La primera etapa de la guerra había terminado. Y el ganador decidió cuál sería el destino del resto de la familia de Pablo Emilio Escobar Gaviria. Los popes del Cártel de Cali, Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, habían ordenado a María Victoria Henao –viuda del ex jefe narco de Medellín– que viajara a la ciudad que acogía al triunfador. Allí le comunicaron dos cosas: la primera, que debía indemnizar a los traficantes que se habían enfrentado con su marido. Eran los barones que conformaron los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). La otra le cortó el corazón: su hijo Juan Pablo Escobar Henao sería ejecutado.

Eran alrededor de 40 mafiosos colombianos reunidos en la finca de los Rodríguez Orejuela en Cali. Hasta allí llegó “Tata”. Aceptó lo primero, pero renegó de entregar a su hijo. Pidió clemencia. Le dieron diez días de gracia. Regresó con los papeles de todas las propiedades que tenía Escobar y las repartió. Entre ellas había campos de entre 10 mil y 100 mil hectáreas. Edificios enteros, propiedades en toda Colombia. Y algo de efectivo. Pero la amenaza contra su hijo continuaba.

“Señora, no se preocupe, que después de esto va a haber paz, pero a su hijo sí se lo vamos a matar”, prometió Gilberto, el fundador de la organización criminal. “Tata” insistió. Juró que Juan Pablo no mantendría la guerra iniciada por su padre. Que era apenas un adolescente y que ella se encargaría de enderezar cualquier intento de desviación hacia la vida criminal. Se ofreció como garante del posible pacto. Incluso les anunció que abandonarían Colombia para siempre. Le replicaron que la suerte del joven heredero se decidiría en una tercera reunión, quince días después.

Allí tuvo su cumbre. Fueron 20 minutos que marcarían el resto de sus vidas. El futuro de los herederos directos de “El Patrón”. Lo recibieron Hélmer “Pacho” Herrera, José “Chepe” Santacruz Londoño y Miguel Rodríguez Orejuela. La cúpula misma del Cártel de Cali, sin Gilberto, quien no quiso ser esa vez parte. Allí, Juan Pablo Escobar clamó por su vida. Les aseguró que para él todo se trataba de una “maldición” que le había arrebatado todo. Hasta pidió que lo ayudasen a escapar del país. “Ni las aerolíneas nos quieren vender pasajes”, les dijo. “Esté tranquilo. No tiene nada que temer. Lo único que no podemos permitir es que se quede con mucha plata, para que no se vaya a enloquecer”, le señaló “Pacho” Herrera.

Al terminar la reunión, Miguel, el hermano del jefe de Cali sentenció: “Pase lo que pase de aquí en adelante, en Colombia no volverá a nacer un tigre como Pablo Escobar”. La más sangrienta de las guerras intestinas de Colombia había llegado a su fin. O a una impasse.

Los Rodríguez Orejuela

Gilberto José Rodríguez Orejuela nació en Mariquita, Tolima, el 30 de enero de 1939. Murió hoy, 1° de junio de 2022 muy lejos de allí: en una fría celda de Butner, Carolina del Norte, Estados Unidos, a los 83 años. Cuando era aún un niño, debió hacerse cargo de su casa, de su madre, Ana Orejuela, y de sus hermanos. Eso le valió el respeto del resto de la familia. A los diez años, mientras vendía floreros de forma ambulante, echó de su propio hogar a su padre, Carlos Rodríguez, cansado del maltrato al que sometía a su madre y los demás. Lo único que recibió como herencia fue pobreza.

Ya mudados a Cali, Gilberto comenzó a trabajar en una farmacia, donde hacía de mensajero. Era el encargado de vender y distribuir la medicación que los clientes requerían en sus viviendas. Eso le aportó conocimientos básicos: el manejo de la calle, observar las necesidades de las personas e interiorizarse sobre la importancia que las drogas tenían en la sociedad. Fue así que comenzó a generar su propio negocio paralelo. Vendía medicamentos de forma ilegal a quienes no podían conseguir una autorización médica para consumirlos.

Los años, la disciplina para el trabajo y el haber aprendido cómo era el bajo mundo de Cali le sirvieron para saber que el dinero fresco estaba allí, en las calles. En el comercio. En la piratería. En el tráfico. De esa forma, les vendía remedios robados a sus amigos y al que lograra contactarlo. Al tiempo consiguió montar su propia farmacia.

