¿Quién es realmente Horne Fisher? Casi podría decirse, observando su impreciso aspecto y sus maneras perezosas, que ese hombre de edad indefinida y amplísima frente, que no es viejo, pero que parece haber envejecido de forma prematura, posee algo de la languidez de una virgen que deja caer su pañuelo en el charco de plata de una noche con luna, o bien la melancolía de un sauce que hipnotizado inclinase sus ramas sobre las aguas esparcidas a sus pies, o quizá algo de la somnolencia que crece siempre en los cuerpos doloridos; la apatía de un presidiario, el cansancio de unos ojos insomnes y la indiferencia impenetrable de un peñasco solitario. Horne Fisher es, sencillamente, el nombre propio de un misterio.
Inscrito como por azar sobre una diana en el césped, un rostro como de duende sonríe diabólico; son trazos en los que una mirada corriente sólo alcanzaría a ver las pruebas de tiro de algún principiante. La torpeza es el disfraz destinado a encubrir las extraordinarias capacidades del excelente tirador que el asesino es en realidad. ¿Pero acaso puede Fisher hacer otra cosa que devolver al río el «pez gordo» que una y otra vez atrapa su red de mariposas? ¿Acaso puede turbar, precisamente él –un hombre a quien nada le ata y al que todo interesa, la fosforescencia azul de los caracoles marinos tanto como las líneas rectas de Picasso, dotado de un pensamiento rápido como la luz, caminando lenta y perezosamente por todos los rincones del mundo– el orden inmutable de las cosas? No, la incómoda verdad existe, ocurre aquí y en todas partes, pero no tenemos más remedio que dejarla tranquila. «La veleta torcida siempre estaría ahí para hacer de todo ello una broma».
«Creo que usted lo sabe todo, como si fuese Dios Todopoderoso», le dice alguien, abrumado ante tanta lucidez. Y sí, así es, bajo las aguas tranquilas del lago artificial se oculta el «horrible secreto» que Horne Fisher conoce. Porque siempre en el mundo hay un pozo sagrado y siempre en el mundo hay profanadores de pozos sagrados, hombres que llegan con penachos de plumas y púrpuras ropas para verter los litros de agua sucia que oculten la verdad. Siempre hay un agujero, no ya en el muro de la finca, sino en «el muro del mundo», y ese vacío encubierto explica ahora por qué Fisher no puede con todo evitar compadecer al iracundo y orgulloso Lord Bulmer, pues, «al fin y al cabo, él ya ha pagado su culpa, mientras que el resto de nosotros aún no lo ha hecho». Nosotros, los que vivimos, los que arrastramos todavía nuestros cuerpos de la biblioteca a la cocina, de la cocina al dormitorio, bailando en los más fabulosos disfraces sobre la fina superficie helada del lago artificial, «bebiendo licores y encendiendo cigarros» cuyo origen indirecto hay que buscarlo en «el saqueo de lugares santos y la explotación de los pobres», somos nosotros los que perpetuamos el baile de máscaras que, con los chantajes, la codicia y los licores, extiende una gruesa sábana de olvido sobre el «pozo negro y manchado de sangre que yace justo bajo esa capa de aguas poco profundas y hierbas muertas». Y puesto que el baile tiene que continuar, puesto que la capa de «información falsa» debe con todo sostenernos, Fisher escoge como atuendo para la fiesta de la bella hermana de Lord Bulmer los ropajes que convendrían a alguien que ha heredado la posición de un caballero: el disfraz de un «humilde ermitaño vestido tan sólo con unos cuantos sacos viejos» es precisamente el personaje que mejor se avendría con su anfitrión, y, quién sabe, quizá de haber vestido tales harapos Lord Bulmer habría podido ahorrarse el asesinato que le arrojó de cabeza a la negrura del pozo. Porque –Chesterton lo dice sin ambages– uno debe expiar toda la sangre vertida que se oculta en cada uno de los gestos fáciles de la vida ordinaria, por más que, sin embargo, la verdad permanezca insobornablemente plegada en lo más hondo de un pozo sepultado bajo un lago. No en vano fue su propio hermano quien le dio la gran lección: saber es saberse fracasado.
Horne Fisher, cuyos ojos jamás se cansan de contemplar cómo la verdad crepita y chilla en el baile de llamas, ni acaban de llenarse nunca del todo con la visión del horizonte neblinoso del mar, no es sin embargo un hombre que haya nacido para hacer nada. Es verdad, Fisher no se conforma con los rumores y errores de la vida corriente; «investigaba los problemas con una curiosidad natural», «indagaba en sus orígenes», leía libros de todo tipo en mitad de la noche y ataba todos los cabos después de haberlos extendido cuidadosamente uno al lado del otro. Sabemos que Mr. Hawker no necesitaba dinero cuando vendió su espléndida casa a Sir Francis Verner, el cual, curiosamente, no tenía ni un céntimo. Sabemos también que Mr. Hawker aborrecía a su primera mujer, y que se casó otra vez por dinero… Fisher, que tiene algo de aristócrata y algo de anarquista, que dice lo mismo tanto en público como en privado, que trata cordialmente con todo el mundo pero que ni siquiera entre sus familiares y amigos muestra eso que la clase media llamaría familiaridad o camaradería, coloca la pobreza de Sir Francis Verner al lado de la riqueza de Mr. Hawker y, de pronto, el rompecabezas hace clash, las sombras cubren las miradas, las mandíbulas se desencajan en los rostros, y alguien grita y estalla proclamando su inocencia.
¿Quién es, pues, Horne Fisher? Es el aguijón, es «el hombre que sabía demasiado», el retrato que Chesterton traza de una vida anónima, de un presunto «fracasado» que siempre está allí donde pasan las cosas, pues es pariente cercano de ministros y altos funcionarios, poseedor de un camaleónico saber y una cordialidad neutral, siempre capaz de guardar silencio en las situaciones más resbaladizas, pues, al fin y al cabo, las cosas no pueden cambiarse por la fuerza, tampoco fundando un nuevo periódico que «dinamite la sociedad» al proclamar en voz alta la verdad sobre esa multitud insufrible de cosas (March no acaba de entender cómo Fisher puede soportar conocer la verdad al completo, cuando él, que no sabe ni la mitad de la mitad, se arranca los cabellos de desesperación). Pero no será Horne Fisher quien descuelgue los tapices que cubren el terrible secreto que es siempre, antes y después, el fondo de la cuestión; no será él quien derribe la estatua de Britania que, erguida en el jardín, tambaleante, gigantesca, posee un peso suficiente para aplastar por sí misma a su cómplice traidor.
Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.