En su ensayo más célebre, La desobediencia civil, Henry David Thoreau escribía: «Bajo un gobierno que encarcele a alguien injustamente, el sitio adecuado para una persona justa es también la cárcel». Y no es sino en razón de esta justicia que nos expliquemos que Lola Gutiérrez haya pasado once días de encierro. Porque, ¿dónde puede verse el delito en actuar allí donde existe la injusticia y nadie interpone remedio?

¿Qué hacemos allí donde efectivamente se da el sufrimiento pero no el consuelo? Si uno, como Lola,  tiende la mano, se corre el riesgo de perderla; y si uno no hace nada, manso e indolente, entonces el mal se extiende a sus anchas, y acaso éste se fije en nosotros antes de que podamos reaccionar siquiera. Como se ve, pocas alternativas se nos ofrecen, y las que hay están muy lejos de ser incruentas. El peligro proviene de todas partes; incluso, del propio gobierno. Así lo vivieron Lola y el chico kurdo que intentó llevar más allá de las fronteras de Grecia.

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Lola Gutiérrez

Haciéndose cargo de que su acto era netamente individual, Lola fue a Grecia expresamente con la idea de ayudar a un refugiado kurdo que solicitó ayuda a través de Facebook. Le atraía la idea de ayudar, simplemente. Como a muchos otros, le crispa los nervios que Europa, esa Europa cínica que ha llenado su boca de promesas a los refugiados, no haga nada Le preocupa que la gente se esté muriendo por intentar huir de una guerra.

Le pareció apropiado llevar a cabo su intervención al tiempo que las movilizaciones sociales irrumpían en el escenario público. Quedaron en la plaza Omonia. Ella le llevaba el billete de avión, que había comprado a nombre de su hijo, y el DNI. La idea era hacerlo pasar por su hijo, el cual también era moreno y guardaba un cierto parecido. Incluso el kurdo se hizo un corte de pelo acorde con el de la fotografía.

Se encontraron en el lugar acordado y ella le entregó los documentos que había preparado para él. Al día siguiente volvieron a quedar en la plaza Síntagma. De ahí al aeropuerto, al checking. El plan consistía en que Lola le iría dando conversación al chico kurdo a guisa de normalidad. Gestos y monosílabos, pero, de todos modos, no tenían en verdad otra forma de entenderse. Para paliar este problema él fingiría carraspera. El temor de que hubiera un intercambio verbal en que se patentizara que él no sabía la lengua estaba ahí.

lola-04Y el temor se hizo realidad. La azafata del checking olió algo y no dudó en avasallar al chaval a preguntas. Él no sabía cómo reaccionar y se ciñó, como pudo, al plan de hacerse el afónico. Algo que Lola no tuvo en cuenta: que ahora en los aeropuertos de Grecia han apostado un control especial para casos como el suyo: dos mesitas, dos parejas de policías, como un pegote. Pero digámoslo con todas las letras: un control racial. A todas las personas morenas se las paraba para hablar y más aún. A nuestros protagonistas los pararon casi acorralándolos. Los policías descargaron una batería de preguntas sobre ellos. El kurdo se asustaba, se impacientaba, no sabía cómo responder a una lengua que no entendía. Y además, eran ambos examinados al tiempo que les gritaban. A él le preguntaban por su fecha de nacimiento; se la hicieron escribir, incluso. Lola, por su parte, intentaba calmarle, acto por el cual fue recriminada: se pensaban que le estaba chivando su fecha.

El policía se situó frente a Lola, cogió su DNI, que no dejaba de ser real, y chillándole le inquirió: «¿Éste es tu hijo?» Ella le respondió la verdad: que sí. Eso debió de cabrear al policía, porque ipso facto llevaron a los detenidos al calabozo. Y, junto a ellos, a mucha más gente. De éstos, que iban llegando de rebato, la mayor parte por temas de papeles. A algunos los iban soltando; no se sabe si en libertad. Iban quedando varias, todas mujeres. De las restantes, por un lado, como ya hemos dicho, gente con problemas de papeles caducados. Éstas pasaron unas horas en el calabozo, hasta el siguiente vuelo: podían volver a su país. Por otro, quedaban aquellos que habían intentado pasar la frontera a personas sin la documentación apropiada. Por ejemplo, una mujer refugiada siria con papeles legales de Suecia que había venido a buscar a su sobrina. Y aunque era la hija de su hermana, y no ella, quien no tenía papeles, ambas fueron retenidas. Todavía seguía allí, por cierto, cuando Lola se marchó, quizá porque no hubo una presión pública como la que hubo con ella.

Junto a Lola, detenidas, habían dos mujeres más: una madre de 55 y su hija de 32. Ésta, con papeles ingleses, tuvo a su bebé en Inglaterra y, aparte, tenía un hijo de 4 en Atenas, retenido, con el padre. Su intención era ir a Atenas para buscar al niño y sacarlo. A los chavales se los quitaron, así, simplemente, sin que puedieran despedirse siquiera. A los dos: al bebé y al niño. A aquél se lo arrancaron literalmente del pecho, en pleno período de lactancia. Sin tacto ni humanidad, esta madre se encuentra con que, de un día para otro, y por gracia de la todopoderosa policía griega, pierde a sus dos hijos. Y uno, recordemos, siendo inglés; de la comunidad europea, por tanto, y no refugiado.