Fue José «Chepe» Santacruz Londoño quien lo guiaría al mundo del narcotráfico. El hombre, próximo número tres en la jerarquía del Cártel de Cali, le marcó el futuro: vender cocaína en Estados Unidos. El negocio comenzó a multiplicar las ganancias. Pero aún restaba otro integrante en la organización.

Miguel Ángel Rodríguez Orejuela, cuatro años menor que Gilberto, permaneció varios años alejado del fundador del grupo narco. Sin la bendición del jefe de la familia, Miguel decidió casarse. La pelea fue instantánea y su derrumbe económico también. Trabajó en varias empresas, con suerte diversa. La reconciliación se concretaría años después. Fue el 31 de julio de 1965, cuando nació William Rodríguez Abadía, su primer hijo. Ese día se lo presentó a Gilberto, quien decidió que sería su padrino. A partir de entonces, se volvieron inseparables. Incluso, Miguel volvió a trabajar con su hermano en la farmacia Monserrate, de su propiedad. Nuevamente ganaría su confianza. Esta vez para siempre.

Hacia finales de los 70, los Rodríguez Orejuela habían logrado levantar un emporio empresarial: fundaron el Banco de los Trabajadores, adquirido Drogas la Rebaja y una decena de droguerías, Grupo Radial Colombiana, laboratorios Kressford, Financiera Boyacá, además de las cadenas de farmacia a lo largo de toda la ciudad y cada vez más influencia en el club de su pasión: América de Cali. Detrás de toda esa fachada financiera y de negocios, latía oculto el verdadero corazón del negocio: la elaboración y la venta de cocaína.

Camilo Chaparro, autor del libro Historia del Cártel de Cali, explicó -hace ya cinco años a Infobae- la diferencia de carácter y de visión entre ambos hermanos: “Miguel era impulsivo, radical, duro… Gilberto, en cambio, más reposado, pensante. Más negociador. Prefería hablar, convencer”. El periodista describió cuál era el cinematográfico horizonte al que apuntaba el mayor de los Rodríguez Orejuela: “Su guía era El Padrino, el libro de Mario Puzo. Lo llamaban ‘El Ajedrecista’. Si usted cruza la vida de Gilberto y El Padrino, concluye que quería ser como él y lograr sus objetivos”.

Pablo Escobar, ese problema maldito

Los Rodríguez Orejuela -ya en la mira de la Agencia de Control de Drogas de los Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés)- mantenían un perfil subterráneo, muy diferente al de su alter ego antioqueño. Si bien llevaban una vida cómoda, no sentían la necesidad de cometer torpezas de lujos y ostentación. No aspiraban a levantar su propio zoológico. Querían mostrarse como empresarios exitosos gracias a las fachadas de sus múltiples empresas. Tampoco querían involucrarse en política. Sabían que era un territorio al que no podían o debían acceder.

Pero a 420 kilómetros al norte de Cali, en el centro de Colombia, otro capo del narcotráfico tenía una visión distinta del negocio y del poder. Pablo Emilio Escobar Gaviria, jefe del Cártel de Medellín, decidió filtrarse en la política. Su objetivo era ser en algún momento presidente. Pero el particular círculo público colombiano no se lo perdonaría. Tampoco los demás popes narcos, que vieron cómo el joven traficante los exponía a todos ellos.

El periódico El Espectador y el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, revelaron al mundo la verdadera actividad de Escobar, flamante diputado suplente. El 30 de abril de 1984 fue la fecha que eligió el todopoderoso de Medellín para que la vida del funcionario llegase a su fin. Dos sicarios fueron los encargados de acribillarlo en el norte de Bogotá. Pero la ejecución fue no sólo un búmeran en la vida de «El Patrón», sino que representó un problema para los demás mafiosos.

Gilberto Rodríguez Orejuela le comunicó a una familia supuestamente ignorante de sus asuntos que se tomaría vacaciones. Serían largas y en España. Nadie en el seno familiar podía creer que el workaholic jefe decidiera descansar más de una semana. Al poco tiempo, el 15 de noviembre de ese año, fue detenido en Madrid. Estados Unidos pidió su inmediata extradición y así podría convertirse en el primer narco en enfrentar una corte norteamericana.

