Si hubiera que preguntarle a algún objeto que nos contara la historia del siglo XX, probablemente el más elocuente sería una pistola. Porque la mayoría de las pistolas tienen pasado y todas las cosas que tienen pasado tienen memoria. No obstante, a menudo, es mejor que las pistolas permanezcan en silencio. Solo a veces, los videntes pueden hacerlas hablar sin que corra la sangre. Esta es la historia que me contó la pistola de un gánster, una pistola que compró Meyer Lansky. Este revólver, a la postre, sería la mejor prueba de cargo que probaría la existencia de un remoto pasado.

Estamos en el año 2062. Unos pocos años atrás se ha producido el primer contacto con una civilización extraterrestre. Sin embargo, las distancias entre ambas civilizaciones eran tan lejanas que aquí solo podían llegar algunos de sus modernos robots, androides que en la actualidad son personajes habituales en la Tierra. Me llamo Idalmis Hernández y soy una hechicera que vive lejos de la Globalización, en la afueras de La Habana.

Rick era la primera vez que viajaba hacia una isla y quería saber si era cierto que la vida insular era en general más relajada que la vida continental. Incluso se sentía como si acabara de entrar al otro lado de un libro. Un libro que hubiera cruzado diferentes capas de historia. Entonces, en lugar de tomar un aerotaxi que lo trajera volando por la ruta aérea más corta, decidió viajar por tierra en un vetusto y contaminante vehículo a cuatro ruedas.

Aquel coche incluía un desenfadado conductor humano, y entre ambos formaban un conjunto bastante pintoresco, una estampa que, según había leído no recordaba en qué libro, emulaba de forma razonable la mitificada época de la mafia americana. Tanto es así que, de improviso, el conductor se detuvo en un lugar retirado bajo la excusa de que no podía reprimir sus ganas de orinar. Era un día de mal tiempo y de la nada aparecieron dos matones que lo sacaron del carro y lo molieron a golpes. Aquellos dos gorilas morenos con espaldas cuadradas tenían cara de pocos amigos y eran muy profesionales.

Por ser la primera vez que le pegaban desde que había llegado al trópico, se abstuvo de hacerse el héroe. Entretanto, el taxista salió huyendo a toda pastilla. Seguro que estaba implicado. No pudo ver la matrícula, pero era un Chevrolet Impala del 57. Los matones seguían a lo suyo. Tenía que decir en su descargo que, al fin y al cabo, fueron educados, y es que después de golpearlo con bastante saña, sin solución de continuidad, le pidieron con la mayor amabilidad que se marchara en su nave de vuelta al imperio de la Globalización.

Verdaderamente albergaba fundadas sospechas de que aquello había sido porque se había quitado el localizador que todos los trabajadores globales llevaban insertos en su muñeca derecha. De hecho, sobornó a un robot que hablaba una lengua vernácula para que le aplicara una breve cirugía antes de pilotar la nave que lo había llevado hasta aquella remota isla, ajena en tantas cosas al modo de vida y al orden establecido en el lugar de donde provenía. A cambio, le quedaba una pequeña cicatriz, pero así había deshecho la perpetua localización de la Globalización y, por ende, del control de sus datos por parte de Cambridge Analytica.

No obstante, lo estaban esperando. Eso quería decir que allí lo sabían o al menos sospechaban algo de lo que había hecho o de lo que pretendía hacer. Después de todo, esa era la conclusión más lógica. En todas partes había extrañas conexiones, o tal vez los tentáculos del control se extendían allende las fronteras «oficiales» de la Globalización. No le sorprendería que hubiese una suerte de convenio para el intercambio de información secreta, información que afectara a la seguridad de los personajes corruptos de ambos mundos. Quizá porque nadie podía tolerar que un investigador militar fuera por libre. Un individuo así podía buscar la verdad y eso era demasiado peligroso para los dos sistemas. Aun así, le habían dado una última oportunidad. Y nunca había que obviar una amenaza de muerte. Tanto es así que le presentaron como ejemplo la posibilidad de que podía acabar «profesionalmente» cadáver con una pistola muy parecida a la que había venido a buscar a La Habana. Ante tales vehementes muestras de preocupación por su vida, dedujo que debía de estar en peligro, y al mismo tiempo tuvo a bien reconocer que se sentía un poco halagado.

Poco se imaginaban ellos que bajo su semblante flemático se ocultaba un indecible sufrimiento interno y que trataban con un individuo totalmente desesperado, alguien que era como una olla a presión y que había llegado a su verdadero punto de ebullición. Es decir, un tipo débil pero completamente loco y que en ese momento apenas se defendía por miedo a que, llevado por su vértigo interior, pudiera matar a cualquiera o dejarlo inválido a la primera de cambio. Ajenos a los verdaderos frenos de Rick, ellos continuaron dándole la brasa. Eran muy bocazas. A tenor de sus últimas afirmaciones, su beligerancia no solo era física, sino también moral.

«Buscar esa pistola será lo último que harás», «ni lo intentes», «eres un simple empleado de oficina, es decir, un cobarde», «sabemos que te has quitado el localizador, pero este asunto te viene

un poco grande, no eres un tipo serio», «tus propios compañeros hace tiempo que te han dado de lado», «solo eres un simple borracho», le dijeron.

Esas rudas maneras acompañadas de tales aseveraciones confirmaban sus sospechas, es más, ponían de manifiesto que su mala reputación de bebedor y pendenciero ya era conocida al otro lado del mundo. «¿Cuál te gusta más, la cerveza Príncipe o la cerveza Cristal?», le preguntaron. No le había dado tiempo a juzgarlas, y desde luego no esperaba tan pronto que las cosas tomaran ese cariz tan personal y tan concreto. Dicho sea de paso y para aclarar ese extremo, Rick no tardaría mucho en descubrir que le gustaba mucho más la cerveza Cristal.

Su jefe ordenó encontrar esa pistola histórica porque estaba envuelta en un asesinato. En realidad, estaba allí para encontrar a la mujer que la tenía en su poder, una asesina que había  matado a un personaje importante de la Globalización.

Por lo demás aquel viaje era un paseo por un mundo anclado en un pasado anodino y peligroso. En teoría, podía viajar al espacio, un viaje al trópico sería pan comido para él. Pero no se llamaba a engaño, él no era un hombre de acción. En otras palabras, siempre había estado metido  en una oficina al cargo del archivo de inteligencia, un archivo que al final había resultado tener más importancia de la que parecía. No podía negar que debido a sus conocimientos de historia podía tener cierta ventaja a la hora de moverse por Cuba y de localizar la pistola. Aunque había otra poderosa razón para aquel viaje tan descabellado: tal vez su jefe pretendía quitarlo de en medio. Porque él, debido a su trabajo, tenía acceso a abundante información. Sabía demasiado. Y tenía fundadas sospechas que su jefe cuya identidad era secreta y solo conocía el nombre, estaba metido en asuntos sucios. Eso le hacía ser susceptible de un atentado. No en vano, desde hacía un tiempo existía un movimiento político que negaba información veraz y la historia, por lo que hombres que tenían acceso a las fuentes de la historia a menudo eran objeto de atentados o accidentes sospechosos.

En realidad, esa sospecha era la verdadera razón por la que Rick se había quitado el localizador. Tal vez podían enviarle un sicario si sabían dónde estaba. Se sentía en peligro. Vivía en una época en la que se había impuesto la posverdad, una etapa en la que se inventaban realidades paralelas con el fin de ocultar lo que estaba pasando. Pero él nunca había estado en primera línea porque era una persona que siempre iba a contracorriente, sufría una suerte de síndrome de sinceridad brutal. En otras palabras, le resultaba prácticamente imposible mentir y era tan bocazas que se caracterizaba por provocar polémicas y encabezar mayúsculas indiscreciones.

Empezó a llover. Era tiempo de ponerse en marcha, pronto se familiarizaría con el clima caribeño, porque ya estaba en otro mundo y así eran las cosas en aquella nueva aventura. A Rick le gustaban los clásicos, era un hombre muy culto, poco habitual. Feo, alto y de ojos saltones. Su edad

se acercaba a los cuarenta y tres años, y su salud era precaria. Por poner un ejemplo, en esos días precisamente había terminado el periodo de convalecencia de una reciente operación. Le habían hecho un remiendo en sus partes bajas y su salchicha se acababa de recuperar de una circuncisión in extremis. Origen español, piel atópica, hipocondrías recurrentes y todo esto aderezado con la enfermedad de Graves-Basedow avanzando lentamente en su organismo. Esa era la razón del mal humor y de su aspecto patibulario. Irónicamente, el peligro era el mejor bálsamo para luchar contra esos intempestivos estados de hipocondría y él lo sabía.

Deseaba aventuras porque hacía tiempo que pensaba que estaba viviendo una vida que no era la que quería llevar. De hecho, no quería utilizar ese calificativo, pero estaba seguro de que, injustamente, era considerado un pálido ratón de biblioteca ―un gusanito lector, como dirían los ingleses― por muchos de sus hipócritas compañeros. A menudo, sus colegas de profesión eran bastante insolidarios, por no decir completamente deleznables. Todos miraban solo su lado intemperante, lo tachaban de bohemio y no valoraban su insobornable lealtad a la verdad y al conocimiento de la historia.

Encerrado en un completo mutismo, el viejo lobo —el hombre es un lobo para el hombre— que había ido creciendo en su interior afilaba sus colmillos. En efecto, a pesar de esos defectos, Rick tenía algo de lo que los demás carecían, era un privilegiado tocado por un extraño don: era un vidente y el universo lo guiaba. Es decir, había una rara fuerza natural dentro de él que le llevaba a realizar proezas y a ser el verdadero protagonista, por eso obedeciendo se sentía desperdiciado.

