Los homínidos siempre hemos tenido una irresistible inclinación al disfraz. De hecho, lo primero que hicieron hombre y mujer una vez expulsados del paraíso fue disfrazarse de Adán y Eva con una hoja de parra. Porque si la versión oficial bíblica asegura que los dos protagonistas cubrieron su cuerpo tras asumir de golpe su vergüenza ante la desnudez, lo cierto es que con el gesto de vestir la piel se descubrían también las posibilidades de la simulación, el fingimiento, la mascarada. El pecado original nos abría, de este modo, las puertas del carnaval.
Esta idea queda igualmente corroborada si abandonamos las explicaciones mitológicas y optamos por el método científico. Lo confirmamos con solo contemplar esas misteriosas representaciones paleolíticas, como esa extraña figura humana cubierta con pelajes y cornamentas de ser fantástico, en la cueva francesa de Trois Frerès. El hecho resultó crucial al descubrirse que una buena indumentaria, por extravagante que fuera, llegaba a impresionar tanto que quien la vestía lograba influir en la voluntad colectiva. Fue así como aquel primer cavernícola disfrazado acabó por transformarse en brujo. La humanidad conocería muy pronto nuevos disfraces: tras el brujo aparecieron el sacerdote, el monarca, el emperador hasta llegar hoy, en su versión más tecnológica, al presidente de gobierno/televisión de plasma.
Obviamente, el valor del disfraz depende siempre de su eficacia para el engaño. Por eso, además de enmascarar al poder, también se ha relacionado con todos aquellos que hacían del fingimiento una profesión. Es el caso de los agentes secretos como Mortadelo. O aquel Domingo Badía que en el tránsito de los siglos XVIII y XIX recorrió Oriente con los ropajes de Ali Bey. O de los actores y cómicos, cuyo arte consiste en transformarse en cualquier personaje, incluso el más inverosímil. Nos movemos por los territorios de la ambigüedad, la simulación, el artificio. En consecuencia, el arte del disfraz también ha encontrado hueco en el mundo de la picaresca y los bajos fondos, como traje de faena de no pocos ladrones y timadores.
Con el paso del tiempo el disfraz ha ido superando su dependencia física de ropajes y máscaras para evolucionar en algo mucho más conceptual. Se trataba de un gran salto en el mundo del fingimiento. El engaño dejaba de estar ligado a trajes que debían de aparentar al menos la calidad de lo que se pretendía simular, ni dependía de ridículas pelucas o incómodos maquillajes. De un tiempo a esta parte es suficiente con poner por escrito la personalidad se quiere representar. Y es que, en espera de que la realidad virtual nos depare nuevas modalidades, la versión más acabada que tenemos del disfraz es ese frío y burocrático documento que llamamos currículo.
El peligro, tanto ahora como antes, está en quedar al descubierto con nuestros disfraces, como embetunados reyes Baltasar de cabalgata. También en el caso de los currículos. Es lo que le pasó a Luis Roldan que no dudó en presentarse como titulado en carreras que nunca curso. En Alemania a no pocos diputados, e incluso a algún que otro ministro, le ha costado la carrera política la aparición de alguna mentirijilla en sus méritos académicos. Tal vez por ello, el ex ministro José Manuel Soria optó en 2014 por no enviar ningún currículo para que figurara en su presentación en el Foro de Davos, asumiendo así un discreto disfraz de hombre invisible, tan invisible y discreto como sus intereses en Panamá.
Otros, sin embargo, no ven en el currículo una forma trapacera de andar por la vida, sino como un anhelo para pasar a la posteridad. Ser doctor, por ejemplo, tiene para ellos la misma aureola que antaño tenía la concesión de un título nobiliario. No sorprende que este sea el caso de Francisco Camps, un hombre que ha demostrado una gran preocupación por las apariencias, hasta hacer de los trajes que vestía una de sus principales obsesiones. El expresidente de la Generalitat Valenciana quería ser doctor, disponer de la respetabilidad de tan sabia distinción. A pesar de su ardua vigilancia y trabajo para perseguir durante su gobierno la más mínima tentación de corrupción, Camps le robó tiempo al sueño para dedicarlo a la investigación, la reflexión y, finalmente, la redacción de una laboriosa tesis doctoral de 697 páginas en la que nos ilumina sobre las necesidades del modelo electoral.
Luego, en su modestia infinita, decidió mantener bien oculto aquel documento con la sincera intención de evitar la desmoralización de miles de jóvenes doctorandos al comprobar, si leían su tesis, que nunca alcanzarían la talla intelectual del político popular. Sin embargo, ahora, insensible a todos esos sacrificios, un profesorucho navarro ha osado cuestionar su rigor académico afirmando que aquel profundo estudio se asemeja a un vetusto papel de calco donde se habría plagiado sin pudor hasta el Boletín Oficial del Estado. Calumnias, se ha apresurado a gritar indignado el ex molt honorable parapetándose tras una nota a pie de página. Y sin duda nada debería hacernos cuestionar su sinceridad. Y menos que algunos insidiosos se empeñen en asegurar haberlo visto en los discretos probadores de Forever Young ajustándose al cogote los hilos elásticos de una barba postiza de sabio doctor.
Periodista cultural y columnista.