenerse informado llevaba de forma ineludible al ostracismo, pero un exceso de información también podía ser perjudicial. Sobre todo para el estado de ánimo. ¿Por qué? Pues porque la mayoría de las noticias eran malas. Eso ya se sabía desde tiempo antiguo, pero, además, ahora estaba el tema de las noticias falsas, los bulos y las exageraciones. El resultado era una persona media bastante preocupada. Solo había que echarme una mirada para comprobar que yo era un buen ejemplo. Se me había olvidado la manera que antes tenía para desconectar y, sin embargo, seguía teniendo apetito por la vida. Lejos quedaba la rutina llena de hedonismo que había vivido en el periodo anterior. El efecto multilateral de la pandemia del coronavirus me había afectado mucho psicológicamente. Además, ya llevaba mucho tiempo trabajando. ¿A que no parece posible imaginar a Van Gogh trabajando de vigilante de seguridad? ¿Y a Borges? ¿Y a Pessoa? Pues a mí me había tocado vivir esa enorme papeleta. Pero no me sentía inferior por ese motivo. Si era inferior, sería por otras razones. Podía aceptar mi fracaso, lo que no acababa de entender era que, debido a la costumbre, necesitara escribir para sentirme mejor. Estaba intentando hacer un esfuerzo, ser serio por una vez en la vida. Sin embargo, todo tiene que ser en su justa medida. Tanto es así que me estaba pasando con eso de la seriedad. A mí también me afectaba de otra manera el «estado agéntico». Ahora me había convertido en una especie de robot y no podía mostrar a nadie mis verdaderos sentimientos. Incluso pensé en llamar al teléfono de la esperanza. ¿Y qué iban a decir? Pues que no tenía esperanza alguna. No. No era buena idea. Quizá era mejor decorar la rutina de mis últimos días con la conversación de una guapa camarera latina que había en un bar de la esquina. Ya la había visto antes. De hecho, le había regalado un collar de plata que me encontré en el suelo. ¿Que iba decirle? Era del Salvador, un país con una de las mayores tasas de delincuencia del mundo. Allí el crimen organizado era casi un ejército paralelo. Es cierto que su nuevo y joven presidente, Bukele, había bajado el número de asesinatos a la mitad en el periodo que estaba en el poder. Pero no había que llamarse a engaño. A pesar de su belleza y de la inocencia que transmitía, una muchacha que se ha criado en un mundo con tanta violencia tiene una manera de entender la vida muy diferente de la mía. Supongo que me animaría un poco si quería comer conmigo y me contaba historias de su país para escribir algunos cuentos con ellas. Me encantaba la camarera, pero era mejor esperar a mañana. Había que hacerlo cuando me sintiera un poco mejor. Mis problemas iban en aumento y cada vez se me ocurrían menos cosas que me transmitieran un poco de calma o paz. Apuesto a que tenía depresión, pero como estaban las cosas me daba miedo darme de baja y decidí continuar trabajando. Me duché y me puse el uniforme. Ese día tenía que ir a un nuevo sitio. Y eso era así porque se trataba del periodo vacacional y me mandaron a trabajar de vigilante a un centro oficial del Estado, en concreto, se trataba de una oficina donde se tramitaban las prestaciones por el desempleo. Resultaba sumamente irónico que ahora que en todas las empresas privadas estaban haciendo recortes de oficinas debido a la tramitación digital, en la burocracia pública los funcionarios que no cumplieran con el celo requerido no pudieran ser despedidos. Los problemas que tenía España ya no se podían solucionar en una generación, a menos que tuviera lugar una enorme catástrofe. Mientras tanto, la deuda pública crecía y en el mercado laboral las consecuencias del paro devaluaban las condiciones y en algunos casos bajaban los sueldos a pesar de gran subida de los precios. La jurisdiscción laboral estaba saturada. Justo acababa de terminar el verano de 2021 y los juicios se estaban señalando para 2025. Una justicia tan lenta sencillamente no es justicia. Y un país sin justicia es un bomba de relojería. Pero no solo era un tema de la inseguridad jurídica. El colapso burocrático se extendía por todos los organismos estatales, desde la sanidad pública, hasta los temas urbanísticos. Eso, sin duda, iba a provocar una proliferación de la picaresca. España cada vez soportaba problemas más similares a los de algunos países latinoamericanos. Tal vez por eso los ánimos estaban algo caldeados. La violencia en los botellones llenaba los diarios y las noticias en las televisión. Los trastornos de ansiedad habían aumentado mucho. El tema del racismo también iba en aumento. Y, por supuesto, la violencia callejera también. Mientras tanto, yo sospechaba que no había datos fiables sobre el aumento de la delincuencia en general. Los incidentes y las agresiones hacia los policías, los médicos y los funcionarios en todas partes iban en aumento, lo que significaba que mi trabajo diario era cada vez peor. Mientras obligaba a la gente a que esperara su turno, en mi fuero interno sabía que estaba enfermo y cuando llegaba a casa cada día, no perdía la mínima ocasión para preocuparme. Por supuesto, sabía que mi actitud tampoco era sana. Porque mi peor enemigo era yo. Es evidente que soy tan hipocondríaco que, a veces, sufro ataques de ansiedad. Pero ahora estaba enfermo de verdad y desde luego que la pandemia ha contribuido a crear numerosas situaciones de estrés que han agravado de forma inconmensurable mis tribulaciones. Tanto es así que una serie de síntomas inespecíficos y descontrolados me hicieron llegar a creer que mis días estaban contados, lo que casi seguro que era cierto. Me faltaba el diagnóstico. Algunos dirían que esa era una pieza fundamental en mi posible tragedia, pero eso era porque no estaban en mi pellejo. He de subrayar que soy hipocondríaco. Me agarro a cualquier teoría sobre el fin del ser humano. Tal vez no querían ni siquiera darme las malas noticias. No en vano, los métodos de la medicina actual son demasiado invasivos y cruentos. Quieren estar seguros. ¿Y la psicología? En mi caso la ciencia médica me ha dejado en un limbo cultural entre los vivos y los muertos. A veces me identifico con el gato de Schrödinger. ¿Y si al final es una falsa alarma? ¿Y si es algo benigno? Pues si lo era pensaba marchaba de viaje para celebrarlo. ¡Había tantos sitios que quería visitar! Había soñado mucho con el barrio francés de Shanghái. ¿Y Tailandia? Me gustaba tanto Latinoamérica que cualquier país me resultaba interesante. Pero había algunos que tenían un lugar especial: Nicaragua, Perú, Ecuador, Brasil, Colombia, Panamá, Guatemala… También me gustaban mucho Estados Unidos y Japón…. Sin duda, no bastaba una vida para visitar y conocer todas las ciudades que me resultaban interesantes. Pero si era maligno una cosa estaba clara: la cultura capitalista no nos prepara para la muerte. Yo no sabía cómo pasar ese supremo trance. Siempre había querido escribir una historia de terror y nunca pensé que el miedo estaba en las cosas cotidianas. Ya no había que temer a los vampiros ni a toda clase de monstruos. Ahora mismo no había nada más terrorífico que un cuello de botella en una tramitación burocrática. Una cola para ser atendido por un motivo grave era lo mismo que un cuento de terror. Tal vez lo más sano era lo que vulgarmente se dice: no comerse la cabeza. Quizá lo más cuerdo que había hecho al respecto había sido volver a beber cerveza. La evasión era algo imprescindible. No quería ser una carga para mí ni para los demás. En mi suprema paranoia me descargué la solicitud de ayuda para morir, o lo que es lo mismo me preparé para que llegado el caso, me aplicaran la eutanasia. La muerte digna era ya un derecho en España, sin embargo, dependiendo de las zonas del país se aplicaba más tarde o más pronto. Por supuesto que en Andalucía era el lugar del país en el que se tardaba más en aplicar la ley. Comencé a leer los trámites. No podía creer la complejidad burocrática del procedimiento, lo que me hizo ponerme a la defensiva. No confiaba demasiado en los funcionarios. No dudaba de la profesionalidad de los médicos de los hospitales, los que me preocupaban eran los médicos de cabecera. Es más, si en el caso del aborto, los médicos de la sanidad pública, en la mayoría de los casos apelaban a la objeción de conciencia… yo me hacía la siguiente pregunta: ¿quién iba a coger el toro por los cuernos cuando tuvieran que firmar mi sentencia de muerte? Era una cuestión de humanidad, pero precisamente corrían tiempos muy inhumanos, sobre todo en los temas médicos. Soy una persona sin familia. Mis padres fallecieron por enfermedades en mi más tierna infancia y siempre he soportado una carga grande de dolor añadido. No obstante, nadie puede decir que sea un vago o que viva a costa de los demás. Tanto es así que, a pesar de todos mis defectos paso las horas de pie mientras que las colas interminables de parados que vivían sus sanas vidas sin ninguna ocupación laboral expresaban sus quejas se acumulaban delante de mis ojos. Dicen que la procesión va por dentro y, en efecto, yo procuraba ser profesional y que ni mis compañeros de trabajo ni el público en general percibieran nada de lo que estaba sufriendo. Sin embargo, todos somos humanos y, de alguna manera, los sentimientos y las sensaciones con el paso del tiempo se comunican y adivinan, por lo que puedo decir sin temor a equivocarme, que mucha gente que está a mi alrededor puede hacerse una idea de lo mal que lo estaba pasando. Entonces, cuando terminé de trabajar aquel día, me di cuenta de que necesitaba ayuda y cometí un grave error: dejé que la nostalgia se apoderada de mi mente. Es más, escribí con mi teléfono a una antigua amante. Se llamaba Kelli y era brasileña. Vivía en tierras gallegas y era muy guapa. Incluso una vez le pedí matrimonio y ella aceptó. Sin embargo, al final nunca nos casamos. El juez dictaminó que antes de empezar ya era un matrimonio fallido. Desde entonces, hemos mantenido el cariño y una relación intermitente. Mi idea era que viniera a pasar unos días conmigo para ver si conseguía animarme. Aunque el tipo de ayuda que yo necesitaba era tan grande que pensaba que una visita de unos días no iba a ser suficiente. Es más, ni siquiera se me ocurría en aquellos momentos la manera en la que nadie podía sacarme del pozo en el que yo solo me estaba metiendo. Poco después de hablar conmigo, estaba ingresada en el hospital. Se había intentado suicidar tomándose una ingente cantidad de pastillas. Aquello me hizo más daño todavía. Yo ni siquiera tenía agallas para suicidarme una vez y ella lo había hecho cientos. Le debía una enorme disculpa y la invité a visitarme para llevarla a cenar a un sitio caro. Aceptó. Desde luego que, a su manera, me ofreció una extraña ayuda. No sirvió de nada, pero lo intentó. Nadie podía ayudarme, y menos con el hecho de soportar el sufrimiento de mi propia destrucción. Evidentemente, cuando comprobé los datos, ni siquiera el testamento que había formalizado en su nombre valía para nada. Me había dado mal su número de identidad. Se había equivocado. ¿Pero qué le importaban a ella mis bienes materiales si le acababan de hacer un lavado de estómago? Aunque suene muy funesto, eso le confería una dignidad de la carecían muchos seres humanos mucho más fuertes que ella. La verdad era que, en cierto modo, pretendía que ella salvara mi alma. ¿Por qué? Pues porque me sentía asqueado de mí mismo. Pero sobre todo me sentía hastiado de mis semejantes. Yo sabía que, en el fondo ella tampoco se merecía mis elogios y mis amores, pero, tal vez, en mi interior estaba programado para ser un romántico. ¿Y de qué pretendía que ella salvara mi alma? De la codicia. Abrumado por el sufrimiento mundial que se extendía a mi alrededor mi espíritu creía que estaba herido de muerte. La llevaba escrita en mis ojos o, simplemente, mi dolor se había extendido como la pólvora entre mis enemigos y todos clamaban por apoderarse de mis bienes materiales. Sí, eran así de abyectos. Aquellos queridos y educados vecinos y compañeros de trabajo no esperaban a que estuviera muerto y enterrado para postularse como acreedores de lo que no era suyo. Estaba seguro de que la vecina de enfrente que no pagaba el alquiler y estaba a punto de ser desahuciada esperaba mi muerte para ocupar mi casa. En el trabajo, los nuevos y jóvenes empleados que habían sido contratados de forma eventual hacían estrategias para quedarse con mi puesto y de trabajo y, por si esto fuese poco, yo tenía un local comercial y todos los vecinos de la zona no paraban de molestarme para comprarlo a precio de saldo o incluso ocuparlo por la vía de los hechos. Todo eso me hizo pensar en mi lejana y alocada amante brasileña y me puse en contacto con ella para lograr cierta paz espiritual. No quería ganarme el cielo ni la exoneración de mis pecados. Sabía que era de sobra un hombre condenado. Era algo más terrenal. Quería recuperar algún sentimiento piadoso y humano. En otras palabras, quería hacer un testamento en su nombre para ayudar a alguien que realmente había amado en un tiempo mejor. Pero me equivoqué en las formas. Craso error. Ni siquiera eso podía darme ella. Pronto me daría cuenta de que la más codiciosa de todos era ella. Es más, incluso descubrí que era muy sagaz y astuta. Hasta tal punto que utilizaba la psicología inversa para despertar mi deseo por ella. Pero el principal culpable era yo. Necesitaba algo a lo que agarrarme. Sentía sobre mis hombros el peso de la muerte No solo de la mía si no la de mis padres. Aquella analítica descontrolada me había hecho conectar con mi más tierna infancia. Ahora comprendía como el paso de los años había ido atenuando un dolor que siempre había estado allí. Un dolor tan fuerte que me había hecho ser un niño malcriado y un adolescente problemático. Un dolor tan grande que me había llevado a la más absoluta soledad. Fue entonces cuando tuve un sueño en el que hablaba con el barquero Caronte.
⸻¿Por qué has venido hasta este remoto lugar?
⸻Mi dolor me trajo hasta aquí.
⸻Supongo que quieres cruzar hasta la otra orilla…
⸻¿Crees que me servirá esta moneda para pagarte el viaje? ⸻le pregunté sacando una moneda oro del bolsillo.
⸻¿Por qué tienes tanta prisa? ⸻replicó.
⸻Me salió una analítica descontrolada. Apunta a que tengo cáncer.
⸻¿Te lo dijo el médico?
⸻El médico de cabecera me envió al especialista y tuve que esperar dos meses para que me hicieran un tacto rectal.
⸻¿Y cuál fue el resultado?
⸻El especialista dijo que hay que repetir la analítica y volver dentro de tres meses.
⸻No me hagas perder el tiempo. ¿Por qué no te repitió la analítica el médico de cabecera? Habría sido mucho más rápido y ya hace tiempo que sabrías el resultado.
⸻Ya. Eso mismo pensé yo.
⸻Ese hombre no parece muy interesado en tu caso. Tal vez se acostumbró a las consultas telefónicas y no quería hacerte el tacto rectal.
⸻Sí. Supongo que debe ser eso.
⸻¿Y no vas a hacer nada?
⸻No. Los médicos de cabecera a veces parecen más simples médicos funcionarios, en lugar de médicos funcionales.
⸻Hombre, meterte en el dedo en ano no es que sea muy agradable, pero parece que hay médicos a los que no les asusta evitar la responsabilidad de salvar las vidas de sus pacientes.
⸻Sí. Si no fuera un asunto serio, incluso parecería algo de broma. Creo que el especialista que finalmente me hizo el tacto rectal era gay.
⸻Entonces, ¿tienes cáncer o no?
⸻No lo sé. El urólogo gay me dijo que cada día le hacen menos caso a esas analíticas.
⸻Te diré la verdad. La segunda analítica saldrá bien. Eres un hipoconcriaco y te has intoxicado leyendo cosas en internet. No tienes cáncer, pero a todos nos gustaba verte sufrir. De todas formas, volverás aquí otro día ⸻replicó Caronte.
De repente desperté. Era un nuevo día tenía que volver a ir a trabajar. De nuevo tenía mis dudas. No tenía ganas de trabajar. Seguro que era la depresión. Estaba en mitad de un gran ciudad como Sevilla y cada vez me sentía más aislado. Algunas cosas sencillas me costaban tanto trabajo que parecía que vivía en el Polo Norte. Sin embargo, tampoco tenía sentido seguir quejándome. Como estaba obligado a seguir pagando las facturas, decidí volver a mi puesto sin rechistar. A primera hora, me llamaron para que atendiera un caso curioso. Aquel hombre se estaba quejando demasiado. Los funcionarios nada más le daban excusas. Sin embargo, una funcionaria razonable me dijo que acompañara a un hombre a la planta de arriba. Por lo visto se apiadó de la situación desesperada de aquel parado y quería hacerle un favor. En realidad, no era. En efecto, era un servicio público. Necesitaba unos trámites para cobrar una prestación. En cierto modo, me sentí identificado con el inenarrable periplo de aquel pobre desempleado. Cuando llegamos a la segunda planta, encontramos un grupo de unos diez funcionarios ociosos que charlaban sobre temas deportivos. Pero me llamó la atención uno de ellos que leía en internet algo sobre Kaliningrado. Me pareció el único que era culto. Pocas veces salía en los medios de comunicación ninguna información al respecto. Pero la realidad era que existía una ciudad rusa en mitad de la Europa de la OTAN. Debido al acercamiento de otras antiguas repúblicas soviéticas hacia la cultura occidental, ahora Kaliningrado se había quedado aislada cerca de Alemania, entre Polonia y Lituania, a una distancia de más de mil kilómetros de la frontera con Rusia. ¿Y qué había hecho Putin? Pues había creado una inmensa base militar con un moderno sistema antiaéreo llamado S-400 y, además, la había armado con misiles Iskander con capacidad nuclear. ¿Por qué nadie hablaba nunca de eso? En otras palabras, teníamos una enorme amenaza en las mismas puertas de la Unión Europea. Mientras tanto, el hombre que había venido a la planta de arriba para solucionar un papeleo, palideció al ver la situación. Se notaba que necesitaba el dinero de la prestación.
⸻Buenas tardes, este señor necesita que alguien lo atienda ⸻les dije.
⸻¿Qué ocurre? ⸻preguntó uno de los funcionarios.
⸻¿Cómo has subido hasta aquí? Esta zona no es la de atención al público ⸻dijo otro de los funcionarios.
⸻Me han dicho abajo que acompañe a este hombre para que le tramiten una prestación ⸻le dije.
⸻Oye, Manuel ⸻dijo con mucho cinismo y hablando como si no estuviéramos presentes, uno de los que tenían que hacer el papeleo⸻, para ese tipo de trámite es necesaria una cita previa, ¿verdad?
⸻Creo que sí, Joaquín. Mucho me temo que no podemos hacer nada y que es mejor cumplir el protocolo. Para hacer el trámite necesita una cita previa.
El colapso en la Seguridad Social era del tal magnitud que no había citas previas disponibles. Los vigilantes de seguridad que estaban en la puerta tenían que calmar a la gente que perdía los nervios en las puertas de las sedes de la importante institución pública. No obstante, los embargos de Hacienda funcionaban como un reloj. Pocas expectativas para los pobres y para los emprendedores. Y esta vez no se podía culpar a la sombra de la dictadura de Franco, aunque era todavía visible y larga. La naturaleza de esta nueva locura administrativa era un paso más allá. Un país de servicios y planteado para que la organización social se perpetúe con pocos cambios. Un lugar donde lo original es completamente extraordinario porque lo que abunda es la copia. Donde los funcionarios tienen hijos que, a su vez, vuelven a ser funcionarios. Donde los camareros tienen hijos que son camareros. No es algo tan radical como las castas de la India, pero España no tiene nada que ver con el sueño americano. Y ahora las desigualdades son cada vez mayores. A veces, pienso que soy demasiado consciente. Sin embargo, mi inconsciencia tampoco se queda a la zaga. Me acordé de nuevo del «estado agéntico» que había leído en libros de psicología, pero no había ninguna excusa para tratar de esa manera a la gente. Estaba claro que nos esperaba un mundo cada vez más desnaturalizado. Las desigualdades estaban creando una serie de injusticias que hacían recordar lo que estaba en los libros del pasado. Esa manera despótica de actuar de unos simples funcionarios públicos revelaba la brecha social que se estaba creando entre los ricos y los pobres. No había duda. Su situación ociosa era evidente y todo aquello no había norma ni protocolo que lo soportara. Más bien parecía una burla y una especie de malvada conciencia de clase que hacía gala de su desmedido poder para imponer una manera de trabajar menos, a costa de alargar la infelicidad de los pobres. De esa forma, sin ni siquiera hablarle a la cara o mirarlo a los ojos, lo invitaron a que se marchara. Todo aquello era muy cruel. El más descarnado distanciamiento social había llegado para quedarse. Yo no entendía por qué ninguno de aquellos funcionarios aunque fuera por humanidad, le había querido hacer un pequeño favor. «Queremos el mundo y lo queremos ahora», había dicho Jim Morrison. Un mundo nuevo mucho más amplio se extendía en alguna parte y, de alguna manera, yo quería forma parte de él, lo que significaba alejarme todo lo posible de esos seres grises que se ganaban la vida poniendo malvadas excusas a los pobres. Una cosa estaba clara ahora: la burocracia en España ahora era peor incluso que en el siglo XIX y la digitalización era un arma para deshumanizar más todavía la vida cotidiana. Tal vez en el futuro eso se iba a traducir en un aumento de la violencia, no lo sé. Yo veía numerosos síntomas de que la gente tenía deseos de tomarse la justicia por su mano. Pero aquellos gestos que hacían a la gente más pobre no salían en las estadísticas. Y nadie sabía hasta cuándo tenía que esperar el parado para salir del aprieto, porque no existían citas previas cercanas y, por lo tanto, el pobre hombre ni siquiera iba a poder volver a casa con el pequeño consuelo del divertido título de Larra: «Vuelva usted mañana».
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.