No hay mayor sordo que quien no quiere oír, ni cínico más grande que aquel que no quiere entender. Adela Ramírez lo sabe muy bien. Tuvo tiempo para comprenderlo durante los siete años que pasó encerrada en una cárcel chiapaneca. Siete interminables años durante los cuales a la justicia mexicana no le importó el significado de las palabras que Adela no dejaba de pronunciar en el antiguo idioma de los choles, única lengua que hablaba. Al final su perseverancia tuvo frutos y la benevolencia del sistema admitió el desciframiento de aquellos sonidos emitidos por la mujer: “yo no maté a mi hijo”.
Todo hubiera sido más sencillo si desde el primer día el juez que instruyó el caso hubiese puesto a su disposición el traductor al que legalmente Adela tenía derecho. Pero no lo hizo. No es extraño: vivimos malos momentos para los derechos, sobre todo cuando su aplicación amenaza con trastocar las interpretaciones simples, tan prejuiciosas como reconfortantes. ¿Qué más sencillo que convertir en culpable a una víctima que reúne los atributos de mujer, pobre, analfabeta e indígena? Demasiados infortunios juntos como para que, a los ojos del juez y del policía, no resultara sospechosa de alguna maldad oculta que explicase todo ese castigo divino reunido en su ser.
Ahora, cada vez más exprimidos de culpa estos colectivos a golpe de decreto ley y recorte, Ulloa nos desvela un nuevo y verdadero causante de nuestros infortunios: el disidente.
No muy diferente parece haber sido el razonamiento que llevó al secretario de Estado de Seguridad, Ignacio Ulloa, a justificar la ocupación policial de Barcelona durante la reciente reunión del Banco Central Europeo. Y es que, a su juicio, el riesgo de una pedrada rebelde amenazaba con disparar la prima de riesgo, único desvelo para los sueños macroeconómicos de nuestros gobernantes. Las explicaciones del responsable de Interior avanzan un paso más en el proceso de neolengua orwelliana que se está gestando en nuestras sociedades pretendidamente democráticas y ultrainformadas. Porque si en los lejanos días del inicio de la crisis nadie negaba la responsabilidad de especuladores y banqueros en el estallido de la debacle, muy pronto el establishment político y mediático se encargó de desviar las culpas hacia pensionistas, enfermos, estudiantes, parados o inmigrantes, transformados así en despilfarradores acomodaticios del dinero público. Ahora, cada vez más exprimidos de culpa estos colectivos a golpe de decreto ley y recorte, Ulloa nos desvela un nuevo y verdadero causante de nuestros infortunios: el disidente.
De este modo, la represión al inconformista supera el mero gesto despótico del poder para adoptar el perfil de una tecnocrática decisión económica. Gases lacrimógenes y privatización de hospitales, he aquí la alquímica receta neoliberal con la que obrar el milagro del saneamiento de un sistema al borde del precipicio social. Eso y unas gotas de socialismo para ricos, inyectando más dinero público en las arcas de unos bancos preñados de ladrillo. Al fin y al cabo, hace mucho que los generadores de opinión se encargaron de sacar la lucha de clases de la agenda política para archivarla en algún perdido apartado de cualquier cuenta de resultados, como gasto prescindible, fácil de eliminar aplicando el correctivo preciso con la intensidad necesaria. Las próximas movilizaciones del 15M nos permitirán conocer la fidelidad gubernamental con estas ideas, inquebrantable si damos crédito a los finos análisis de Esperanza Aguirre. También descubriremos el grado de intensidad que se considera necesaria, aunque, en cualquier caso, después de sucesos como Valencia, o Barcelona, ya podemos aventurar que para nuestros bienintencionados gobernantes, nunca será desproporcionada.
Y en medio de todos estos episodios, la paradoja. Si para Adela o los contestatarios los gritos de denuncia les convierten en culpables, para otros los susurros de culpabilidad son la antesala de la inocencia. Lo vemos también estos días a propósito de la trama Noos. Don Iñaki Urdangarín, duque de Palma y esposo de la Infanta Cristina, junto a su socio Diego Torres estarían negociando su autoinculpación y la devolución de 3,7 millones de euros de los 10 millones obtenidos de las arcas públicas, a cambio de evitar la cárcel. Pero, sobre todo, a cambio de mantener lo más inmaculado posible, dadas las circunstancias, a la figura de Juan Carlos I, cuyas gestiones en favor de los negocios de los presuntos defraudadores comienzan a ser más peligrosas para el monarca que las caídas en Botsuana. Cosas de la Justicia, dirán algunos. Tampoco faltarán quienes piensen que no hay mayor estúpido que aquel que no quiere saber. Aunque, claro, esos serán malpensados dignos de cualquier sospecha.
Periodista cultural y columnista.