9 de julio. Tercer encierro de San Fermín. Por algo será que muchos pamplonicas, una vez cumplidos los rituales del Txupinazo, el Riau-riau y la procesión del santo, abandonan su ciudad al llegar el fin de semana. ¿La razón? De viernes a domingo, la turbamulta foránea toma las calles y plazas y el nativo parece rendirse ante la relatividad del posesivo, cuando habla de «Su» fiesta. En esos días, como no puede ser de otro modo, el río del encierro, recrecido su caudal en proporción exponencial, se convierte en riada: una masa informe de gritos, sudor y miedo, vibrante por su pálpito y policromía, sí, pero caótica a pie de asfalto.
Pese a la masa que se interponía en su camino, los toros de José Escolar solventaron con gran pulcritud la ascensión de la Cuesta de Santo Domingo, provocando apenas unos pocos tortazos y pisotones; bien arropados por los cabestros, que hoy parecían atentas madres, prestaron poca atención a los bípedos que chillaban junto a ellos en ese tramo del encierro. Lo peor llegó, como se espera siempre, una vez enfilada la calle Estafeta, donde la aglomeración humana era, sencillamente, agobiante. Y aun así, con la manada estirada y los morlacos buscando posada por su cuenta, el parte médico refleja la bondad de los cornúpetas: apenas tres heridos por asta en una rapidísima carrera de 2,29 minutos. Y si los sables de los toros salieron por fin a relucir en estos Sanfermines, no se debió a ningún ataque directo, sino a un puro y simple problema de capacidad, porque faltan metros cuadrados suficientes para que quepa tanto bulto.
En jornadas de masificación como esta, los pastores se convierten en factores imprescindibles del encierro. Se les distingue por su vestimenta verde y las prolongadas varas que esgrimen, utensilio con el que fustigan a los corredores que infringen las normas de relación con el toro. Un trabajo agotador y, sobre todo, enervante, en el que no siempre puede imponerse la ley del encierro; de ahí que la furia pastoril conlleve un poso de racionalidad fatalista, que encumbra a sus artífices por encima de otros administradores de la violencia institucional.
Antes del encierro verás al pastor encaramado a la valla de madera, como el mochuelo a la rama del olivo. Desde la altura ve pasar a los corredores que buscan su lugar propicio para la carrera. Unos se paran a mirarlo con curiosidad, como quien consulta rápidamente la guía de aves para saber qué tipo de pajarraco es ese; otros le rinden el tributo de su respeto mediante el apretón de manos, conformes con su autoridad patriarcal, tan severa como justa y siempre inapelable. De ahí que el saludo al pastor se haya convertido en un ritual más entre los previos al encierro, como los tres cantos al santo o los estiramientos de última hora y dudosa funcionalidad efectuados segundos antes de que el cohete anuncie la salida de la manada.
Supongo que los dioses persiguen a los infractores de sus normas como el pastor que corre tras los hijos espurios de la borrachera, castigando por doquier a los infractores de su doctrina. Y puede que esos mismos dioses también extiendan su divina punición a los animales díscolos, cual pastor que azota las ancas rocosas de los toros que se dan la vuelta en el encierro —San Fermín no paga desertores— o vierten su ira sobre un corredor caído. Porque los bóvidos también tendrán su alma, supongo, aunque no sé si de segunda o tercera división, y un cachito de libre albedrío debe corresponderles igualmente.
(*) Foto de portada: La Llorona Comunicación / Ayto. Pamplona
Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.