[Viene del Capitulo II. Los Ojos de La Habana] Entre todas las modelos de la página de La Corporación, había una publicidad de una chica rubia muy esbelta de la que se prometía que tenía la voz más dulce del mundo. Irónicamente, esa chica era anunciada como «los Oídos de La Habana», pero eso era debido a que, según sus clientes, se volvían todo oídos cuando ella les hablaba. Se llamaba Magalí. Evidentemente, ella no sabía que aquella vez iba a tener un cliente totalmente distinto. Aquel hombre respondía al apodo de «Pícaro Dos» y se alojaba en la suite presidencial del Hotel Sevilla Bilmore, el legendario hotel de la mafia. Llevaban varios días viéndose y hasta entonces todo iba bien. Habían pasado la tarde visitando el Museo de la Revolución, donde recientemente se había incorporado el primer robot alienígena que había sido construido a través de ingeniería inversa, y se había sacado el carnet del partido comunista. Aquella noche, ambos quedaron en una taberna del puerto espacial.
—Me gusta mucho el casco-esqueleto que tienes en la mitad de tu cara —dijo Magalí.
—Sí. Son las ventajas de la tecnología. Es como una droga. A través de él puedo tener una realidad aumentada. Con estás gafas puedo estar rodeado de basura y sentir una realidad virtual que me haga sentirme en el paraíso.—respondió «Pícaro Dos».
—Es como en las películas de ciencia ficción, porque además cuando me miras te salen todos los datos sobre mí —añadió Magalí.
—Sobre ti y sobre todas las cosas que miro. Además, me protege y me conecta a los androides, a los drones, y por supuesto a mi caza de combate —replicó «Pícaro Dos».
—Me gustaría tener mi propio casco-esqueleto —contestó Magalí.
—Una sola mirada a tu rostro para recordar de nuevo que nada mejor que la genuina realidad. Creo que es cierto lo que se dice de ti. Anoche, cuando estábamos en aquel restaurante me di cuenta que no podía parar de escucharte. —dijo de repente «Pícaro Dos».
—¿Estás hablando en serio? —preguntó Magalí.
—¿Sabes que tienes la voz más bonita que jamás he escuchado? Podría pasar toda mi vida escuchándote —dijo de nuevo «Pícaro Dos».
—Lo sé —respondió Magalí.
—Creo que vales cada billete que he pagado por ti. Es más, te diré algo, me gustaría que fueras solo para mí —añadió «Pícaro Dos».
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —le dijo Magalí.
—Por supuesto —respondió «Pícaro Dos».
—¿A qué te dedicas en la Globalización? —preguntó Magalí.
—Soy almirante espacial —respondió «Pícaro Dos».
—¿En serio? —insistió Magalí.
—Sí —contestó «Pícaro Dos».
—Ese es un cargo muy prominente. Además, debe ser muy emocionante —añadió Magalí.
—Esta noche tengo ganas de hacerlo en un sitio extraño —contestó «Pícaro Dos».
—¿Como cuál? —preguntó Magalí.
—He pagado a alguien para que nos deje pasar un rato a un contendedor de mercancías del puerto espacial —replicó «Pícaro Dos».
—Oh, ¡qué divertido! ¡Vayamos allí ahora mismo! —respondió Magalí.
Poco después, la chica ya estaba esposada y estaba siendo maltratada por aquel malvado almirante espacial. Después de violarla varias veces, le dio una enorme paliza y se marchó dejándola allí encerrada, no sin antes decirle que volvería en unos días solamente para consumar el placer de matarla. Aquel hombre era un nuevo cliente del turismo de sangre que ofrecía La Corporación.