Miguel, conocedor de las leyes y a cargo de los negocios, construyó un plan maestro para evitarlo. Contrató a los mejores abogados madrileños. Ideó una estrategia en Colombia para que fuera el Gobierno de su país el que solicitara la repatriación, argumentando que los delitos por los cuales se lo acusaba habían sido cometidos en su territorio. Fueron casi dos años tras las rejas hasta que finalmente regresó a Cali, donde purgaría pocos meses de reclusión.

Mientras tanto, el menor de los hermanos había conseguido que los «negocios» mantuvieran su crecimiento sostenido. Fue así que pactó una sociedad con Hélmer «Pacho» Herrera, el más grande distribuidor de cocaína en Nueva York. También se deshizo de empresas que no tenían futuro y se concentró en aquellas que daban rédito económico y que servían de fachada para la golpeada familia.

Cuando Gilberto regresó de su prisión en España, Miguel hizo su última jugada maestra en su defensa. Consiguió, gracias a favores políticos y demás artes, que el presidente Belisario Betancur no firmara la orden de extradición reclamada por la Justicia norteamericana. «Rodríguez Orejuela 2; Estados Unidos 0», escribió en su libro Yo soy el hijo del Cártel de Cali William Rodríguez Abadía, hijo y sobrino de los capos. El joven abogado se convertiría, con el tiempo, en el cabecilla del grupo. Pero para eso faltaban años, balas y sangre. Mucha sangre.

Cuando las aguas se tranquilizaron y las olas comenzaban a disiparse, la leyenda cuenta que los hermanos quisieron salirse del negocio. Tenían suficiente dinero y recursos para tratar de armar una vida burguesa y travestirse en empresarios respetados. Sin embargo, el robo de un cargamento de cocaína con destino a Nueva York provocó que Escobar les declarara una guerra abierta. Para hacer frente a esa lucha, necesitarían más millones de dólares, los cuales sólo podrían ser provistos por la actividad más lucrativa.

El bautismo de fuego entre ambos fue siniestro y rompió con uno de los códigos no escritos de los mafiosos del narcotráfico. El Cártel de Cali había colocado un automóvil repleto con 80 kilogramos de explosivos, que detonó, frente al mítico Edificio Mónaco, en el exclusivo barrio de Santa María de los Ángeles, en Medellín. En el interior de la propiedad perteneciente al hijo preferido de Antioquía, los dos hijos menores de Escobar y su esposa «Tata» Henao dormían. Era la noche del 13 de enero de 1988 y esa fecha daría inicio a una batalla que estremeció a toda Colombia. El estallido provocó conmoción en cuatro cuadras a la redonda. El saldo: tres muertos y más de diez heridos.

Sobrevendrían los tiempos más oscuros de la historia reciente de Colombia. El atentado fallido –que tenía por objeto sujetar al tigre– provocó una escalada de violencia fuera de control. Nadie contenía a «El Patrón». Nadie frenaba a los hermanos caleños.

La unión contra «el tigre»

Tras el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán el 18 de agosto de 1989 en Soacha, Bogotá, los sectores políticos y empresariales del país comenzaron a sentirse cada vez más vulnerables a los ataques de Escobar, quien estaba decidido a terminar con la clase más alta de la burguesía colombiana y con sus enemigos en los negociados.

«Después de la muerte de Galán, se dio un hecho que daría un giro trascendental en la guerra contra el Cártel de Medellín. Varios de los prohombres de la patria, intentando preservar sus intereses, le pidieron a otra organización delincuencial, el Cártel de Cali, unir fuerzas para derrotar a Escobar. Aunque a muchos les duela reconocerlo, sí existió un pacto entre delincuentes y burgueses», narró William Rodríguez Abadía en su libro. Ese nuevo grupo paraoficial estaría compuesto por fuerzas de seguridad colombianas, los narcos enfrentados al «tigre» -como lo bautizaría al tiempo Miguel Rodríguez Orejuela– y grupos guerrilleros.