Y desde que no obedecía a sus verdaderos impulsos —mucho tiempo atrás—, Rick Cortés tenía depresión. Era el último de la fila y parecía que su papel en aquella comedia eran siempre los trabajos secundarios lejos de los focos y de la verdadera acción. Y una cosa era cierta: los demás no tenían culpa de su depresión. Porque en la depresión es muy importante la actitud que uno toma ante su problema, y no se podía culpar a la gente sino buscar una solución. La culpa era suya. No había que suplicar por las cosas. Era mejor tomarlas por iniciativa propia. De cualquier modo, tanto tiempo refugiado en su tristeza —su particular zona de confort— era algo incompatible con alcanzar un verdadero grado de autorrealización.

Mientras tanto, para que no descubrieran su plan secreto —si era cierto que su jefe quería deshacerse de él—, tuvo que evitar una actitud displicente ante sus superiores. Se esforzó en soslayar los gestos de disconformidad. Incluso intentó que pasaran desapercibidos sus internos desafíos a la autoridad, amén de sus devaneos con el alcohol y las mujeres. Y, por supuesto, los dejó creer que había llegado el momento de sufrir un ejemplar castigo y unas innumerables tribulaciones por enfrentarse solo a una peligrosa investigación en el trópico.

Era cierto que los papeleos habían sido difíciles, pero, afortunadamente, la investigación

privada, en teoría, sí estaba permitida en la actualidad por el régimen comunista, y la búsqueda de una pistola histórica —una menudencia para todo un investigador militar— en principio no infringía ninguna ley vigente. Por lo demás, Cuba había quedado fuera del gran convenio espacial por el que todos los países desarrollados se habían repartido la conquista de Marte y de otros planetas del Sistema Solar y, en última instancia, de la Vía Láctea.

En otras palabras, era un sitio condenado al ostracismo, un régimen ermitaño, un lugar encerrado en sí mismo. Eso recordaba cómo se malograron viejos amagos de apertura del pasado, y a su mente venían los viejos recuerdos de las fotos del Papa Juan Pablo II o cuando los incombustibles Rolling Stones dieron un concierto en La Habana, sin olvidar la ya mítica visita del presidente Obama, que ilusionó a mucha gente. Aunque, por supuesto, en última instancia, todos aquellos gestos quedaron en agua de borrajas a la vista de que se estaba cumpliendo a rajatabla la célebre frase del Gatopardo: «Que todo cambie para que todo siga igual».

El ejército y el tejido funcionarial había acogido una y otra vez el relevo de la dinastía de los Castro sin inmutarse, aunque sí había una cosa positiva: hablando de burocracia una pequeña propina en un país tan pobre adelantaba los trámites. ¿Cómo serían los militares cubanos? Rick estaba deseando conocer a algún militar cubano, porque la investigación que pensaba llevar a cabo no podía dejar de lado la cúpula del poder. Por ahora, aquel país le parecía anticuado,  pero divertido. Incluso había echado un vistazo a sus leyes. Mirado a voz de pronto, el Código Penal cubano era parecido al de la Globalización con algunas sonadas excepciones; a saber, estaba vigente la pena de muerte por motivos políticos. En otras palabras, no había que olvidar que allí, si ellos querían —o te metías en un lío con los militares—, no les temblaba el pulso, directamente te fusilaban.

Se despertó. Los matones ya no estaban. Repasó sus pertenencias. Había sido solo un aviso y no le habían robado nada. Sintió un escalofrío, tenía toda la ropa mojada. Cuando recobró el conocimiento, llevaba los ojos morados y un fuerte dolor en el lumbago. Mentira, en realidad le dolían hasta los calcetines. Estaba tirado en un campo. Gajes del oficio. Recapituló de nuevo. Tenía que reorganizarse. Estaba en un país desconocido y se había quitado el localizador global, pero no había que ponerse nervioso. Es más, era el momento idóneo para emprender la misión a la que  había venido: le habían encargado que encontrara una pistola, un revólver histórico que había pertenecido al financiero de la mafia, a Meyer Lansky.

Miró de nuevo a su alrededor. Si por primera vez una nave extraterrestre se posara en algunos lugares de aquella isla, indudablemente sus pasajeros pensarían que todos los humanos vivían en el siglo pasado, aunque igual podía mirarse de otro modo, no en balde los extraterrestres eran ellos.

Se limpió los zapatos. Entonces, de la nada apareció un mercader extraño e intentó venderle

un abalorio. Su aspecto recordaba algo de ultratumba. Por decirlo de una manera visual, aquella escena perfectamente podía haber sido sacada de la antigua película de George Lucas. Entonces, Rick pensó que, a juzgar por el escenario, sin querer estaba protagonizando una versión cómica y latina de «La Guerra de las Galaxias». En ese preciso momento desenfundó su arma láser. No era broma, la dotación de un investigador militar incluía un arma láser. Por el contrario, en la actualidad, en Cuba escaseaban las armas láser porque su uso había sido restringido solo para las fuerzas del régimen comunista. El mercader se fue asustado y Rick se dio cuenta de que, a pesar de todo, no sabía si tenía suficientes redaños para disparar si hubiera sido necesario. En el fondo, muy a su pesar continuaba siendo un simple investigador de un archivo. Con todo, había sobrevivido. Incluso su salchicha había superado aquel primer embate. Y, a decir verdad, le gustaba la arquitectura abigarrada de ese extraño país lleno de exuberancia y profusión, incluso estaba encantado en particular con la curvatura de sus palmeras.

«¿Sabes al lugar que vas?». Se puso a caminar mientras evocaba en su cabeza la pregunta de otro historiador que era su amigo. «Claro, me hago una vaga idea», le respondió Rick, «es uno de los dos únicos países del planeta donde no se vende Coca-Cola, el otro es Corea del Norte». «Pero allí pueden matarte», le respondió su amigo. «Pues, entonces, así me ahorraré el sepelio», le contestó Cortés.

Rick sabía que Cuba era un mundo aparte. De hecho, salvo algún raro periodo, podía decirse que en toda su historia solo había existido la dictadura. Y esta investigación iba a ser como un viaje en el tiempo, un viaje con matices a las clásicas novelas de detectives.

Tenía prisa por llegar, aunque una cosa era cierta, estaba dolorido y cansado. En ese preciso momento, comenzó a arreciar la lluvia. Se encontraba aterido. Por otra parte, intentaba descifrar el mensaje que le habían traído los simpáticos matones. ¿Cómo sabían que se había quitado el localizador? Una cosa estaba clara: a buen seguro, alguien quería que volviera en una nave justo por donde había venido. Pero Rick no era ningún cobarde. Es más, era una persona temeraria y curiosa. Es decir, a pesar de sus defectos, tenía las cualidades perfectas que todo investigador militar debía poseer, y se daba perfecta cuenta de lo que sucedía. En aquel momento iba a cruzar una línea que no tenía vuelta atrás. Se sobrepuso como pudo y descartó sus gafas de última tecnología, en su lugar sacó, a pesar del mal tiempo, de su maleta unas antiguas gafas de sol. Acto seguido, salió de nuevo a la carretera y tomó otro vetusto automóvil que también funcionaba como un taxi hacia el Hotel Ambos Mundos.

Para romper el hielo, le preguntó al taxista qué pensaba del periodo del ya lejano presidente Donald Trump —cuyos sucesores llevaron al mundo a la Globalización espacial—, y el conductor le respondió que la elección de Donald Trump fue un golpe de Estado al sentido común. Esos eran

los perjuicios de la democracia. Cuando la democracia se volvía corrupta era muy parecida a la dictadura. Aquella respuesta tan sencilla y razonable demostraba el sentido común del taxista.

Era por la tarde y se había colocado un sombrero blanco. Por supuesto, no fue un camino recto. La conducción se volvió de improviso un poco acelerada, agresiva y peligrosa. En aquel momento, ya se había dado cuenta de que los mismos matones, de nuevo, lo andaban siguiendo. Y tras intercambiar ciertas miradas cómplices con aquel taxista de color —al que prometió una gran propina extra si conseguía despistar al Cadillac descapotable que llevaban detrás—, fue consciente de que, a pesar de aquel primer contratiempo, había tenido suerte de tomar tierra sano y salvo en mitad de aquella enorme tormenta. Uno de ellos sacó una pistola láser, hizo un ademán, pero se abstuvo de realizar disparos. Rick también guardó su arma.

Poco después, se desató una lluvia de rayos y centellas. Era la temporada de los huracanes, y el clima en el trópico se tornaba por aquellas fechas bastante travieso. Sin ir más lejos, el día anterior, por ejemplo, habían tenido que desviar a varias naves a Miami para que repostaran a la vista de la imposibilidad de acometer la maniobra con seguridad. De hecho, en su aterrizaje, todos los operadores de pista se fundieron en un caluroso aplauso cuando su nave se quedó quieta en un lado de la terminal.

Cuba le parecía como si fuera el escenario real de un libro. A veces tenía la sensación de haber entrado en el interior de la novela «Nostromo» de Joseph Conrad. Además le fascinaba aquel laberinto de exóticas carreteras y de pintorescas calles desfilando como una obra de arte delante de él. Su cabeza era entonces un marasmo de actividad. En ella pugnaban con renovada pujanza innumerables factores psicológicos por atraer su atención en aquel nuevo escenario. A tenor de los recientes estudios que relacionaban el clima con los actos criminales y los suicidios, el trópico para la policía debía de ser un lugar muy ajetreado. Sin embargo, para vivir una aventura, Cuba era un lugar divertido y peligroso. Harina de otro costal. Otra cosa que le llamó la atención era que apenas había robots, y mucho menos, robots alienígenas.

