Habían empezado a llegar a Barcelona las gentes apocadas que huían de la capital de la República ante el avance de las fuerzas fascistas.  — Están ya en las mismas puertas de Madrid — decían. Les hacían coro las cornejas equívocas de la quinta columna barcelonesa, sin ocultar su alborozo. Se medían los minutos con afanes incontenidos de revancha. ¡Caras iban a pagar sus resistencias las Milicias populares! Mola, Várela, García Escames, Yagüe y Franco se encargarían de darles su merecido. Por algo eran la flor y nata de los generales africanos…

El gran batallador proletario Durruti con el redactor de ‘Mi Revista’, Manuel Nogareda en Madrid.

En la noche del 9 de noviembre irrumpieron en la plaza de Cataluña unos coches polvorientos, recargados de bagajes. Los altavoces del Colón gangueaban las propagandas comunistas. Circulaban coches oficiales y taxis, muchos taxis. De uno de los automóviles abanderado con la enseña revolucionaria de la C. N. T. descendió Buenaventura Durruti, héroe del pueblo, caudillo de una de las columnas confederales que operaban en tierras de Aragón.

Fernando Pintado y Manuel Nogareda se acercaron al héroe de la revolución de julio y le preguntaron:

— ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes a descansar? Durruti esquivó las preguntas con su campechanía habitual, pero ante las apremiantes excitaciones de los dos periodistas acabó por decirles:

— !Descansar! ¿Quién os ha dicho que yo puedo estar cansado? Ahora, por de pronto, voy a cenar con los compañeros que me acompañan y con vosotros si queréis; luego, como vengo de paso…

Inquirieron de nuevo los periodistas:

—¿De paso, para dónde?

Soslayó la respuesta Durruti, reiterando:

— Dejadnos que cenemos y luego hablaremos de todo…

En una de las mesas de «La Cala» hizo Durruti su última cena en Barcelona. Al filo de medianoche terminó de tomar el café, vistióse la canadiense de cuero, se caló la gorra-orejera y avanzó hacia la escalera, entre la admiración de la gente.

— ¡Ahí va Durruti! —decían las mujeres y los hombres que se hallaban en el local. Ya en la plaza de Cataluña, cuando se disponía a subir al coche, reiteraron sus preguntas los dos reporteros.

— ¿Se puede saber por fin dónde te encaminas con tanta prisa?

Volvió a sonreír bonachonamente el caudillo popular, al replicarles:

– ¡Claro que sí! Salgo ahora mismo hacia Madrid, donde estamos haciendo falta. Es hora de grandes responsabilidades para todos. Yo hago frente a mis obligaciones revolucionarias acudiendo a los puestos de peligro cuando es preciso o hablando alto y claro cuando lo juzgo necesario. De manera que ya lo sabéis: Yo, con mis leales, salgo ahora mismo, carretera adelante, camino hacia Madrid: Llevamos de todo; de modo que combatiremos con arreglo a las normas que quieran iniciar los enemigos. Y basta ya, que se hace tarde…

En los apremios de la despedida cambiáronse los últimos abrazos.

— ¡Salud y suerte! — dijeron los periodistas cuando iniciaban su marcha los coches.

— ¡Salud! — replicó Durruti, alzando su puño de luchador…

La fatalidad tejía ya los cendales de la mortaja del coloso. Porque Durruti no salió aquella noche hacia Madrid, como creía, sino que fue a perderse por la senda que debía llevarle a la inmortalidad, al caer herido de muerte, el día 19 de noviembre, cuando se disponía a hacer frente a los traidores. La Prensa dio la noticia en estos términos:

«Durruti se dirigía a visitar las avanzadillas de su columna. Eran las ocho y media de la mañana. Por el camino se cruzó con unos milicianos que regresaban del frente. Paró el coche, y, al descender del vehículo, sonó un disparo, que se supuso efectuado desde una ventana de alguno de los hotelitos de la Moncloa. Durruti se desplomó sin pronunciar ni una palabra. La bala asesina le había atravesado de parte a parte la espalda…»

Madrid le despidió con los honores que se rinden a los héroes. Muerto en defensa de la capital de la República, ofreció Durruti el ejemplo que en aquellos momentos era tan necesario.

Envuelto con la bandera de la C. N. T. hizo el camino de regreso Buenaventura Durruti. Sus ojos vidriados no sonreían ya. Su puño vigoroso permanecía caído junto al cuerpo. Se había desvanecido para siempre el eco de su voz estimulante.

Barcelona agotó, el día 22 de noviembre, todas sus flores. Y las mujeres sus lágrimas. Y los hombres, su emoción y sus protestas de venganza… Muerto el hombre, nacía el símbolo místico.

 

*Publicado en ‘Mi Revista’ (1936). Fuente: Biblioteca Nacional de España.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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