Rodríguez Abadía recuerda en su obra un atentado frustrado planificado durante semanas. “Se contrató a cuatro mercenarios ingleses para llevar a cabo un atentado contra Escobar en la Hacienda Nápoles. Se había logrado infiltrar a un personaje que daría aviso oportuno sobre un agasajo para celebrar la clasificación a la final de la Copa Libertadores del Nacional de Medellín. Con apoyo armado por tierra, los ingleses iban a bombardear la finca a bordo de dos helicópteros. Se presagiaba como el golpe final de esa guerra infernal”. Estaba todo preparado y planificado a la perfección. Pero una cuestión muy terrenal impidió el homicidio. “Uno de los pilotos, a causa de los nervios, se emborrachó la noche anterior y el día de la operación colisionó con el último cerro antes de llegar a su destino”.

Cercado pero con el poder de fuego intacto, Escobar decidió que lo mejor por el momento era entregarse. Lo hizo bajo unas condiciones únicas y construyó su propio centro penitenciario: la Catedral. Desde allí continuó con sus atentados, pero su logística y sus negocios comenzaban a desacelerarse. Los distribuidores preferían a los Rodríguez Orejuela por sobre el malogrado hombre de Medellín. El poder de los hermanos caleños crecía a medida que el de Escobar disminuía. Hacia 1991 el Cártel de Cali controlaba el 80 por ciento del tráfico de cocaína en los Estados Unidos. Políticos, jueces, fiscales, empresarios. Todos buscaban el calor de los popes que arrinconaron a «El Patrón».

El 22 de julio de 1992 –406 días después de que se entregara–, Escobar huyó de su propia cárcel. Durante el operativo, la mayoría de sus lugartenientes y sicarios que lo acompañaban en ese «hotel» fueron ultimados por las fuerzas de seguridad. Pablo Emilio Escobar Gaviria tenía sus días contados. Su caída parecía inminente pero pudo esquivar el cerco del Ejército, del Bloque de Búsqueda y de los Pepes durante un año y medio.

El 2 de diciembre de 1993, fue rodeado por oficiales colombianos y miembros de la DEA luego de que se le interceptara una llamada telefónica que había hecho a su hijo. Los registros oficiales indicaron que murió en medio de un tiroteo por los techos de Medellín. A su lado estaba el único hombre que aún le respondía ciego: Álvaro de Jesús Agudelo, más conocido como «Limón». El hijo del capo narco sostiene, sin embargo, otra teoría. Juan Pablo Escobar Henao dice que, rodeado su padre prefirió suicidarse antes que caer en manos de sus enemigos.

La caída de los hermanos

Tras la muerte de Escobar, hubo celebración en toda Colombia. Los hermanos Rodríguez Orejuela, protagonistas de su cacería, también formaron parte de los festejos. Y hasta sentían que el Gobierno y la sociedad estaban en deuda con ellos. Pero olvidaron que en verdad seguían siendo una amenaza.

En 1994, la Justicia norteamericana insistía en su estrategia y mantenía su pedido de extradición sobre los hermanos. Fue por eso que ambos encararon una negociación con el fiscal general de la nación, Gustavo de Greiff. “Mi padre y mi tío habían perdido la noción de la realidad. Se creían invencibles por haber conseguido dos triunfos casi imposibles: la extradición de mi tío a Colombia y no a Estados Unidos y la caída del Cártel de Medellín”, contó Rodríguez Abadía, quien pronto se convertiría en el nuevo cabecilla de la organización criminal.

Los hermanos pasaron a la clandestinidad. Estaban recluidos en diferentes locaciones y habían diseñado una sofisticada red de informantes que les proporcionaba datos sobre posibles capturas. Infiltraron cada punto sensible de poder, con lo cual pudieron anticiparse a todos los movimientos. Sobre todo al Bloque de Búsqueda. Se comunicaban con el nuevo jefe por medio de un sistema telefónico encriptado, sólo descubierto cuando Miguel fuera detenido.

El Gobierno de Colombia dispuso al general Rosso José Serrano para que los cazara. El militar diagramó una serie de allanamientos contra los familiares para poner en jaque a los capos narcos, sabiendo que ese podía ser su punto débil. También millones de dólares en recompensa para aquellos que aportaran datos certeros sobre su paradero. Estados Unidos ayudaba financieramente y con información de inteligencia.