Mientras tanto, yo había tenido un sueño y había visto cómo un psicópata venido desde la Globalización ya había secuestrado a una muchacha. Sabía que la tenía prisionera dentro de un contendedor de mercancías del puerto espacial. Incluso Rick fue a denunciarlo a la policía local, pero una y otra vez hicieron oídos sordos. Quizá era una búsqueda sumamente tediosa o tal vez hacía demasiado buen tiempo en el trópico para pensar en la muerte. Hasta tal punto debía ser tan agradable el abandono que se hacía difícil desentrañar la información importante y veraz, inclusive en el caso de que alguien pudiera escuchar una pista tan relevante, en un caso que, a todas luces, era de vida o muerte. Quizá era mejor pasar el tiempo de forma despreocupada —tal vez tomando una cerveza Cristal sentado la taberna del puerto espacial— repasando en un insólito desfile auditivo toda la música que sonaba en sus alrededores. Tanto es así que el detective local promedio se volvía indolente, y prefería quedarse embriagado por el carácter y la magia del pueblo cubano. Seguramente el común de los mortales se enamoraría con las melodías rítmicas de las plazas, las canciones beodas de los pilotos espaciales, los cabarets, las actuaciones en directo y los grandes conciertos de los robots alienígenas en el mítico Buena Vista Club Espacial, porque es cosa sabida el poder evocador de la música. Todos esos sentimientos que ensanchan el corazón vendrían de golpe a buscar su réplica y su merecido aplauso. Pero también podía, en lontananza, escucharse la letanía de los regateos, los negocios y los chanchullos de la gente; los discursos de los locos y el asedio a los turistas en los hervideros de noticias de los conductores de taxis; los insultos, el contrabando, y la picaresca del dinero falso en los mercados; las tertulias, los bulevares llenos de espontaneidad y los chismes de las prostitutas y los botones de los hoteles; las órdenes y la retahíla
de multas y los arrestos de los policías; los inventos de los buscavidas que entran y salen de los edificios icónicos; los enfados, las riñas de los más dispares maleantes y las cuitas de los primeros amores de los eternos adolescentes en los barrios bajos. Incluso entre todas esas cosas se enteraría de los rumores y las habladurías de los parroquianos de los paladares. Con tanta alegría y tanta fiesta, apenas importaría que murieran o vivieran las chicas de compañía que ofrecían sus servicios en la secreta página web de la Globalización. O quizá, simplemente, toda la policía del país estaba comprada y ese era el motivo oculto por el que hacían caso omiso a cualquier denuncia relacionada con La Corporación.
Por otra parte, el carácter insobornable del investigador militar, Rick Cortés no pasaba desapercibido e inclusive ya tenía ecos en los mentideros de La Habana. Esa era la razón de que un monje extraterrestre lo estuviera buscando por la recepción de su hotel. Es decir, a la vista de la pasividad de las autoridades, un clérigo muy particular decidió tomar cartas en el asunto. De hecho, quería hablar personalmente para llevar un mensaje al susodicho investigador militar. Y ni corto ni perezoso, para que accediera a verlo, le dijo a la recepcionista que su visita estaba relacionada con los asesinatos y, puesto que se estaban realizando sacrificios humanos, también aquella investigación era un asunto de Dios y de la religión —en concreto de la Cuarta Dimensión, que era el credo que procesaba— y, por consiguiente, entraba dentro de los atributos de los clérigos espaciales.
Mientras tanto, por otros motivos, Rick estaba nervioso, sentía estrés. Pero era el estrés de la épica, y lo prefería mil veces al estrés de las cosas cotidianas que lo hacía sentirse como una bestia de carga cuando estaba trabajando en la Globalización. Porque ante ese estrés de los domingos tristes, sucumbían más héroes que ante las bombas de termobáricas o por los disparos de las armas láser. Aun así, estaba un poco desanimado. Todos esos pensamientos hacían cola en la trastienda de su mente y le hicieron adoptar un aire taciturno en detrimento de la alegría que sentía cuando estaba conmigo. Tanto es así que la recepcionista, que era algo espabilada y chismosa, le dijo en voz alta al botones:
—Mira a ese turista, lo tiene todo y, sin embargo, ha perdido la capacidad de disfrutarlo.
Tal vez también andaba un poco celosa porque Rick cada noche estaba durmiendo conmigo. Aunque la verdad era que el investigador militar estaba preocupado. No había que rendirse. Rick tenía cierta inclinación a dejarse llevar por las críticas. Debía volver a la rabia. Era la rabia que había sentido al principio la emoción más útil en aquellos momentos.
En ese preciso momento, sonó el teléfono de su habitación. Ya no podían retenerlo más. Era la chica de recepción, y le estaba dando el aviso de que tenía una visita. Había un monje extraterrestre que quería hablar con él. Rick acaba de salir de la ducha y estaba desnudo. ¿Un monje
extraterrestre quería verlo? Era temprano para su funeral y tarde para su matrimonio. Sin duda, en este caso, estaban pasando cosas de lo más extrañas. Se vistió a toda prisa y bajó a la recepción del hotel.
En ese momento, apareció un robot alienígena con el clásico hábito de los hombres de religión. Por lo visto, era el que quería hablar con Rick Cortés, y se presentó esgrimiendo su currículum: en otros planetas también había sido un mercenario llamado Fray Andrómeda.
—Buenos días, me llamo Fray Andrómeda y quiero hablar con Rick Cortés. ¿Es usted Rick Cortés?
—Sí —respondió Rick.
—¿Puedo tutearlo? —preguntó el monje.
—Claro —respondió Rick.
Era un robot de combate y venía envuelto en un halo de seguridad en sí mismo, ese que llevan todos los robots que han conseguido estar en contacto con la magia que reside en todos los lugares del universo.
—¿Eres el investigador militar del que todo el mundo habla? —preguntó el monje.
—Sí, me llamo Rick Cortés y soy investigador militar—respondió Rick.
—De todas formas, eres un investigador militar bastante novato, ¿no es así? —preguntó el monje Fray Andrómeda.
—¿Cómo lo has sabido? Lo cierto es que, a pesar de mi edad, es mi primer caso. En realidad, yo antes llevaba un archivo. ¿Por qué lo dices? —preguntó Rick.
—Tienes pinta de serlo. Yo he visto a los avezados investigadores militares en acción. En mi juventud, fui mercenario de otras civilizaciones e incluso he luchado con ellos en el espacio — replicó el monje Fray Andrómeda.
—Vaya, eso sí que es una sorpresa —concedió Rick.
—¿Me permites una pregunta personal? —dijo Rick.
—Claro —respondió el monje.
—¿Eres un genuino robot alienígena o te hicieron en la Tierra a través de ingeniería inversa?
—preguntó Rick.
—Por supuesto que vengo del espacio exterior, si eso responde de una manera elocuente a tu pregunta. No soy una copia —respondió el monje.
—Siempre hay algo diferente en los robots que son originales —contestó Rick.
—Yo he visto a algunos investigadores militares de otras civilizaciones viajar hasta remotos planetas cerca de los límites de la galaxia para asesinar a ancianos que atesoraban conocimiento y eran los guardianes de grandes archivos y enormes bibliotecas —continuó el monje Fray
Andrómeda.
—¡Vaya, eso suena fatal! ¡Ya le he dicho que yo antes guardaba un archivo! —exclamó muy indignado Rick.
—Hay muchas civilizaciones que se han vuelto del lado de la corrupción y siguen las órdenes de la peor clase dirigente—contestó el monje.
—Bueno, supongo que los que hay aquí en la Tierra también resuelven crímenes que acontecen en las bases militares y detienen a altos cargos militares que infringen la ley —contestó Rick.
—Se nota que eres nuevo en esto. Para eso estoy aquí. He venido para ayudarte porque tú ahora mismo cumples la misma función que en mi planeta ejercieron durante miles de años los guardianes del espacio —dijo el monje.
—¿Guardianes del espacio? —preguntó Rick.