Todavía estaba riéndose por el aspecto de los trabajadores del puerto espacial. Incluso las funcionarias que le pedían el visado —con una evidente sensación de hilaridad— o las vigilantes en los controles de accesos, pues le llamaban la atención porque eran mujeres muy jóvenes y bellas. Estaba claro que la naturaleza prodigaba tanto su belleza en aquellas latitudes que, como andaban tan sobrados, tenían que usarla hasta para fines extrañamente anodinos. Y vaya morbo aquellas preciosas mujeres mulatas vestidas de policía. Desde el principio parecía una enorme broma. Cuba era una enorme broma de la Naturaleza. Como si de cierta retorcida manera, el sentido del humor estuviera a cada instante en toda la isla a la orden del día.

En aquel país todo estaba amañado. Cuba, íntegramente, parecía estar diseñada para cautivar

los cinco sentidos. Incluso el mutismo cómplice del taxista parecía haber estado preparado de antemano. Al mismo tiempo, allí parecía haber carta blanca para hacer lo que uno quisiera. Todo parecía estar permitido. Era como en las películas, pero iba en serio, por lo que aquello daba un ambiente muy propio de las antiguas novelas de detectives. En efecto, Rick, aunque iba vestido de forma diferente y moderna, llegó a temer que los cubanos pensaran que no era un tipo duro. La razón era simple, los ojos del investigador militar comenzaron a derramar lágrimas. Este hecho, sin duda, se prestaba a una errónea interpretación. Para él era algo habitual, a menudo las lágrimas le asomaban por debajo de sus oscuras gafas de sol.

El taxista —que miraba de soslayo por el retrovisor— pensaría que estaba sobrepasado por el miedo, sobre todo debido a que le asustaban el par de matones que le habían pegado anteriormente y que ahora querían matarlo. Lo de los matones se la traía al pairo. Mientras tanto, la mente de Rick divagaba en un silencioso soliloquio. Habían dicho algo cierto: era un amante de la historia. En cierto modo, antes de venir, había hecho un viaje virtual a La Habana. Había consultado toda la información y había leído los libros más interesantes. Conocía Cuba sin haberla pisado jamás. Por eso, si alguien le preguntaba qué le sucedía, era mejor decir que se hubiera emocionado por volver al paraíso de la rumba.

En otras palabras, todo aquello podía perfectamente ser el efecto de la belleza en la sensibilidad de un verdadero experto en la historia, en la historia del Caribe. Se había distraído un momento, pero sus distracciones eran de calidad, de una conmovedora calidad. Le fascinaba la arquitectura colonial, y sí, por supuesto, se sentía conmovido por todo aquel nuevo mundo que desfilaba ante sus otoñales ojos. Era su vuelta a una tierra de promisión, a la tierra de la inconmensurable rumba actualizada. El pegadizo ritmo de la rumba moderna salía a chorros por su corazón cansado y perezoso.

Sin embargo, algo había cambiado en él, tenía ganas de vivir, rabia por la vida. Había llegado la hora de demostrarle al mundo quién era en realidad Rick Cortés. Estaba en el escenario perfecto para dar rienda suelta a sus anhelados deseos de placer y aventura. Aquel era un lugar donde muchas cosas se habían conservado intactas durante más de cien años. Era cierto que por todas partes deambulaban los drones y que la policía y el ejército iban armados con pistolas láser. También había algunos edificios que contaban con la última tecnología, y un cierto número restringido de naves espaciales despegaban y tomaban tierra todos los días en el puerto espacial de La Habana. Pero, en general, Cuba vivía en una época anterior a la revolución espacial.

Entretanto, Cortés continuaba derramando lágrimas. Lágrimas que podían ser atribuidas a cierta felicidad. Porque el señor Cortés podía ser confundido con un personaje, tal vez un personaje importante. En realidad, se sentía como un héroe y cualquiera que mirara las lágrimas en sus

mejillas en aquel momento debía creer que era el resultado de la emoción ante el recuerdo de los inigualables casinos, los alucinantes cabarets y del mejor ron que ofrecían para los turistas adinerados las esculturales cinturas de La Habana.

No obstante, acaba de llegar y ya desdeñaba al Floridita y a la Bodeguita de Enmedio. No había que olvidar que Hemingway fue alcohólico, y a buen seguro se había emborrachado por todos los bares de la ciudad. ¡Qué más daba uno u otro! Aquellos lugares eran solo una meca para bebedores y eso es algo absurdo por definición, pues para emborracharse es bueno cualquier lugar. Además, su espíritu ya no era auténtico. ¿A qué venía eso de pedir reserva? Por muy bonito que fuera, se trataba de un antro. Un antro con caché, pero antro, al fin y al cabo. Uno de los siete antros más famosos del mundo, como podía leerse en el letrero de su cabecera. Se habían vuelto tan exquisitos que si Hemingway levantara la cabeza lo mismo ni lo dejaban entrar. Evidentemente ya no era lo mismo que en los años cuarenta del siglo pasado. Lo habían mancillado las infinitas oleadas de estúpidos turistas mareados.

Él necesitaba otra cosa, tal vez prefería una calle de en medio, su propia e intangible calle de en medio. Una calle literaria y espacial por donde ascender hacia el cielo de las promesas divinas. Porque aquellas lágrimas le sabían a gloria, a la gloria infinita de saberse protagonista de su propia historia.

O tal vez el taxista, a buen seguro, pensaría que se alegraba mucho de pisar tierra o que estuviera conmovido por algún tema sentimental. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto era que, a pesar de los golpes, el lagrimeo obedecía a otra razón mucho más prosaica. De nuevo tomó un trago de su pequeña petaca. Era el alcohol. El investigador militar padecía una oftalmopatía tiroidea y aquella rara enfermedad había vuelto a sus ojos alérgicos a los licores.

También era un mensaje, ese profuso lagrimeo era la desesperada forma que el organismo intentaba llamar la atención sobre su necesidad de abandonar la bebida. Rick ya estaba acostumbrado a que sus ojos lloraran sin control en situaciones embarazosas, no obstante, le solía pasar en las reuniones sociales, y para los demás siempre era una sorpresa. Una sorpresa que atribuían a las razones más peregrinas. Una vez, por ejemplo, un amigo pensó que se había puesto a llorar mientras paseaban por la calle —anteriormente había contado que había sufrido un desaire por un compañero de trabajo—, y como malinterpretó sus lágrimas, adoptó una actitud condescendiente y sensiblera. Lo cierto es que era un mal que parecía mucho más dramático y triste de lo que en realidad era. Le lloraban los ojos de forma automática, eso era todo. Al principio solía preocuparse, pero ahora a veces incluso resultaba divertido. La experiencia era un grado. Solo debía descansar y al día siguiente todo estaría bien. Volvió a decirse a sí mismo que ya tenía preparada una respuesta para no extenderse en prolijas explicaciones. Se sentía como si ya hubiese

estado allí en sueños. Estaba emocionado por volver a La Habana. Era la vuelta al país de la tolerancia. Era la vuelta al otrora París del Caribe. Era la vuelta al reino de lo insólito. El preludio de la visita a los lugares más infames. Un paraíso abigarrado donde antaño —en sus más bellos sueños— había sido hermosamente feliz. Y esa belleza de ese soberbio paraíso había decretado el final del aburrimiento. Tantas horas de tedio repasando expedientes para probar un insidioso soborno o demostrar un mezquino fraude político. Ahora, por fin, había llegado la hora del peligro, del peligro y de la vida.

—¿Puedo preguntarle algo? —dijo de repente el taxista.

—Claro —respondió Rick.

—¿Viene usted de la Globalización para hacer turismo? Yo le puedo recomendar varios lugares donde hay chicas y sirven el mejor ron de La Habana —añadió el taxista.

—No, gracias. Soy alérgico al alcohol y mi salchicha está convaleciente, me acabo de operar de una circuncisión —replicó Rick.

—Es broma, ¿no? —dijo el taxista.

—Hablo completamente en serio —contestó Rick.

—¿Quiere decir que ha venido a Cuba y no puede divertirse un poco? —preguntó el taxista.

—No hay mal que por bien no venga. Además aunque parezca mentira, todavía no estoy preparado para ser un auténtico sinvergüenza. Mire no le diré que no voy a hacer caso de la belleza femenina, pero lo es que no he venido para hacer turismo ni para pasarlo bien. He venido por motivos de trabajo. Soy un investigador militar, por eso me andan siguiendo — contestó Rick.

—Tendrá la salchicha convaleciente, pero tiene usted lo que hay que tener ―dijo el taxista.

―No puedo darle más detalles, pero le diré uno que no es cosa de broma: creo que voy a investigar un asunto muy peligroso ―añadió Rick.

―Es usted un héroe —respondió el taxista.

—A veces, generalmente, soy una persona normal —replicó Rick.

Entretanto, el taxista, para despistar, se metió por el túnel que discurría por debajo de bahía de La Habana. ¿Por qué le habían encargado que encontrara aquella histórica pistola? Era una pistola que Lansky —el financiero de la mafia— había regalado a un guardaespaldas antes de macharse de Cuba, debido a la revolución comunista. Una joya histórica, pero, sobre todo, una prueba en un caso de asesinato. Un asesinato cometido por una mujer y que tenía ciertos tintes mafiosos. Obviamente, La Habana ya no era la misma que la de los tiempos de Meyer Lansky. La mafia americana se había ido del país hacía ya muchos, muchos años, y ya no quedaban testigos vivos de aquella época. Ojalá Rick pudiera hablar con alguno de aquellos testigos, como aquel joven guardaespaldas que luego

fue un comunista converso y se jactó en una lejana entrevista del pasado de la suerte indecible de haber conocido a estrellas de cine, entre ellas al inefable Frank Sinatra. Esos eran los privilegios de haber prosperado en el mundo del hampa. En efecto, pocos hombres habían tenido una vida con unos bandazos tan interesantes como aquel viejo cubano, que finalmente murió impávido en los brazos de una hermosa mulata de La Habana.

