Del mismo modo que algunos cefalópodos reaccionan expulsando un chorro de tinta ante la presencia de un peligro, también los seres humanos experimentamos reacciones físicas incontroladas ante determinados estímulos, no necesariamente de naturaleza erótica. Así, una sensación de melancolía es capaz de despertarnos un suspiro, la visión de una película melodramática hace infructuosos todos esfuerzos en refrenar una lágrima, o la ingesta de comida picante nos sorprende una mañana con la imprevista compañía de un forúnculo.

Pero existen casos mucho más extraños. Por ejemplo, a veces, sin saber ni cómo ni porqué, a uno le brota sin querer un cabrón. Le pasó hace unos días al futbolista griego GiorgosKatidis. El joven estaba tranquilamente festejando la victoria de su equipo el AEK Atenas, cuando de repente sufrió una especie de erección imparable del brazo derecho al tiempo que los dedos de su mano se tensaban conformando un perfecto saludo romano. Y es que a Katidis, con la misma inocencia con que a otros le sale urticaria en primavera, le acababa de salir un fascista sin querer.

El fenómeno es raro, pero no nuevo, afectando de forma especial a la comunidad del balompié, tal vez por influjo de algún insecto que crece entre el césped o debido a la cal empleada para delimitar el campo. Ya le pasó en el año 2005 al delantero del Lazio Paolo Di Canio, si bien en este caso, como en el del veterano Salva Ballesta, el jugador era consciente de esa peculiaridad de su organismo para generar un fascista que, por otro lado, ni siquiera trataba de reprimir.

La curiosidad de generar cabrones, en cualquier caso, no parece limitada a lo que en argot fiscal ha venido a denominarse personas físicas, sino que también parece proclive a mostrarse en personas jurídicas. Especialmente entre aquellos colectivos  que, al igual que los futbolistas, tienen tendencia a vestir algún uniforme. Es así como estos días hemos tenido ocasión de ver a una patrullera de la Guardia Civil embistiendo una patera en aguas canarias. Un “incidente” que se saldó con siete muertos y que solo puede explicarse por la irrupción de un sarpullido de cabronismo en algún punto indeterminado de la cadena de mando, el que ordenar cazar a los inmigrantes cladestinos poniendo a 700 revoluciones por minuto una embarcación que se sabía averiada.

O acceso febril de cabronismo como el extendido en la base española de Diwaniya, en Iraq, que llevó a un número indeterminado de soldados a proyectar sus pies para golpear repetidamente prisioneros inermes. Gesto, por cierto, que de nuevo vuelve a reflejar alguna extraña influencia del deporte del balompié en estos extraños comportamientos que en su día los expertos tendrán que dilucidar.

Pero, con todo, todavía hay un hecho extraño ligado a este tipo de reacciones incontroladas. Se trata de la no menos repentina ceguera que en algunas personas provoca la visión de estas anómalas conductas. Ello explica que la juez que investigó las muertes frente a las costas canarias, acabara achacando los hechos a la irresponsabilidad de la frágil embarcación que decidió quedar al pairo frente una patrullera averiada. O nos permite comprender la miopía extrema demostrada durante diez años por El País ante los maltratos en Diwaniya, a pesar de que entre las víctimas de la misma estaba Flayed al Mayali, traductor iraquí de sus propios periodistas, tal y como desesperadamente denunciaba desde 2005 el fotógrafo Gervasio Sánchez.

Claro que, todo hay que decirlo, algunos eruditos creen que esa extraña propensión a generar cabrones no es más que una leyenda urbana sin consistencia científica. Para ellos, reacciones como la de GiorgosKatidis, Paolo Di Canio o Salva Ballesta no son más que chiquilladas, gestos de provocación más relacionados con la revolución hormonal de la juventud que con la política o la neurobiología. Del mismo modo que no ven nada extraño en sucesos como los de Canarias o Diwaniya. Para ellos no existe ningún fenómeno extravagante. Como diría José María Aznar: tan solo existían unos problemas que había que solucionar. Puede que algunos les parezca una visión posiblemente algo tosca. Un razonamiento, sin duda, más propio de alguien al que, sin poder reprimirlo, le acaba de brotar un cabrón.

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Periodista cultural y columnista.

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