Barcelona parecía vivir un domingo de agosto durante las primeras 18 horas del día 3 de octubre de 2017. El pálpito de la ciudad estaba adormecido por el seguimiento del paro general convocado por centrales sindicales, asociaciones civiles y partidos políticos nacionalistas y de izquierda, como protesta por la violencia de las fuerzas policiales y militares enviadas a Cataluña por el gobierno español. Solo la zona de Plaça Universitat se animó a mediodía, con ocasión de una enorme convocatoria estudiantil secundada por otras organizaciones (300.000 asistentes, según cálculo de la Guàrdia Urbana de Barcelona). También hubo concentraciones en distintas escuelas e institutos, escenario de la brutalidad de la fuerza expedicionaria, y ante las sedes de los partidos Popular y Ciudadanos, y también de la Delegación del Gobierno. La mayoría de los rostros expresaban tristeza e indignación por igual, y en no pocos se traslucía una rabia contenida.

A lo largo de las horas, redes sociales atiborradas de mensajes y bulos advirtieron de la presencia de miembros de la Policía Nacional y la Guardia Civil infiltrados entre los nutridos grupos de personas que recorrían la ciudad como piquetes informativos. El nerviosismo estalló en la calle de Cartagena, donde el aparatoso despiste de un corpulento manifestante provocó suspicacias, primero, y estigmatización, después, por parte de sus compañeros de ronda. Un bombero allí presente, conocido suyo, aseguró que se trataba de una persona de confianza, pero la tensión generada le obligó a abandonar el lugar.

Aunque el gobierno autonómico anunció en su momento que los funcionarios sumados al paro cobrarían íntegra su nómina, el Ministerio de Hacienda amenazó con descontar de los salarios la jornada no trabajada (recuérdese que el gobierno central tiene intervenidas las cuentas de la Generalitat). Siempre queda la duda de si Montoro tomará esta medida —¿lo hará?— como un castigo a los díscolos y sediciosos o como una manera de sisar un buen puñado de euros en beneficio de sus maltrechas cuentas públicas.

A las seis de la tarde empezaba la gran manifestación unitaria del día, que recorrió de cabo a rabo el Passeig de Gràcia, desde los Jardinets hasta la Plaça de Catalunya. Entre tanto, la Plaça Universitat se convirtió también en lugar de concentración. En el servicio de orden de la manifestación destacaban los uniformes de los bomberos, elevados a la categoría de héroes populares durante los sucesos del pasado domingo. A nadie pasó por alto la presencia de personas con banderas españolas, votantes del «No» que se manifestaban junto a los del «Sí» en defensa de las libertades civiles.

Recién iniciada la manifestación fue difundida la noticia de que Felipe de Borbón, jefe del Estado español, se dirigiría al país por televisión a las nueve de la noche… aprovechando que ese miércoles no había partidos de la Copa de Europa.

Miles de personas recorrieron el Passeig de Gràcia en pos del lema «Contra la represión y en defensa de las libertades» y al grito de «Las calles serán siempre nuestras». Los sesenta metros de anchura de esta vía urbana estaban por completo abarrotados, así como los cruces con las calles que la atraviesan. La cabecera de la marcha llegó a su destino cuando aún se amontonaban miles de personas en su cola. Hubo también quien aprovechó la convocatoria para exhibir pancartas contra los recortes en el gasto social, pecado capital tanto del gobierno central como de la administración autonómica catalana.

A la convocatoria principal afluyeron otras marchas menores, o discurrieron en paralelo a aquella, de modo que el centro de Barcelona se convirtió en un pacífico hervidero de protestas ciudadanas (alrededor de 700.000 personas, en estimación de la Guàrdia Urbana). También hubo manifestaciones con numeroso público en Lleida, Girona y Tarragona, así como en otras muchas localidades de la comunidad autónoma.

A las nueve en punto Felipe de Borbón se asomó a las pantallas de los televisores. Muy serio e intentando que su voz ligera sonara a grave, incluso se permitió algún gesto manual de sesgo autoritario, como de profe cabreado. Este hombre que ocupa la más alta jerarquía pública sin haber accedido a ella por mérito personal alguno ni elección popular, se permitió actuar como juez de las desavenencias ideológicas de la ciudadanía achacando todas las culpas de la crisis al gobierno de la Generalitat; instó a «asegurar el orden constitucional» e ignoró a los ciudadanos que por no pensar como él —pero siendo aún españoles— recibieron la brutal tunda del pasado domingo. En suma, dio lastima ver a un sujeto tan «preparado», con tantos años de estudio de la retórica, convertido en marioneta del ventrílocuo afásico que es Mariano Rajoy. Por lo menos aprobó el examen de lectura del comunicado, arenga de trinchera, panfleto maniqueo, bodrio cuasi belicista carente de mínimo reconocimiento al dolor ajeno —provocado por las fuerzas policiales y militares que le rinden pleitesía— y olvidado de cualquier llamada al diálogo. Una vergüenza más.

Ya se sabe que el rey reina, pero no gobierna… Aunque no está incapacitado para objetar sobre cuanto Soraya le pase por escrito. Por ello, no hubiera estado mal que añadiera algún retoque humanitario y dialogante al guión gubernamental. Distender y mediar son tareas propias de su función constitucional, pero Felipe de Borbón ha decidido actuar no como el jefe del Estado de todos, sino como rey de quienes están con él. Quizá comulgue plenamente con la inspiración frentista del discurso, quién sabe. En el fondo, la crisis catalana vuelve a mostrar las contradicciones de una institución caduca y manifiestamente suprimible como es la monarquía.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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