Rick estaba motivado. Le gustaba este caso. Estaba harto de los prosaicos trabajos que le habían encomendado en su pasada vida laboral. Verdaderamente, Rick en su juventud se sacó la licencia de investigador militar porque le gustaban los misterios como este. Había algo pasado de moda en sus secretas aspiraciones. Una pátina de carácter estético y heroico. En su fuero interno se hallaba la ambiciosa voluntad de hacer realidad una suerte de alquimia; volver divertida, interesante y apasionada su forma de ganarse la vida, conseguir que la lucha cotidiana por llevar a su casa el sustento fuera algo más que una simple estrategia de supervivencia, hacer de su vida una oda a la existencia. Harto de ser un simple buscador de datos —que en muchos casos probaban las mentiras de funcionarios y políticos corruptos— y cansado de intentar ser sobornado por personajes muy importantes de la Globalización, se alegraba sobremanera de haber emprendido aquella aventura. Un viaje en el tiempo a las novelas clásicas de detectives. La pregunta era ¿por qué lo estaban esperando? ¿Por qué le habían preguntado por su localizador?

En todo lo que le había sucedido había gato encerrado. El taxista lo había puesto al día mientras se secaban sus lágrimas. A la gente no le interesaba el pasado y eso él lo sabía bastante bien, pero a veces era bueno mirar al pasado porque de una democracia también se podía pasar a una dictadura, y en ese sentido la gente estaba bastante distraída últimamente, venía de un lugar donde para que no se pensara en el pasado, todo el mundo estaba encerrado en una estúpida burbuja de actualidad.

Por otra parte, él había desempeñado toda su vida un puesto muy delicado. Tenía información sobre los personajes más importantes del mundo. A pesar de su perfil bajo y de su trabajo anodino, gozaba de un aforo y de una protección —robots guardaespaldas incluidos— propios de las más altas personalidades. Sabía la verdad, es decir, podía desmentir la falsa historia del mundo que era inventada cada día. Es más, los militares compraban o mataban a la gente como él en su mismo país o en otras regiones de la Globalización. Es más, se sentía como un exiliado de la era de desinformación. Porque la historia era una forma de culpar a los enemigos y justificar las atrocidades del presente. Por eso todos querían que vendiera sus datos, algo que Rick siempre rehusaba. Había vivido siempre del lado de la verdad. Pero lo hizo de manera escéptica. No en balde sabía que, aunque en alguna parte la verdad permaneciera incólume, en el resto del mundo prevalecía la mentira.

Al fin y al cabo, el mayor privilegio de los altos cargos era el engaño en la toma de decisiones. Ellos diseñaban la zona de confort, incluso la realidad interior de la gente. Y frente a su realidad, solo quedaba la Oscuridad. En otras palabras, la superpoblación y el cambio climático de muchas zonas del planeta se ocultaban con mano de hierro. Y la realidad de los viajes al espacio era muy dura, no los enviaban a Marte. Esas naves de inmigrantes que abandonaban la Globalización lo hacían con destino al espacio, es decir, al vacío. Ese era uno de los secretos problemas de aquel tiempo, pero se intentaba ocultar. Todo el mundo sabía que el destino final del espacio era la muerte, y por eso a la mayoría de la gente no le interesaba hablar del tema.

En efecto, la sociedad parecía estar hipnotizada con en un cuento de «Las Mil y Una Noches». Y es que estaba siendo comprada y engañada con las pequeñas tecnologías cotidianas: los robots, los drones, las naves de alta gama, la inteligencia artificial y la realidad disminuida o la realidad aumentada. Solo había que mantener los ojos cerrados y las necesidades básicas cubiertas, mantener a la gente distraída, y para eso bastaba con obtener créditos que se proporcionaban a través de unos programas mentales que distribuía la Globalización. Rick, debido a sus estudios de investigador militar, tenía un pase para poder salir de los programas mentales, podía ir al espacio, pero no estaba autorizado para viajar hasta la Oscuridad. Nadie estaba autorizado para viajar hasta la Oscuridad, y él sospechaba que la mente se abría precisamente cuando llegabas hasta la Oscuridad. Porque la Oscuridad no solo era un lugar concreto, sino también un espacio mental. Por eso cuando dejabas de creer en la historia diseñada por el sistema y eras un ser librepensador y ocioso, te volvías débil y estabas solo, pero tu mente podía abarcar toda la realidad. En otras palabras, también podías comprender a un rebelde, a un mafioso, a un pirata, a un republicano o peor todavía, incluso a un comunista. Y entonces, de repente, veías la grandeza de la verdad. De improviso, comprendías la importancia de la historia. Y veías que uno de los grandes fallos de Occidente era la ignorancia deliberada de su propia historia. ¿Y a quién beneficiaba esto? A los poderosos que manipulaban la democracia. Porque la historia estaba relacionada con el poder, y el poder estaba relacionado con el dinero. Por eso las empresas como Cambridge Analytica preferían una generación sin memoria.

Mientras tanto hacía mucho tiempo que las redes sociales como Facebook eran cementerios y con aquellos nuevos diseños históricos del pasado incluso parecían estar volviendo los escenarios mentales anteriores a la revolución francesa. Al fin y al cabo, de lo que se trataba era de una nueva aristocracia, gente que, con toda la información a su disposición, hoy en día, incluso se permitía creer que la Tierra era plana. La ignorancia era el signo de pertenencia a un selecto club, al club de la Globalizacion. Dicho de otro modo, solo los locos se informaban. De esa forma tan extraña era como la gente de hoy en día se interesaba por la memoria histórica. Por eso se había sembrado un clima de crispación en torno a los historiadores. Incluso había gente que los acusaba de terrorismo

mental. Eran chivos expiatorios que tarde o temprano acabarían muertos o en una nave con destino a la Oscuridad, por eso eran metidas en cárceles virtuales todas las ideas que insinuaban que la memoria histórica afectaba al bolsillo. Al fin y cabo, era como una cuestión de clases sociales, pero en el mundo de las ideas. Había ideas que producía el conocimiento que eran consideradas propias de la chusma. En otras palabras, en la Globalización querían hacerte creer que contradecir la mentira era un signo de marginalidad.

¿Cómo, entonces, era posible volver a la Globalización después de haber visitado Cuba? Le daba la impresión de que el suyo era un viaje sin retorno. Porque la memoria del mundo tenía un testigo de excepción en Cuba. Porque Cuba era el fiasco de la mafia y el fiasco del comunismo, estaba hecha con la memoria del mundo. Era un collage, un crisol construido con trozos de historia, con todos los sueños del planeta, el epítome de todas las utopías del pasado.

En efecto, Rick se había quitado el localizador para sentir la Oscuridad, pero también una libertad deslumbrante, un sueño donde cabía una Habana que contenía una historia sin principio ni fin, donde todo estaba lejos a no ser que se demostrara lo contrario, y había lugares donde si uno entraba, salía sin nada o no salía. Un espacio anclado en el tiempo y donde todas las mujeres eran exuberantes y tenían nombres extraños, nombres que costaba recordar, pero que una vez que se pronunciaban eran imposibles de olvidar. Por supuesto, la situación en La Habana distaba mucho de ser como en aquellos tiempos míticos en los que Meyer Lansky y Lucky Luciano bajo la égida de los servicios de inteligencia americanos y de los poderes financieros del continente manejaban los hilos de un Estado de corte delictivo. Aunque ahora, como si por una inmemorial maldición provocada por su adolescente belleza, aquella isla había cambiado de dueño y se diría que había caído en manos de una poderosa y corrupta mafia nacional. Con todo, allí le podía haber sucedido cualquier cosa, La Habana, además de un sitio donde reinaba una ardiente promiscuidad, era también un lugar peligroso, un lugar que, a base de placer y de belleza, a veces mermaba la voluntad de sus visitantes, e incluso en casos extremos borraba la identidad de los extranjeros. Es decir, era un paraíso del olvido y se diría que un lugar creado expresamente para la corrupción.

El coche aminoró la velocidad. Al fin estaba a salvo. En aquel preciso momento, el taxista de color que había conseguido deshacerse de sus perseguidores— le dijo, como hablando simbólicamente, que el mar era muy peligroso con el mal tiempo que hacía en aquella época del año. Verse solo en mar abierto con una tormenta como aquella era mal asunto. El viento, con enormes rugidos, secundaba sus palabras. Había truenos y centellas. Sin duda, aquel lugareño —al igual que el propio Hemingway— conocía bien el mar y sabía de lo que hablaba. Pero eso no era todo. Verdaderamente, también había problemas en tierra. Es más, ahora se encontraban en un lugar tan alejado de su ruta normal que el hombre tuvo que hacer uso de su emisora para preguntar el

camino de vuelta hacia la calle Obispo, donde se encontraba el famoso Hotel Ambos Mundos.

Tras pagar sus servicios con una generosa propina en pesos convertibles, el investigador militar cruzó las puertas del hotel. Tenía la sensación de que mientras estuviera allí y en la zona de la calle Obispo estaría seguro. Los matones que lo venían siguiendo no se meterían en esa zona turística que estaba llena de policía, drones y testigos.