El 9 de junio de 1995, luego de un operativo encubierto en el cual se desplegó a oficiales mujeres vestidas con ropa de fitness, lograron identificar el lugar donde estaba recluido Gilberto Rodríguez Orejuela. La caída de Miguel estaba cercana en el tiempo. Más precavido, el otro jefe del Cártel de Cali lograría esquivar por poco a los hombres de Serrano dos veces más. Fue uno de sus cómplices de máxima confianza, Jorge Salcedo, quien lo entregó a las autoridades para cobrar una bolsa de dinero como recompensa. Fue el 6 de agosto, en el edificio Hacienda Buenos Aires, en Cali. A las pocas horas sería trasladado a Bogotá, donde se reencontraría con su hermano. Era el principio del fin del cártel.

Luego de acordarlo con Gilberto, Miguel recibió a su hijo William. «A lo mejor no estés preparado, hijo, pero ha llegado el día. Tienes que asumirlo y ayudarme en esta lucha jurídica y política que debemos afrontar para salvar a nuestra familia». Era la unción como nuevo jefe.

William, el «capo» efímero

William Rodríguez Abadía debió tomar el timón del barco en medio de una tormenta. Casi sin tripulación y con sus guías en prisión, aceptó el reto. Quería demostrarle a su padre que podía hacerlo. Comenzó a entrevistarse con ministros, legisladores y políticos de todo color. Pretendía torcer voluntades y lograr un aplazamiento de leyes que convendría a sus mentores.

En ese tiempo, como él lo relata en su libro, vivió «debatiéndose entre la vida, la muerte y la cárcel». También tuvo contacto con el tráfico de narcóticos. Para ello debió participar en una cumbre secreta con Carlos Castaño Gil (jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia) y los barones del Cártel del Norte del Valle, el nuevo jugador fuerte de la cocaína. Fueron los mismos que el 24 de mayo de 1996 planificaron un atentado contra él mientras almorzaba en un restaurante de Cali. A partir de allí, sabiendo de sus limitaciones en el mundo del hampa, intentó abandonar. Sin embargo, no podría hacerlo. Una circular roja de Interpol le impedía huir de su país.

Debió, nuevamente, volver a la rutina. Y una vez más, reunirse con sus renovados enemigos, por orden de su padre y su tío Gilberto. Pero las nuevas gestiones para evitar una ley de expropiación retroactiva de los bienes de los narcos no tuvo éxito. La economía de los Rodríguez Orejuela estaba jaqueada.

Según él mismo relata, el abogado de la familia había intentado retomar su vida «normal», aunque mantenía reuniones con capos narcos para intentar arreglar los problemas que aún los golpeaban. En diciembre de 2001, William sería solicitado por la Fiscalía del Distrito Sur de Nueva York. Se iniciaba su propio pedido de extradición. Se escondería durante años.

La extradición, el fin

Los Rodríguez Orejuela intentaban, desde su reclusión, digitar a la Justicia colombiana para que evitara el peor de los temores de los narcos durante los años 80: la extradición. Por años, compartieron ese miedo con su enemigo íntimo Escobar, aunque no formaron parte del grupo “Los Extraditables”. En aquella época había nacido la escalofriante frase que sería el preámbulo de la violencia: “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”. Los hermanos del Cártel de Cali no tendrían la alternativa de la tumba.

Por buena conducta, ambos estaban a punto de ser liberados. Y eso ocurrió con Gilberto, quien respiró aire fresco en noviembre de 2002, tras siete años y medio de prisión. Sin embargo, una causa en la Justicia norteamericana reabrió el pedido de extradición. En marzo de 2003, en un megaoperativo en Cali, volvieron a detenerlo. Esta vez, su destino final sería una cárcel en Estados Unidos por pedido del distrito sur de Miami. En diciembre de 2004, fue extraditado el fundador del Cártel de Cali. El 11 de marzo de 2005, sería Miguel Rodríguez Orejuela quien subiría a un avión de la DEA. William, aún prófugo, se entregaría el 16 de enero de 2006 en Panamá. Tras acordar el reconocimiento de los delitos que se le imputaban por ser el tercero en la línea de mando de la organización, purgó cinco años en suelo norteamericano.

Su tío y padre, en cambio, fueron sentenciados a treinta años de cárcel. La tumba que imaginaron en Cali será cavada primero en Estados Unidos. Al menos para Gilberto, muerto hoy a los 83 años en Carolina del Norte.

(*) Publicado originalmente en InfoBae. Lea aquí el original.

Comparte: