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Ilustra Evelio Gómez.

Joseph Ratzinger, quien fuera considerado el “alma gemela” intelectual de Karol Wojtyla (Juan Pablo II para los amigos), ha sido un hábil camaleón desde sus tiempos de cardenal. Desde el principio, ha sabido jugar y ha jugado hábilmente con esa vieja estratagema del “poli bueno-poli malo”.

Haciendo suya la doctrina comenzada por su antecesor –ser progresista por fuera y conservador por dentro- ha hecho llamamientos a la refundación de la Iglesia en su forma más primitiva, siendo partidario de adaptar el lenguaje evangelizador a la realidad moderna –abrirse una cuenta en Twitter- prodigar los valores del nuevo testamento por encima del antiguo –poniendo énfasis en el amor como eje central de la doctrina- así como luchar contra la corrupción dentro de su propia organización –aunque muchos vemos en ello una desesperada maniobra publicitaria más que una genuina intención de renovación-.

Es por esa maravillosa interpretación del buen samaritano que tantos intelectuales, políticos y otras figuras públicas de (casi) todos los frentes de la sociedad (de progresistas a conservadores, de derechas y de izquierdas, de ateos a creyentes, de católicos a musulmanes) se deshicieron en elogios cuando el vicario de Cristo anunció su decisión de abandonar el trono. Valiente, honorable, digno y otros adjetivos son los términos que han cubierto los medios de comunicación más variados durante estos últimos días.

Pero los pecados que este alemán ha sido tan hábil en camuflar no pasan desapercibidos ante el ojo atento. Bajo su apariencia tímida y dócil y tras la promesa de una nueva iglesia se ocultan los hechos más reprobables. Si prestamos atención, descubriremos quién es realmente Benedicto XVI.

Si prestamos atención, descubrimos a un opulento caradura que, vistiendo ropajes de miles de euros, llevando cetros de oro y viviendo en enormes palacios rodeado de los mejores cuidados y alimentación, se atreve a exigir al mundo las virtudes de la pobreza, la humildad y la templanza.

Descubrimos a un estafador multitudinario, la vida del cual gira entorno a la expansión de un delirio colectivo, un delirio que predica la creencia ciega e inamovible en un ser invisible e omnipotente mientras que, por otra parte, escribe encíclicas jactándose del necesario papel de la razón en la vida humana.

Descubrimos al líder y portavoz de una organización terrorista, dedicada a la extorsión de miles de individuos bajo la amenaza de un terrible sufrimiento eterno si no se siguen al pie de la letra los dictados de su piadoso Dios.

Descubrimos a un opresor que, mediante la negación de los derechos civiles y sociales de numerosos colectivos –como los homosexuales- o mediante su devaluación –en el caso de la mujer- les condena a una vida de rechazo, culpa, flagelo y miseria.

Descubrimos a un genocida, cuya resistencia a los métodos anticonceptivos y a la planificación familiar condena al continente africano y otros lugares perpetuamente pobres a una inacabable epidemia de SIDA y otras enfermedades de transmisión sexual.

En cualquier otro contexto su renuncia no hubiese sido suficiente, requiriendo el grueso de la sociedad la disolución de su organización sectaria y la retribución de sus crímenes con un castigo acorde a la gravedad de los mismos.

Sin embargo ¿Quién en su sano juicio se atrevería a condenar a un líder de una secta de mil millones de seguidores? ¿Quién se atrevería a desarticular una mafia la influencia de la cual se extiende sobre las instituciones públicas y privadas de numerosas regiones del globo?

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