Después de desayunar en la terraza del hotel —cuyas vistas eran inigualables—, lo primero que hizo aquella linda mañana fue visitar una casa de empeños sita en el barrio chino, en el otrora lugar más pecaminoso del barrio chino, para más señas. La casa de empeños desde fuera parecía claramente una casa de citas. El encargado, un gordo viejo cubano con aire de película de Orson Welles —le recordaba a la vieja película «Sed de mal»—que parecía estar de vuelta de todo, no se sentía muy animado a contar la información que sabía. Es más, a todas luces, parecía estar muerto de miedo. Tras coger la generosa propina de Rick, solamente le dijo que el revólver parecía haber vuelto por sus fueros. Quizá era cosa del eterno retorno, pero lo cierto es que las palabras del dependiente no dejaban lugar para la duda. «Debería tener cuidado, porque el hombre que compró esa pistola era muy peligroso. Se apodaba «Pícaro Uno». Y le aconsejaba que dejara de hacer más preguntas sobre él. No en vano, ese hombre —un confeso fan de Hemingway— tenía contactos con una organización criminal llamada La Corporación.

¿«Pícaro Uno»? ¿La Corporación? ¿Una organización criminal? Era justo lo que necesitaba en ese momento para desordenar su rutina. Él pensaba que la pistola la tenía una mujer, pero aquella pista parecía muy prometedora. No perdía nada con pasarse por allí y preguntar. ¿Alguien peligroso? Por fin iba a tener un poco de la tan añorada acción. Debía permanecer ojo avizor, porque una cosa estaba clara, aquella organización criminal a la que había hecho referencia no estaba en el guion original que le había propuesto su cliente. En ese momento, el investigador militar—lejos de estar intimidado— le preguntó por el paradero de ese mafioso. Evidentemente, lo desconocía. La última noticia que tenía de él era que había visitado la habitación-museo del escritor norteamericano precisamente en el hotel donde él se estaba hospedando, es decir, en el Hotel Ambos mundos.

Verdaderamente la existencia de aquella organización criminal despertaba muchas preguntas. Estaba en un país extranjero con normas y usos que desconocía. ¿Cuáles eran verdaderamente sus leyes? ¿Hasta dónde llegaba esa impunidad? Allí daba la sensación de que, si uno pagaba, podía hacer lo que le diera la gana. Bueno, al fin y al cabo, aunque no solía salir en las noticias, en muchos países si tenías dinero, existía una total impunidad.

Porque en Cuba el progreso poco a poco se iba abriendo paso y en la isla ya convivían dos realidades muy distintas. La inauguración de un hotel de lujo —con las últimas tecnologías—en

pleno Paseo del Prado daba buena cuenta de ello. Por otra parte, no hacía falta ser un filósofo para darse cuenta de que lo que pasaba allí era un problema de independencia. En realidad, no era tanto un tema de ser comunista o capitalista como ser independiente de la Globalización. Por eso, en el pasado echaron a la mafia americana. Por eso nunca se terminaba el bloqueo. Esas eran las dos actitudes enfrentadas de ambos mundos, aunque ahora algo había cambiado. Casi daba la impresión de que el bloqueo ahora lo provocaban los propios militares cubanos para hacer negocio y aumentar su poder, pero ¿a qué precio? En efecto, no había que ir muy lejos para sentir de cerca la miseria sin límites en la que se encontraba la mayoría de la población. No tenían opciones. Allí, entre tanta necesidad y bajo tantas privaciones, un ciudadano de la Globalización podía ser un pequeño príncipe o incluso un rey. Una suerte de regalo para los demás cuya amistad era envidiada por todos aquellos que observaban una humanidad capaz de extenderse más allá de los límites racionales impuestos por un estado necio, mezquino y obsoleto. Era una pobreza a veces no solo material, sino también moral. Estaba segura de que todo aquello debía por fuerza haber dejado una profunda huella en el carácter profundamente humano de aquel investigador militar.

Huelga decir que un ciudadano global llamaba mucho la atención en ese contexto. Incluso era una tentación en muchos sentidos. Por esa y por otras razones, los matones lo habían reconocido sin demasiado esfuerzo. Su reacción fue inmediata. Rick se había propuesto a partir de entonces vestirse como los lugareños. Debía comprar ropa local y afeitarse como los hombres latinos. La idea era esforzarse en pasar inadvertido, que no lo reconocieran con tanta facilidad. Se había dado cuenta que se encontraba en un lugar donde la mayoría de las cosas funcionaban de otra manera. Desde luego parecía difícil permanecer indiferente ante las cosas que se veían cuando se paseaba de manera ociosa por las calles de La Habana.

Poco después, ya estaba tomando una cerveza Cristal en una taberna del puerto espacial. Era un buen trabajo ser investigador militar en un país como Cuba. Al fin y al cabo, uno conocía cosas que de otra manera muy difícilmente se expondrían abiertamente a su personal escrutinio. Y esa taberna de la que nadie le había hablado tenía una placa con el rostro de Hemingway. Rick se acercó y leyó con gran entusiasmo que aquella taberna había sido inaugurada por el famoso escritor norteamericano. Estaba en lo cierto cuando se mofaba del Floridita y la Bodeguita de Enmedio. Ahora resultaba evidente que el viejo escritor se emborrachaba por todos los bares de La Habana.

Mientras se emborrachaba alguien le contó que todo el fondo del puerto espacial estaba plagada de pecios españoles llenos de tesoros. Desde luego, el pasado lleno de tesoros, de barcos y de bucaneros de La Habana era difícil de ocultar. Había tantos cañones de esa época que, en la actualidad ,clavados en el suelo como si fueran puros, se utilizaban para cortar las calles y hacerlas peatonales.

Entonces, Rick se imaginó un magnate filantrópico —un Donald Trump con buen corazón— que iniciaba un proyecto increíble y sacaba cientos de tesoros con los que se financiaba la necesaria reconstrucción de la arquitectura colonial de La Habana. Todo bajo el atento seguimiento de los medios de comunicación globales que llevarían por todo el mundo el rescate de los tesoros y la reconstrucción de las hermosas edificaciones que se habían ido deteriorando con el paso del tiempo. La Habana recobraría de un solo plumazo su anterior esplendor, porque un simple vistazo a La Habana vieja ponía de manifiesto el ingente trabajo que sería necesario para reconstruirla casi por completo. El empresario sería nominado para el Nobel de la Paz, y las antiguas rencillas entre Cuba y la Globalización quedarían olvidadas para siempre. Solo había un problema. Entonces dejabas de soñar. Eso no pasaría nunca. Nada más lejos de la realidad. Antes de que la población de la Globalización fuera consciente de la realidad histórica de aquella isla, las autoridades globales dejarían caer una bomba termobárica sobre Cuba. Dicho de otro modo, la única razón por la que todavía existía aquel país era debido a que nadie iba por allí, es decir, debido a su carácter irrelevante.

Por otra parte, desde que llegó, había observado que el comunismo no solo había prohibido buscar tesoros, sino que casi se le negaba a la gente asomarse a la barandilla del puerto espacial. El comandante Fidel —con la inteligencia que lo caracterizaba— prohibió buscar tesoros porque sabía que despertarían una codicia infinita en un ambiente comunista que generalizaba la miseria. Sin duda, los tesoros españoles no serían utilizados para reconstruir La Habana, sino para acabar con su régimen. Así fueron las cosas. Incluso hoy en día la policía comunista se encargaba de que se mantuvieran así. No había que olvidar que se encontraba en un lugar donde la vida de una vaca, por ejemplo, valía más que la vida de un hombre, y no se trataba como en La India porque las vacas fuesen sagradas, la razón era mucho más sencilla: por la leche y por la carne. No había vacas y sobraban hombres. Y aquello no era un asunto de broma.

A pesar de que la seguridad ciudadana era bastante alta en Cuba —sobre todo en comparación con otros países fuera del paraguas de la Globalización—, estaba el ejemplo de lo que había ocurrido en carnavales. La chica le contó que justo antes de llegar, durante la celebración de esa fiesta, habían fallecido dieciséis personas pasadas a cuchillo. Debido a la escasez de armas láser, las muertes eran más dolorosas, es decir, eran como en las épocas pretéritas, incluso tan lejanas como las de los piratas. Cuando se salía de la pequeña zona turística y a determinadas horas de la noche, no era infrecuente asistir a las peleas a cuchillo.

—Eres muy guapo, mi amor… ¿te gustaría pasar la noche conmigo? Esta noche no tengo nada que hacer y se me va a hacer muy grande la cama… —le preguntó cuando se estaban despidiendo la chica.

—Es que apenas te conozco.—contestó Rick.

—¿Tienes vergüenza? —preguntó la chica.

—Para que no te hagas ilusiones, tengo advertirte que como amante debería llevar una ele — contestó Rick.

—¿Una ele? —preguntó la chica.

—Bueno, algunas chicas que me conocen dirían que siempre debería haberla llevado…

—No entiendo —dijo la chica.

—Me acabo de operar de mi salchicha y ahora es como si fuera un novato en la cama. Tengo que volver a hacerlo con alguien por primera vez para aprender de nuevo—contestó Rick.

—Pues entonces quiero ser la primera en ver qué tal aprendes —concluyó la chica mientras se reía a carcajadas de la cara de Rick—. ¿En serio? —dijo la chica.

—Sí, es como decirte que soy virgen y quiero aprender contigo —añadió Rick.

—Eres muy gracioso —dijo la chica.

—No sé lo que pasará cuando lo haga por primera vez —dijo Rick.

—Puedes probar conmigo —respondió la chica.

—Ahora en serio. Otro día. Quiero descansar porque mañana tengo muchas cosas que hacer

—respondió Rick.

Y a pesar del esfuerzo que tuvo que hacer para separarse de aquella belleza del Caribe, al día siguiente después de descansar se alegró de su decisión. Se sentía renovado y con muchas ganas de avanzar en la investigación.

Mientras pensaba todo eso, el investigador militar decidió dar una vuelta. Pronto se daría cuenta de cosas muy curiosas: ¿por qué por la noche había tanta oscuridad y por el día todas las farolas continuaban encendidas? Rick buscó las más ingeniosas explicaciones hasta que un taxista lo bajó de las nubes. Este país es un desastre. Así de sencillo. Las farolas continúan encendidas por el día porque ellos —los altos cargos militares— no son quienes pagan las facturas. Las pagamos nosotros.

Sin duda, aquella respuesta le recordó a los políticos y al capitalismo de la Globalización. En ambos sistemas existía el mismo enemigo. Por desgracia —y sin perjuicio de que quizá el comunismo en otras partes fuera de otra manera—, la verdad es que, al menos según lo que llevaba visto, dicho comunismo era otra etiqueta para el egoísmo. Es decir, no le parecía raro que la diáspora hubiera sido generalizada. No era casual que los chinos se hubieran ido, que los mafiosos se hubieran ido y que, si pudieran hacerlo, los propios cubanos se hubieran ido. Y es que, ideales aparte, unos pocos —a todas luces, los militares— se habían quedado con todo.

Por supuesto, en aquel momento la isla aunaba la parte negativa de ambos sistemas.

Socializaba e incluso exageraba los males del bloqueo y se negaba a compartir los beneficios. Todas las empresas eran del Estado. Pero algo estaba cambiando. La gente lo sabía y era cuestión de tiempo que cambiara para bien. Aquella isla era el único lugar del mundo que había visitado Rick donde la memoria, es decir, la memoria de la revolución era más fuerte que el presente. Y, sin embargo, irónicamente, se trataba de un paraíso ideal para olvidar. Allí todo eran paradojas. Por ejemplo, un Estado policial donde la gente a menudo se mostraba tal y como era, libre para amar y para odiar, con un don inigualable para la imaginación y la picaresca. Sin duda, La Habana era el único lugar en el mundo que tenía el poder de hacerle olvidar todo lo que había leído sobre la historia o incluso sobre la física cuántica.

En efecto, se le olvidaban las cosas porque tenía demasiada actividad en su cabeza. Cuando volvió de su primer paseo, Rick se decidió a visitar la habitación de Hemingway. Se sentía algo paranoico. Desde que había llegado a la ciudad, tenía una sensación extraña, era como si los habitantes de La Habana le leyeran la mente. ¿Tan evidentes eran sus propósitos o es que realmente en el Caribe la gente era capaz de leer el pensamiento? Además, desde que había aterrizado en La Habana tenía la sensación de que lo estaban vigilando. Esa sensación se acentuaba porque, al ser extranjero, todo el mundo reparaba en él. No quería caer todo el tiempo en la paranoia, pero a veces pensaba que el Gobierno lo estaba vigilando. Estando en la situación en que él se encontraba era demasiado fácil pensar en George Orwell y en su gran novela «1984». ¿Estaría el Gran Hermano vigilándolo en ese preciso momento? Una vez en el ascensor, el viejo botones —un mulato de complexión fuerte— estaba observando silenciosamente los ademanes del detective. De repente, Rick le hizo un comentario para romper el hielo y hablar sobre algún tema sin importancia.

—Oye, es una suerte que Hemingway decidiera venirse a vivir aquí, ¿no es así?

Naturalmente, Rick lo decía a propósito de las incesantes oleadas de turistas procedentes de pequeños países ajenos a la política de ignorancia histórica de la Globalización, puesto que pagaban los precios bastante caros de aquel hotel, que en muchos aspectos continuaba con los servicios y las comodidades propias de cien años atrás. Sin embargo, la respuesta del viejo botones comunista apenas fue afirmativa. Un leve gesto le daba la razón, aunque sin ningún entusiasmo. Toda una filosofía cotidiana estaba resumida en aquella espartana actitud, es más, incluso se aventuraba a descubrir en su respuesta un profundo desapego hacia el escritor, a pesar de todos los beneficios económicos que obtenían gracias a él, parecía mostrarse indiferente. Tampoco demostraba estar impresionado por su leyenda literaria. Sin embargo, hablar con él era divertido.

En otras palabras, ¿qué carajo le importaba al viejo botones el archiconocido Hemingway? Entonces, después de unos segundos de intenso silencio, el viejo botones le abrió las puertas del ascensor y lo dejó frente al hermoso retrato en blanco y negro del escritor americano después de

pescar un atún. Allí estaba el altar. La habitación de Hemingway en aquel momento era una suerte de pequeño museo, algo con un ambiente cuasi sacrosanto. Tanto era así que, a solo unos pocos metros, una estirada señora —a la que le faltaba un diente— se esforzaba en hacer ver a los visitantes sus amplios conocimientos sobre el escritor norteamericano. Todo aquello tenía un extraño tufo a religión pagana, pero era necesario ir a esa misa para ser un verdadero ser que rendía culto a Hemingway en La Habana.

—Buenos días. Quiero ver la habitación de Hemingway —dijo Rick Cortés.

—Viene usted de la Globalización, ¿verdad? —preguntó la experta.

—Sí. Soy un investigador militar —respondió enseñándole su credencial.

—Pase, ahora mismo estoy libre. Con mucho gusto le enseñaré la habitación de Hemingway.

¿Cuál es su habitación? —continuó la experta.

Bueno, al fin y al cabo, la mujer era hermosa, aunque no era su tipo.

—La 401. Será un placer para mí dejarme ilustrar por sus conocimientos, pero en realidad he venido por otro motivo —contestó Rick mientras cerraba la puerta.

—¿Le he dicho que Hemingway eligió esta habitación por sus vistas? —comentó la experta.

—Las vistas en cualquier lugar de este hotel son maravillosas. —contestó Rick.

—Usted dirá. —replicó la experta en Hemingway.

—Se lo repetiré: me llamo Rick Cortés y soy investigador militar. Estoy realizando una investigación en La Habana y me gustaría saber si sabe algo de una pistola. Puede que esa pistola esté en manos de alguien que haya pasado por aquí —dijo Rick.

—Por aquí pasa mucha gente.

Entonces sacó de su cartera un billete de diez pesos convertibles y se lo dio a la mujer.

—¿Sabe usted algo de una vieja pistola que perteneció a Meyer Lansky?

—Pues sí. Algo he escuchado sobre ese revólver. Un 45, ¿verdad? —replicó la experta.

—Sí, pero me refiero a si sabe usted algo de su paradero.

—Nada en absoluto —replicó la experta.

—¿Conoce a alguien llamado «Pícaro Uno»? —preguntó Rick.

—Vino aquí porque le apasiona Hemingway —replicó la experta.

—Vaya, qué curioso. ¿A qué se dedicaba? —replicó Rick.

—«Pícaro Uno» no quería hablar de su vida privada. Me dijo que era escritor, pero yo evidentemente no lo creía —contestó la experta.

—Entonces, mejor hablemos de Hemingway. A mí también me apasiona. —añadió Rick.

—Pensé que iba a decir que habláramos de «Pícaro Uno».—dijo la experta.

—Ya le he dicho que a mí también me gusta Hemingway. —admitió Rick.

—Yo, personalmente, me he reconciliado con la literatura gracias a Hemingway. Releerlo me ha hecho descartar mis secretas intenciones de hacerme guionista.—contestó la experta.

—No sabía que usted tuviera intenciones de hacerse guionista.—replicó Rick.

—¡Ja, ja, ja! Muy gracioso… Le enseñaré su máquina de escribir. ¿Le he contado ya que Hemingway siempre lo escribía todo a mano y luego lo pasaba de pie a la máquina de escribir? Es decir, como lo hirieron en una rodilla, escribía de pie en la máquina de escribir. —relató la experta.

—Eso influye en el resultado. Los avances en la tecnología también tienen su pequeño efecto en la literatura —replicó Rick.

—Una simple mirada basta para saber que usted y yo discrepamos en muchas cosas —le contestó ella.

—¿Acaso nunca se ha enamorado de alguien que no le cae bien? —preguntó Rick.

—Muchas veces. —concedió la experta.

—¿Puede hablarme de ello? —insistió Rick.

—Una vez me enamoré de un hombre que había leído «El viejo y el mar», pero ese hombre, cuando hablaba de Hemingway, parecía que no había leído el mismo libro que yo. Tanto es así que, desde mi punto de vista, no entendía el sentido del libro. —dijo la experta.

—¿No entendía el sentido del libro? —preguntó Rick.

—Es decir, que para él no contaba una historia de cosas intangibles como la dignidad. Porque usted estará de acuerdo conmigo en que ese es el sentido verdadero del libro —afirmó la experta.

—Si. Yo creo que trata de la lucha del hombre con la naturaleza y de cómo a veces la naturaleza es mucho más sabía que el hombre. Es decir, que al final es la naturaleza la que da una lección moral cuando Santiago llega a tierra y solo tiene la espina del pez espada. —añadió Rick.

—Creo que estoy de acuerdo. —dijo la experta.

—Al final, la gente lo ayuda porque, a pesar de que ha tenido mala suerte, ha demostrado con creces que es un gran pescador —contestó la Rick.

—Completamente de acuerdo —replicó la experta.

—Ese hombre del que usted se enamoró ¿a qué se dedicaba? —preguntó Rick.

—Ya le he dicho que era un escritor —replicó la experta.

—¿Y de qué más hablaron? —preguntó Rick.

—De la predilección de Hemingway por la ropa de marca y las maletas de lujo. —contestó la experta.

—Bueno… eso también es verdad, ¿no? —añadió Rick.

—Ya, pero yo no consideraría importante la ropa y la maleta de Hemingway, aunque ambas cosas fueran de marcas de lujo. —aclaró la experta.

—Una cosa no se contradice con la otra. ¿De qué más hablaron? —preguntó Rick.

—Yo le conté que Hemingway recibió una medalla en la Primera Guerra Mundial y que fue un héroe. Lo hirieron. Recibió metralla en la rodilla y aun así salvó a un hombre. —replicó la experta.

—¿Y qué decía él? —preguntó Rick.

—Y él decía que estaba comiendo espaguetis. —contestó la experta.

—Bueno, es que ambos tienen razón. La verdad es que la granada de mortero cayó mientras estaban comiendo espaguetis. —concedió Rick.

—Fue un acto heroico. —contestó la experta.

—El propio Hemingway en «Adiós a las armas» le quita mérito al asunto. Hizo lo que tenía que hacer, lo que hubiera hecho cualquier héroe en su lugar —añadió Rick.

—¿Sabe lo que más me gustó de él? —preguntó la experta.

—¿Su erudición? —replicó Rick.

—Sus conocimientos sobre Hemingway, por supuesto. —replicó la experta.

—Por un momento pensé que iba a decir sus conocimientos sobre las mujeres. —añadió Rick.

—Me gustó una cosa que me dijo. De hecho, esa fue la parte más interesante de nuestra conversación. Me dijo que tenía un don, sabía discernir los entresijos de una obra. Tanto es así que, sin ser tan experto como yo en Hemingway, se aventuraba a hacer un juicio sobre el final de «Adiós a las armas» —añadió la experta.

—¿Un juicio? —preguntó Rick.

—Se aventuraba a decir que, a juzgar por ese final, Hemingway era maniacodepresivo — respondió la experta.

—Como yo. ¿De qué más hablaron? —preguntó Rick.

—Después me preguntó cuál era para mí el mejor trabajo de Hemingway. Yo, por supuesto, le contesté que era «Por quién doblan las campanas». Es su obra más redonda. —respondió la experta.

—Esa obra está muy bien porque retrata la monstruosidad de la guerra y, para hacerlo de manera auténtica, retrata los abusos de ambos bandos. De lo contrario, sería propaganda a favor de la república. Estamos de acuerdo, creo que es su obra más redonda, sin olvidar su historia corta

«Las nieves del Kilimanjaro» —respondió Rick.

—Eso es verdad —añadió la experta.

—Pero no hemos de olvidar que toda esa barbarie comenzó porque los fascistas se levantaron contra una república legalmente establecida. Es más, desde mi humilde punto de vista, no es casual que las tropas de Franco vinieran bien entrenadas de hacer masacres en el norte de África —aclaró

Rick—. ¿Le dijo dónde se iba alojar cuando dejara el hotel? ¿Habló con usted de sus planes inmediatos?

—No. Si le soy sincera, creo que yo tampoco le caí bien, o al menos no tanto como para volverme a ver —contestó y ambos se despidieron con un saludo mientras ella cerraba la puerta.

En La Habana todo eran oídos. De hecho, al final no había sacado nada en claro. Sin embargo, fue al abandonar la habitación de Hemingway cuando una señora de la limpieza que había estado agazapada escuchando la conversación le dio una dirección y le dijo que, si quería saber más cosas sobre la pistola de Meyer Lansky, tenía que preguntar por Jaime.

Jaime era un anticuario y un personaje curioso. Lo encontró sentado en el Paseo del Prado. Se saludaron. Hablaron largo y tendido de la pistola. Por lo visto, actualmente la pistola estaba en manos de una hechicera, una tal Idalmis Hernández. Podía encontrarla en un gabinete de adivinación oculto en el callejón de Hammel. Podía ser un avance pero desde luego, había que andarse con cuidado. Aunque después de todo Cortés era una persona curiosa y no se iba a resistir a la tentación de conocer a esa hechicera.

Por lo demás, aquel hombre era muy culto, conocía la historia. Era un placer estar en Cuba porque se podía hablar con la gente del pasado. Cuba estaba llena de libros, era como viajar a la eternidad. Luego estuvieron conversando de la guerra civil española. Pocos sabían que en la guerra civil española hasta mil cubanos lucharon como brigadistas, incluso lo hicieron personajes ilustres como Pablo de la Moliente, un escritor y periodista que murió defendiendo la libertad en España. Civilización o barbarie, esa era la lección del siglo XX, y Hemingway era uno de sus mejores mensajeros. Porque, a pesar de sus flaquezas y sus defectos —Hemingway era alcohólico, maniacodepresivo y homófobo—, a Rick le pesaban más sus virtudes que sus defectos. De hecho, había una cosa que le fascinaba del escritor norteamericano: su valor testimonial. Sabía siempre dónde había que estar y cuál era el lugar adecuado para mirar la realidad, es decir, sabía qué era lo que había que mirar y cómo mirarlo. Por supuesto, a Rick le fascinaba siempre y en todo momento el bando de los oprimidos porque su naturaleza se identificaba siempre con los débiles. A buen seguro sabía que las estructuras de poder eran inhumanas.

Por eso le hacía gracia la sempiterna escena de lo cutre. Robert Jordan como un heraldo de la civilización organizando el corazón heroico y auténtico de la chusma. ¿Hay algo más bello que la miseria que se rebela contra la Globalización? La fuerza de lo corriente y de lo vulgar alistándose  en el bando de la lucha por la libertad y la esperanza. Hay algo universal en esa lucha. Y lo mejor de aquel libro era que retrataba muy bien el lado opresor del poder fascista, la profunda inhumanidad de los que enfrentan a hermano contra hermano y la denuncia de la realidad de la guerra. No hay que olvidar que la guerra era la barbarie, en ella se confundían los conceptos de buenos y malos

porque una vez abierta la caja de Pandora ya no había vuelta atrás, y el camino del horror se mostraba expedito para ambos bandos. Más vale un mal entendimiento que una buena pelea.

Se notaba que el escritor americano había sido testigo en primera persona del horror, y por eso se esforzaba en mostrar con tanta habilidad esta faceta de la guerra. Por eso el libro se convierte en un gran alegato antibelicista al mismo tiempo que cuenta la verdad de un hecho histórico. Un concepto abstracto muy necesario hoy en día.

Mientras hablaba con la experta sobre el escritor, Rick recordaba la lectura del libro que evidentemente había encontrado en el archivo de su trabajo. Las potencias aliadas abandonaron a España a su suerte, la dejaron ante la presencia fantástica y amenazante que tenían en la obra los aviones, aquellos primeros aviones de combate que eran probados en aquella contienda civil y que luego serían utilizados en masa en el resto del mundo. Hoy en día, ese papel lo ocupaban los cruceros globales, las naves de caza, los drones y la inteligencia artificial de los robots de combate. Rick venía de un lugar donde funcionaba algo llamado «internet de las cosas». Todas las máquinas estaban conectadas y eran inteligentes. Ya no se podía escapar. Era el tiempo del pensamiento colectivo y único. Pero había excepciones. Ese era uno de los objetivos de la memoria: señalar los errores del pasado, sobre todo, para que no volvieran a repetirse, porque la memoria también estaba relacionada con el poder. En contra de lo que se suele creer, el conocimiento de la historia era y es, en cierto modo, una clase de poder.

Entonces, para recabar más información, no quiso ir otra vez al barrio chino, pero tampoco quiso entrar en la zona de asedio. La zona de asedio era donde las prostitutas y los camellos agobiaban a los turistas, aunque agobiar a los turistas en La Habana era muy común. De hecho, en las zonas normales también le venían a uno con el cuento los taxistas, los vendedores de entradas o los inventores de sueños. Tanto es así que allí mismo un desconocido le ofreció comprar lotería.

¿Lotería en un país comunista? Bien pensado, no era raro que, a pesar de su enorme pobreza, en La Habana existiera mucha afición a la lotería. En principio parecía incongruente un país comunista en el que se podía participar en un juego que te podía hacer millonario. La realidad era que no había premios millonarios y era una válvula de escape. Se podían prohibir las grandes fortunas, pero no los grandes sueños. La gente necesitaba soñar y ese era el papel que representaba la lotería. Aunque, evidentemente, el juego a gran escala estaba prohibido de forma terminante por el régimen comunista. Es más, una de las primeras leyes de la revolución de Fidel Castro fue abolir el juego. Las máquinas tragaperras y las ruletas fueron destrozadas con hachas y martillos. Bajo pena de prisión habían desaparecido todos aquellos deslumbrantes templos de la ludopatía con los que la mafia americana engordaba sus cuenta. Lugares de los que ya no quedaban ni los recuerdos. Desde luego, Rick estaba entusiasmado con aquella investigación en Cuba.

Lo que más le fascinaba a Cortés era sin duda el viaje en el tiempo. Pero no solo era en lo más evidente como eran los coches o los edificios, le encantaba algo más sutil como era el viaje sentimental en el tiempo. Allí, cada mañana, el señor Cortés podía emular la época anterior a la revolución espacial y sentarse de forma anónima en una esquina. Estaba seguro de que entonces algo iba a pasar de manera improvisada. No hacía falta planearlo todo. En La Habana, el mejor plan era no tener plan. En ese mundo perdido entre la arquitectura colonial de sus calles, las muchachas, los buscadores y los logreros pronto vendrían a ofrecerle sus inapreciables servicios. De entre todas las mujeres, las más bellas se le mostrarían propicias —en un sublime concurso—para conmover su corazón de piedra. Sería la mente colectiva de los lugareños, porque en ese país todos parecían estar de acuerdo, la que conduciría sus pasos hacia lugar más idóneo. Y Rick, como tocado por las musas, nunca se privaría de tirar los dados.