Lola veía al chaval que intentó ayudar porque frente al calabozo de mujeres estaba el de hombres. Razón por la cual cree que es mayor de edad. Y así pasaron tres noches en el calabozo, durante las cuales no fue interrogada. La llevaron esposada, desde ahí, directamente a los juzgados. El primer día no le hicieron caso. El segundo día, entonces ya sí, pudo demostrar que no buscaba lucrarse y que su intervención no era un caso de tráfico de personas. Sorprendentemente, la juez y la fiscal comprendieron bien su argumentación de carácter solidario. Tanto es así, que le dieron libertad sin fianza. Pero sus problemas no habían terminado, sino que empezaban.

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Otra vez la divina potestad policial de Grecia se impuso. Por lo visto, en Grecia mandan más los policías que los jueces, porque tendrían que haberla soltado inmediatamente, y en lugar de esto le amenazaron con que la dejarían de mala manera delante de la comisaría. Aunque bien mirado, al menos asomaba la libertad. Sin cumplirse esto tampoco, pasaron varias horas todavía en la cárcel. Pasadas 30 horas, Lola y una chica kurda tenían motivos sobrados para alegrarse: iban a soltarlas por fin. Las introdujeron en un coche, sin esposar, porque se suponía que iban a ser puestas en libertad. Les pidieron que apagasen los móviles. Algo empezaba a volverse extraño. Cuando en el transcurso del viaje Lola se hartó de ver descampados les preguntó a los policías que adónde se dirigían. Como respuesta, algo muy poco alentador y aun oscuro para un policía: «No lo sé». La libertad pintaba sus colores más negros.

Y, de pronto, aparecieron en un CIE. La estupefacción y el asombro se apoderaron de Lola y de su compañera. Unas rejas se abrieron y, sin más ni más, tuvieron que entrar a través de ellas. Sin saber dónde estaban, sin saber cuándo iban a salir, encarceladas de nuevo en contra de toda expectativa. Al día siguiente del internamiento una compañera de Lola le proporcionó una tarjeta para llamar por teléfono. Llamó a su abogado y le contó su situación. Éste, tratando de calmarla, le dijo que que podía ser cosa de un par de días.

Lamentablemente, no fueron un par de días. La confusión iba en aumento. Pero, por suerte, en este punto empezaba a moverse la cosa a nivel social. A tiempo andando, Lola seguía teniendo contacto con su abogado. La actividad solidaria se intensificaba. Y el día cinco, finalmente, se puso en contacto con ella una mujer de la embajada española. Hasta entonces no había intentado contactar con la embajada; fallo suyo, reconoce. Que se sepa, la embajada recibió dos llamadas: de Ángel, de relaciones internacionales de la CGT y de Joan, un periodista de La Directa. Una vez se hubo puesto en contacto con Lola, la mujer de la embajada llamó al jefe de policía del aeropuerto y éste le comunicó que la susodicha se encontraba en libertad. Una vez más el poder de la policía griega por encima de todo, ahora por sobre la evidencia.

La denuncia pública se recrudecía: comenzaban acciones de cara al consulado griego en Barcelona y el teniente de alcalde Jaume Asens escribía una carta en compromiso con Lola. Fue a partir de ahí, posiblemente, que en Grecia se sintiesen presionados. Como respuesta, se marcó la fecha de su deportación el jueves, con una compañía aérea griega. La custodiaron hasta el avión y dejaron en manos de un empleado. El trato que recibió del personal del avión, cuenta Lola, fue muy amable. Qué menos, después de todo. Cuando llegó a Barcelona se dio cuenta, no obstante su alegría, de que no llevaba el pasaporte consigo, pero por suerte se lo habían entregado a la policía nacional, y ésta, a su vez, a ella.

En total, once días de calvario; de incertidumbre y violencia. Violencia contra la libertad y violencia contra la justicia. Al menos, y para su consuelo, aunque Lola no haya logrado el cometido por el que decidió ayudar a un kurdo, tiene la esperanza de que esta historia sirva como ejemplo y denuncia. Pues la situación del kurdo no es más que el anatema oculto en que viven miles de personas. Visibilidad no le está de más, eso seguro.

Lola tiene aún al chico kurdo en el Whatsapp. Está libre. Salió antes que ella. Sigue en Atenas, en la misma situación que antes. Y como él, son tantos los condenados a la espera, sin ninguna esperanza, sin tampoco el adarme de lo humano… desprecio y desaliño; es lo único que Europa les ofrece. Lola sabe que intentos como el suyo son difícilmente realizables. Los ojos que no miran los cadáveres ahogados están puestos, en cambio, en aquellas mujeres y hombres que quieren ayudar incluso arriesgando sus vidas. Ahora mismo, en Grecia, tal como están las cosas, es bastante probable que toda tentativa de ayudar a un refugiado a pasar las fronteras redunde en fracaso. Esto es así, el anuncio es claro: para miles de personas las perspectivas de futuro están prohibidas. Esto, sin embargo, no disuadirá al corazón comprometido. Lola todavía espera que se celebre el juicio. Ella, afirma, no está preocupada.

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