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Ilustra Evelio Gómez.

En este cuento floreado, artificioso y modernista en que algunos parecen empeñados en convertir la monarquía parlamentaria española,  la princesa, a diferencia de la imaginada por Rubén Darío, ya no está triste. Al menos nuestra infanta Elena. Ya no se escapan suspiros por su boca de fresa, ya ha recuperado la risa y el perdido color. Porque nuestra princesa está alegre al saber que ningún juez malvado interrogará a su hermanita Cristina, que podrá seguir siendo esa buena madre y esposa junto a su guapo y deportista esposo,  que, a diferencia de los cuentos infantiles, se transformó en un sapo corrupto, viscoso y verrugoso de ambiciones, tras el leve contacto del primer beso nupcial.

Cuentos floreados e infantiles, porque en la debacle que viven los españoles, lo más importante es encontrar una buena narración. Lo planteaba estos días Alberto Núñez Feijóo cuando le reprochaba a Mariano Rajoy su falta de relato para explicar la crisis a los ciudadanos. El aspirante a suceder al presidente prefiere, por ejemplo, las historias de aventuras a lo Stewart Granger, como aquella de Los contrabandistas del Moonflet que dirigió Fritz Lang y que el político gallego parecía emular en su juventud en compañía marinera del narcotraficante Marcial Dorado. O cuentos de suspense y terror como los defendidos por Esperanza Aguirre, incondicional de aquel Eduardo Manostijeras de Tim Burton, historia que parece recordar de nuevo cada vez que insiste en reclamar recortes sinfín como mejor solución a nuestro desespero.

En cualquier caso, mientras el presidente del gobierno se decide por un relato que contar, lo importante hoy es que la princesa ya no está triste. Su hermana dejó de estar imputada y nunca tendrá que soportar la vergüenza de los tribunales. Menos aún la perspectiva angustiosa de sentirse arrestada. Aunque sea arresto palaciego y no un pobre arresto domiciliario como el que sufre Lorenzo, el parado gaditano que dio la espalda a la institución para hablar cara a cara con sus vecinos, ignorante del castigo que se le avecinaba por colocar mensajes críticos en las calles.

La princesa, en fin, está alegre. Y no solo por su hermana. También porque sabe que a su buen padre nunca le faltará una prótesis si sus peligrosas cacerías africanas le deparan la desdicha de un mal paso. O que el pequeño Froilán tendrá siempre a mano una muletita si la impericia con las armas de fuego vuelve a atravesarle los tiernos huesos de su piececito ya casi adolescente. Una felicidad que no conoce Adrián García, el joven montañista valenciano al que la sanidad estertóricamente pública dejó sin la ayuda ortopédica que precisaba al no disponer de los 152 euros que le reclamaban por el aparato necesario.

La princesa está feliz aunque para Lorenzo y Adrián hace tiempo que los cuentos dejaron de ser consuelo. Tal vez por eso le cuesta a Rajoy tanto encontrar nuevos relatos. De hecho, cada día parece más próximo a ese otro Darío, el que alejado de princesas de boca de fresa se hundía en la fatalidad del “no saber adónde vamos ni de dónde venimos… Pero sobre todo, el presidente  parece desconcertado ante la posibilidad, por lejana que sea, de que los españoles hartos de dormir con cuentos, algún día de estos se atrevan a soñar. Un soñar que, como nos recordaba León Felipe, no es otra cosa que decir 4 veces, 44 veces, 444 veces, 4.444 veces, por ejemplo: yo no quiero.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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