El que se enamora pierde. Ese parecía ser el único límite en las inefables noches del trópico. Todo lo demás parecía estar permitido. Le gustaba el país, pero solo para unas vacaciones. No en vano, en Cuba había un bloqueo y un sistema totalitario, una dictadura como la que hubo en España después de la Guerra Civil. No es casual la subterránea complicidad entre Franco y Fidel, que, a pesar de estar en bandos diferentes, entre ellos se llevaron bien, incluso mantuvieron sus relaciones comerciales durante el bloqueo, a excepción del singular momento de tensión que sucedió durante la crisis de los misiles de 1962. Eso era una prueba más de que daban igual el signo, el color o las motivaciones, lo que importaba era tener el poder y luego mantenerlo. Allí estaba el Museo de la Revolución, que daba buena cuenta de ello. Sin duda, la revolución de los sargentos de la que surgió la sangrienta dictadura de Batista merecía ser derrocada. No cabe duda de que muchos altos ideales y sobre todo una gran valentía movió a un puñado de guerrilleros a vencer a todo un ejército que, además, estaba bajo la protección de Estados Unidos. Era una dictadura casi extranjera, porque es cosa sabida que el uso mafioso de la isla por los poderes extranjeros privaba de una independencia real a la mayor de las Antillas.

Pero la independencia comunista hacía mucho que era un fracaso, un fracaso tanto económico como moral. Cuando se reprimía la libertad, se perdían todos los argumentos, porque los sistemas totalitarios sabían que para mantener controlada a la gente la mejor manera era tenerla necesitada y muerta de hambre. La buena fama del sistema sanitario cubano tampoco era del todo cierta. En los hospitales psiquiátricos, por ejemplo, por la misma atroz lógica de que las casas se caían con la gente dentro, a veces los enfermos se morían de frío. Había escasez de medicamentos debido al extraño bloqueo que todavía se aplicaba a la isla, y muchos cubanos morían por enfermedades como el cólera —que se propagaba debido a la falta de higiene en las calles—, la fiebre tifoidea o la malaria. Es decir, en Cuba había buenos médicos, pero incluso había mejores pacientes. En otras

palabras, Rick acababa de llegar al país y ya estaba empezando a saber demasiado sobre Cuba.

—Buenas tardes, ¿es usted Rick Cortés? —dijo el policía número uno.

—Buenas tardes, el mismo que viste y calza —replicó el policía número dos.

—¿Pueden ustedes enseñarme sus credenciales? —preguntó Rick.

En ese momento los policías sacaron sus rudimentarias placas de metal que corroboraban que, en efecto, eran verdaderos policías. Resultaba muy irónico que detrás de los policías comunistas había un escaparate lleno de artículos de lujo y gran cartel de Loewe.

—Está usted detenido. Debe entregarnos su arma láser —dijo el policía número uno.

—¿De qué se me acusa? —respondió Rick Cortés mientras, sin oponer la menor resistencia, les entregaba su arma láser.

—Se lo comunicaremos a su debido momento —respondió el policía número uno.

—Quiero un abogado —anunció el investigador militar.

—Tiene usted que acompañarnos —dijo el policía número dos.

Entonces los policías lo metieron en una nave de la policía y se lo llevaron volando del humilde bar donde estaban tomando una cerveza. Entre los asistentes cundió un asombro general.

—Pertenecemos a la brigada político-social del Gobierno de Cuba.

—¿Significa eso que estoy arrestado? —preguntó Rick.

—Significa que está usted metido en un buen lío. Déjeme su pasaporte y su visado.

—¿Qué ha venido a hacer a Cuba? —preguntó el policía número uno.

—Soy investigador militar y me han contratado para que localice una pistola histórica que ha desaparecido. —contestó Rick.

—¿Dónde está ahora mismo esa pistola? —insistió el policía número dos.

—No lo sé —respondió Rick.

—Vamos a serle francos, señor Cortés, ha llegado a nuestros oídos que usted anda buscando una pistola que perteneció a Meyer Lansky. Venimos a advertirle que ese objeto está envuelto en un asesinato. Estamos buscando a una mujer que ha matado a alguien con esa pistola. Si sabe algo, tiene que comunicarlo de inmediato —advirtió el policía número uno.

—No sé nada, pero el Gobierno de Cuba me dio un permiso para buscar la pistola. Me ha dado un visado para hacerlo —contestó Rick.

―Para buscarla, pero no para encontrarla. Mucho me temo que, si encuentra esa pistola, no va a salir de Cuba con vida —replicó el policía número dos.

—¿Por qué no? —preguntó Rick.

—Esa pistola está implicada en un asunto muy serio —replicó el policía número uno.

―Ya ―contestó Rick.

—Se lo diremos por segunda vez: tenga cuidado de que sus investigaciones no vayan a costarle la vida—replicó el policía número dos.

—No he venido a este país a dejarme la vida —contestó Rick.

Entonces la nave se posó en unas oficinas muy lúgubres que, a todas luces, parecían estar destinadas para fines funestos. Los dos policías acompañaron a Rick por unas angostas escaleras hasta el tétrico habitáculo donde continuaron con el interrogatorio. Nada más llegar, le dieron un puñetazo que lo tiró al suelo. Estaba claro que aquella detención era un eufemismo para un secuestro, y la brigada político social era otra manera benévola de llamar a un grupo de torturadores.

—Este es un asunto serio, señor Cortés —advirtió el policía.

—Está bien. Estoy dispuesto a colaborar con ustedes —respondió Rick mientras sacaba su cartera y les daba un buen fajo de billetes.

—Vamos a dejarlo en libertad. Por supuesto, podemos volver a detenerlo en cualquier momento. Ahora ya puede marcharse. Debe andarse con mucho cuidado —concluyó el policía número dos.

—¿De qué se me acusa? —preguntó Rick.

—Todavía, de nada, pero sabemos que se ha quitado su localizador global de la muñeca — dijo el policía número uno.

—Pero no he incumplido ninguna ley en Cuba. En todo caso, he incumplido una ley de mi país —se quejó Rick.

—Es usted un problemático. Las empresas que trabajan para la Globalización intentarán acabar con usted, sobre todo Cambridge Analytica —replicó Rick.

—Eso es muy cínico. Si lo hacen, lo harán sobre territorio cubano, y se supone que ustedes deberían protegerme —se quejó de nuevo Rick.

—Si quiere mi consejo, vuelva cuanto antes a la Globalización. De lo contrario, puede que nunca salga con vida de este maravilloso país. Usted elige —dijo el policía número dos.

—Yo no he hecho nada contra el Gobierno de Cuba —replicó Rick.

—Podemos acusarlo también de espionaje —añadió el policía número uno.

—¿Espionaje? ¡Yo no tengo nada que ver con ningún espionaje! —protestó Rick.

—Sí, espionaje. Está usted haciendo muchas preguntas—contestó el policía número dos.

—Es solo un aviso. Podemos hablar de muchas cosas si sigue usted por ese camino. Acusarlo, por ejemplo, de ser un espía de la Globalización —replicó el policía número uno.

—¡Yo no tengo nada que ver con el espionaje! En realidad, en muchos sentidos, detesto la política de la ignorancia histórica de la Globalización —replicó Rick.

—Lo estaremos vigilando —añadió el policía número dos cogiendo el dinero.

—No se preocupen por mí, no pienso estar implicado en ningún espionaje de la Globalización a Cuba —respondió Rick.

—Tenga cuidado con lo que dice. Afirma que no tiene nada que ver con los espías de la Globalización, pero se comporta como un elemento subversivo—replicó el policía número uno.

—Está bien, mantendré mi boca cerrada. Siempre he tenido un problema con hablar más de la cuenta. Si ustedes insisten, arreglaré un par de cosas que me quedan y volveré enseguida a la Globalización, este asunto es demasiado complicado. Y ahora, si me permiten marcharme, tengo realmente muchas cosas que hacer —concluyó Rick mientras se ponía de pie y abandonaba la habitación sin la menor oposición, pero bajo la mirada atenta de ambos policías.

De todo lo que había escuchado desde que había llegado a Cuba, lo de acusarlo de espía era lo más descabellado con diferencia. Aunque eso de verse implicado en unos crímenes de una organización mafiosa internacional llamada La Corporación tampoco le iba a la zaga.

Menudo lío. Necesitaba hacer una composición de lugar. ¿Por qué todo en su vida se complicaba a más no poder? Cuando salió de nuevo a la calle, el investigador militar se encontraba bastante sorprendido, aunque, a buen seguro, aún no habían terminado las sorpresas. Añoraba una ducha y un poco de cerveza. Además, necesitaba encontrar un taxista de confianza que lo llevara de vuelta a su hotel o a un lugar donde pudiera tener una jocosa conversación llena de chanzas con una mujer bonita. Incluso podría pasar que, al final, lo culparan a él de algún crimen que no había cometido. Lo más irónico era que quisieran meterlo en la cárcel ahora que al fin se había librado de su localizador global y comenzaba a disfrutar de su libertad metiéndose en problemas terminantemente prohibidos en todas partes, a muy distintas horas, y bajo los más dispares sistemas políticos. [Sigue en el Capítulo II. Los Ojos de la Habana]

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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