Los valencianos tenemos una íntima relación con el barro. Para nosotros no solo se trata de ese viscoso elemento demiúrgico modelado por alguna gastada divinidad del Antiguo Testamento, o acariciado por los habilidosos dedos de un alfarero.
Los valencianos tenemos una íntima relación con el barro. Para nosotros no solo se trata de ese viscoso elemento demiúrgico modelado por alguna gastada divinidad del Antiguo Testamento, o acariciado por los habilidosos dedos de un alfarero. Frente a ese ejercicio creador, el barro es por estas latitudes sobre todo metáfora otoñal y destructora del desastre, rastro arcilloso impregnado en el recuerdo de la riuá de 1957 o de la pantanà de 1982, premonición temerosa de la próxima gota fría.
El lodo se convierte así en un elemento tan próximo a los valencianos como el fuego de sus fallas y sus bous embolats, como los naranjales que a duras penas resisten la sequía y la crisis del sector, como la paella, la orxata con fartoms y las mascletàs. No sorprende por ello que Jaume Ascó, alcalde del PP del municipio de Bellreguard, considere totalmente fuera de lugar las críticas lanzadas desde Compromís contra un espectáculo subvencionado por el ayuntamiento cuyo único propósito era destacar esa importancia de los limos en nuestras comarcas. La iniciativa no era otra que una pelea en barro de mujeres, una elegante manera, además, de demostrar que para los populares las mujeres pueden en ocasiones ser mucho más que simples receptáculos biológicos de nasciturus, como podría dar a entender el frustrado proyecto legal de Ruiz Gallardón.
La perspectiva de esas mujeres empapadas en fango, revolcando sus cuerpos en el barro, entre los aullidos de un público mayoritariamente masculino dispuestos a asumir el comportamiento de una jauría compitiendo por ser reconocidos como macho dominante, tiene para el PP de Bellreguard la fuerza irresistible del culto al barro. Esa fusión entre el útero y el lodazal busca conjurar el fatalismo de las primeras tormentas otoñales que estos días alcanzan este perplejo país, para recuperar la bíblica capacidad creadora surgida de la unión del agua y la tierra. Unión de la que no solo nació Adán, sino también el adobe, predecesor milenario del ladrillo que siglos más tarde acabaría convirtiéndose de fe para la nueva religión revelada del valenciano, como se encargaría de anunciar ese gran telepredicador del pelotazo que fue y es Enrique Bañuelos.
Aunque no solo él. Si el presidente de Astroc encarna la versión más pentecostal y evangelista de la Buena Nueva, Santiago Calatrava destacó la cara más espiritual del ladrillo y el trencadís. Si al empresario ejemplar no le tembló el ánimo a la hora de mirar cara a cara al Becerro de Oro para conseguir sus favores en recalificaciones urbanísticas, el arquitecto sensible optó más por la senda de San Agustín buscando con el arte las mejores glorias de una idealizada Ciudad de Dios. O Ciudad de Camps que para el culto inmobiliario de los populares venía a ser lo mismo.
En ambos casos, los adoradores del barro vieron refrendada su fe con la prueba más irrefutable de todas: el milagro. Y la multiplicación de los panes y los peces se transformó en este particular credo, convertido en religión oficial desde la Generalitat, en una multiplicación de las plusvalías especulativas que se antojaba sin fin. O en una sobredimensión ilimitada de los costes en los emblemáticos proyectos de Calatrava, que han terminado por dejar exhaustas las arcas públicas valencianas y la garganta del portavoz de EU, Ignacio Blanco, por sus denuncias de tanto despropósito.
Luego, el paso de los años se encargaría de poner las cosas en su sitio, recordándonos demasiado tarde la lección aprendida por el rabino Low. Porque al igual que el sabio cabalista vio cómo su Golem, aquel ser fantástico creado con arcilla, terminó aterrorizando Praga, los valencianos también comprobamos como pavor como el ser surgido de los despachos inmobiliarios y los sueños de grandeza de los políticos locales, acabó convertido en un monstruo con vida propia que lo engullía todo. Una criatura insaciable a la que el alcalde de Bellreguard, quién sabe, tal vez pretende aplacar arrojando hermosas doncellas a sus fauces de barro. Aunque, por desgracia, demasiado tarde ya que los delirios de antaño hace tiempo que terminaron cubriéndonos de fango.