Causa sorpresa –y casi fascinación– comprobar como el gobierno de Mariano Rajoy es capaz de aprovechar las más rocambolescas ocasiones para dejar patente su distancia estratosférica de la realidad. Los presupuestos generales son una buena muestra de ese empecinamiento por ser el alumno más avanzado en la asignatura de matarife del Estado social, ignorando la inoperancia de unas recetas de austeridad que hasta la fecha solo han servido para conducir a Europa hacia la debacle social. Sin embargo, son los pequeños detalles los que consiguen elevar hasta lo sublime la ejemplaridad de los actos del presidente.
Así, mientras miles de personas mostraban su desesperación en las calles, mientras la policía nos recordaba con su alabada profesionalidad que, en última instancia, su cometido es repartir porrazos, Mariano Rajoy acordaba concederle una medalla nada más y nada menos que la mismísima Virgen del Pilar.
Ignoro si el acuerdo del Consejo de Ministros buscaba la mediación de la Pilarica para encauzar esa mano invisible que guía el mercado y que, por el momento, no ha hecho más que abofetearnos en nuestros derechos. Si ese fuera el caso, no sería de extrañar que muy pronto, tal y como están las cosas, nos encontremos al tándem Montoro y De Guindos conjurando a Santiago Matamoros para corregir las desviaciones del déficit público, u ofreciendo sacrificios humanos a la divinidad más agresiva con tal de lograr contener la escalada de la prima de riesgo.
En cualquier caso, no deja de sorprender que un gobierno acabe con tanta soltura tomando acuerdos que afectan a seres imaginarios o, en el mejor de los casos, que no son de este mundo. Tal vez por eso cada vez son más los ciudadanos que se cuestionan la representatividad de un estamento político que parece mucho más cómodo en el Más Allá de nuestros problemas cotidianos, que en el aquí y ahora de nuestras angustias. Y frente a esa indiferencia surge ese grito de “no nos representan” que se está apoderando de las calles y plazas españolas; un clamor contra el que últimamente coincide todo el establishment al (re)presentarlo como las nuevas trompetas de Jericó que amenazan las sólidas murallas de nuestra democracia.
Es así como hemos podido escuchar el desparpajo provocador de María Dolores de Cospedal comparando las últimas protestas populares con una intentona golpista. Estrafalaria interpretación de la derecha grosera asumida, sin embargo, desde las sensatas páginas de El País bajo la fórmula aséptica de los análisis sociológicos que nos alertan del populismo totalitarista latente en los gritos que recorren las ciudades. Un temor que, sin embargo, no parece despertar el autoritarismo con que los modernos camisas negras de la tecnocracia vienen desarticulando la democracia, tras hacernos olvidar sus promesas de encauzar el desbocado mercado financiero y convencernos de nuestra obligación de asumir la austeridad como castigo por nuestros supuestos pecados.
De ese modo, son ellos los que hace tiempo que vienen advirtiéndonos de que en su mundo perfecto sobramos todos. Trabajadores, parados, jóvenes, mujeres son así condenados al infierno de la angustia o al limbo de la resignación. Es en respuesta a esta perspectiva como ha ido tomando cuerpo la determinación del “no nos representan”. Por ello, más allá de la inevitable injusticia que conlleva toda generalización, lo que realmente preocupa de la consigna a los biempensantes no es tanto lo que rechaza como lo que en su esencia reivindica: la necesidad urgente de un proceso constituyente que siente las bases de un nuevo contrato social, colectivo, participativo e integrador.
España y Europa se adentran así por la Era de las Indignaciones. Se trata, claro, de un camino lleno de incógnitas e incertidumbres, como todos los que conducen a regiones por descubrir. Por desgracia, para esta travesía no podremos contar con la sabia mirada de Eric Hobsbawm. Con todo, la actitud crítica, comprometida y honesta que caracterizó la vida de este viejo historiador marxista amante del jazz, será la mejor brújula para recorrer estos difíciles tiempos. La otra alternativa, la reservada por el gobierno y los mercados a pusilánimes y conformistas ya se sabe: encomendarse al consuelo de la Virgen del Pilar.
Periodista cultural y columnista.