—Sí. La función de los guardianes del espacio es ser un cuerpo de élite, una especie de policía universal del conocimiento. Los guardianes del espacio son los que vigilan a los altos cargos que están en el poder. Son árbitros entre las civilizaciones, vigilan el comportamiento ético de sus líderes. Son los protagonistas de las leyendas, determinan la historia y protegen el desarrollo y la ampliación de la conciencia —replicó el mercenario Fray Andrómeda.
—Seré franco. Eso suena como un disparate —replicó Rick.
—La destrucción de los planetas y la extinción propia de las especies es el verdadero despropósito —contestó el monje.
—Está bien, te contaré la verdad. No sé cuánto voy a durar en este cargo. Soy una persona muy errática —añadió Rick.
—¿No te gustaría proteger la historia y el desarrollo de la conciencia? —preguntó el monje.
—Me encantaría, pero no sé si eso va a ser posible en la Tierra. De hecho, si eso fuera así, el mundo no sería tan corrupto como lo es hoy en día. En otras palabras, a mí me parece que, si mis compañeros hicieran bien su trabajo, deberían estar en contra de algunos cargos de la Globalización. Es más, ya hace tiempo que los habrían puesto entre rejas y nada de eso ha sucedido. Todo esto me hace estar muy confundido —contestó Rick.
—Es un prometedor comienzo. Te confesaré algo: también he visto detectives del futuro que han hecho grandes gestas. Es decir, han depuesto a grandes tiranos que se han adueñado de todas las instituciones de la Globalización —continuó hablando el monje.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Rick.
—Dos millones de años —contestó el monje.
—Vaya. Eso sí que es tener experiencia —añadió Rick.
—Pero eso no importa, el tiempo no existe —concluyó el monje.
En aquella breve charla ya se produjo entre ellos una comunicación que les hizo adoptar unos roles que eran complementarios. Sin duda, se trataba de la sempiterna escena del maestro y del discípulo.
—Sí, pero yo apenas sé manejar las armas… he pasado toda mi vida en un archivo… —replicó el investigador militar.
—Debes seguir tu instinto.—contestó el monje.
—¿Quieres decir que no necesito aprender a luchar? —preguntó Rick.
—Nadie puede aprender algo que ya sabe —contestó el monje.
—¿Estás seguro? —preguntó Rick.
—Sí. Además, te voy a regalar algo que te será muy útil —respondió el monje.
—¿Qué? —preguntó Rick.
—Esto —dijo el monje entregándole un pequeño artilugio que parecía un lápiz y podía guardarse en un bolsillo.
—¿Qué es esto? —preguntó Rick.
—Púlsalo, pero ten cuidado —replicó el monje.
En ese momento, el artilugio creció sobremanera y se transformó en una temible naginata.
Es decir, en una lanza con una afilada hoja curvada.
—¿Sabes lo que es eso? —preguntó el monje—. Tu arma láser representa tu lado masculino. La naginata representa tu lado femenino. Ahora ya estás completo. Ese es el armamento que portaban los legendarios detectives del futuro que aparecen en las viejas crónicas —continuó el monje.
—¿Ahora soy un personaje de los que hablan en las leyendas? —preguntó Rick.
—Te falta algo —contestó el monje.
—¿Qué? —preguntó Rick.
—Esto —dijo el monje mientras sacaba de su barriga un casco y se lo colocaba al investigador militar en la cabeza.
—¿Qué es esto? —preguntó Rick.
—Guárdalo. Te será de mucha ayuda si al final sales con vida de todo esto y quieres escapar. Con él podrás romper el bloqueo que vigilan los cruceros globales. Ese casco hará que tu nave de combate se vuelva invisible —contestó el monje.
—Muchas gracias —dijo Rick.
Entonces, el investigador militar pulsó un botón, el casco se redujo y lo guardó en uno de sus bolsillos.
—Ven conmigo —dijo Rick—, vayamos al bar del hotel y allí podremos conversar
tranquilamente.
—¿Por qué ha tardado tanto? ¿Acaso tenía pereza de hablar con un monje? —dijo de improviso el monje.
—Acababa de salir de la ducha, a menos que el asunto por el que quería verme fuera tan urgente que hiciera necesario que bajara desnudo, tenía que vestirme —replicó Rick.
—¿Qué van a tomar? —preguntó la camarera.
—Un par de cervezas Cristal, por favor —replicó Rick.
—¿Quieren también un chupito de ron? Invita la casa —preguntó la camarera.
—Está bien —respondió Rick.
Se las bebieron e inmediatamente los ojos de Rick comenzaron a derramar lágrimas. El monje lo miró con cierta preocupación y al final se atrevió a preguntar.
—¿Qué les sucede a tus ojos?
—Es una larga historia. No te preocupes, no es nada serio. Continúa con tu historia, por favor
—contestó Rick.
—¿Crees ya en la antigua leyenda de los guardianes espaciales? Tal vez tú podrías formar parte de ella —preguntó el monje.
—Siento desilusionarte, trabajo para el ejército, pero soy un simple intelectual—contestó
Rick.
—Eso no es cierto. Percibo en ti un don. Eres un vidente. Tienes acceso a la Cuarta
Dimensión —replicó el monje.
—¿Estás seguro? —preguntó Rick.
—Sí, pero todavía no estás preparado. Tienes demasiadas dudas. Yo podría ayudarte — contestó el monje.
En realidad, el robot detectaba el tamaño de las dudas y se daba cuenta de que en realidad lo que sufría Rick no eran dudas, sino una clara fractura de su personalidad. Después de tanto tiempo obedeciendo a sus superiores en ese sórdido archivo, ahora le costaba trabajo obedecerse a sí mismo. Con todo, todavía existía una última esperanza para él, de hecho, la solución estaba al alcance de sus manos. La solución era coincidir con sus sueños, dejarse llevar por lo que realmente era y unificar su personalidad en un todo. En otras palabras, había llegado el momento para convertir su soledad en un arma, era el tiempo de transformar su abandono en libertad y era la hora de hacer de su falta de reconocimiento de la sociedad de donde provenía una causa para que el resto del mundo le siguiera. Por eso, debía olvidar al historiador que había sido y debía empezar a pensar solamente como el investigador militar que comenzaba a ser.
—Eso será si no me matan antes. Me estoy haciendo famoso en el trópico, pero famoso por la
recompensa que ofrecen por mí —añadió Rick.
—Ellos también te temen a ti. No están acostumbrados a que alguien se levante y les haga frente —continuó el monje.
—Eso es cierto —contestó Rick.
—Voy a serte sincero. Ahora los llaman investigadores militares, detectives privados, o simples inspectores de policía, pero cuando ejercen esa función suprema de formar parte de la historia, su verdadero nombre es guardianes del espacio. Yo creo en la antigua religión de la Cuarta Dimensión y de los guardianes espaciales, y creo que ellos son la última esperanza para acabar con los psicópatas que se están adueñando del conocimiento y del progreso. Además, por lo que respecta a esos asesinatos que suceden en esta isla creo que las autoridades, incluida la policía, están protegiendo a esos asesinos —dijo el monje.
—Entonces ¿la policía está al corriente de los asesinatos? —preguntó Rick.
—Sí. Incluso saben que se han cometido sacrificios humanos —añadió el monje.
—Se hace necesario que alguien termine cuanto antes con esa organización. Es por esa razón por la que no me fío y he venido a hablarte —añadió el monje.
—Ve al grano, ¿qué más cosas sabes? —preguntó Rick.
—A través de la Cuarta Dimensión he vislumbrado que han secuestrado a una mujer en un contendedor de mercancías del puerto espacial. Y creo que van a matarla —dijo el monje.
—¿Sabe cuándo? —preguntó Rick.
—Pronto. Lo harán antes de las celebraciones de Oludomare —respondió el monje.
—¿Cuándo es eso? —preguntó Rick.
—Dentro de tres días —replicó el monje.
—Tenemos poco tiempo —contestó Rick.
—El tema de los asesinatos no es baladí. Aparte de salvar las vidas de las chicas e impedir que se vuelva a producir tal aberración, está el tema político. Si se descubre todo el entramado de La Corporación, será un duro golpe para las aspiraciones propagandísticas de la Globalización. El pueblo llano no sabe nada de eso ni de las falacias que les han contado sobre la Primera Guerra Espacial. Sería un escándalo demasiado grande de asumir —añadió el monje.
—Tal vez el origen de una rebelión —replicó Rick.
—No en balde este uno de los pocos lugares de la Tierra donde en la actualidad no hay ninguna guarnición de soldados globales —añadió el monje.
—Es cierto —dijo Rick.
—Ten mucho cuidado, esto es muy peligroso. Te dejo, ahora tengo que marcharme —advirtió el monje.
—¿Me permite una pregunta? —le dijo Rick.
—Claro. Por supuesto —replicó el monje.
—Ahora que lo pienso, me has dejado un poco perplejo… ¿Hay una antigua relación de la Cuarta Dimensión en Cuba? Siendo comunista, pensaba que no había monjes. ¿Cómo es que hay monjes en Cuba?—preguntó Rick.
—Los caminos de la magia son inescrutables —replicó el monje.
—Más bien los caminos del poder —contestó Rick.
—Te equivocas. La antigua religión de la Cuarta Dimensión y de los guardianes espaciales es clandestina, pero se practica en todo el universo —contestó el monje.
—Siento ser tan reiterativo, pero yo he sido historiador. De hecho, sé que desde 1959 del siglo pasado hasta los años noventa estaba prohibida la religión en Cuba. Fue la visita del Papa, el inefable Juan Pablo II, a la isla la que hizo que el comandante Fidel permitiera asentarse de forma permanente una pequeña congregación católica en la isla —añadió el investigador militar.
—¡Bobadas! ¡Las razones por las que yo estoy aquí son mucho más peregrinas! Eso forma parte de otra historia que tal vez algún día te contaré. Ahora mismo, lo importante es lo que nos une. Y, lo sepas o no, ¡eso que nos une es una antigua religión! —gritó el monje.
—Entonces tú eres una especie de demiurgo —contestó Rick.
—Tienes que comprender que formas parte de una antigua religión llamada Cuarta Dimensión y eres uno de sus guardianes espaciales —replicó el monje.
—En realidad, me estás diciendo que puede que yo forme parte de esas leyendas y que vengo de un sitio tan prosaico como es la Globalización —añadió Rick.
—Bueno, como dije antes, los caminos de la magia son inescrutables —replicó el monje.
—Otra cosa… no he podido evitar fijarme en que eres un modelo de robot de combate. Si pudieras avisar a algunos amigos tuyos, esto sería mucho más fácil. Tengo a toda la policía y a parte del ejército de Cuba preparados para salir corriendo detrás de mí en cualquier momento. Tal vez sea bueno contar con algo más de artillería —dijo Rick.
—No puedo llamar a nadie. El bloqueo también incluye un bloqueo de las comunicaciones — contestó el monje.
—Entonces estamos solos en esto. Solos ante el peligro —contestó Rick.
—Volveremos a vernos, pero ahora tengo que dejarte —concluyó el monje saliendo a toda prisa del bar.
La visita de aquel monje extraterrestre había sido más importante de lo que parecía. Independientemente del mensaje y de los regalos que le había traído, sus preguntas habían causado una honda impresión en Rick. ¿Qué concepto tenía de sí mismo? Hasta entonces, uno bastante
pobre. Se consideraba un intelectual, no un verdadero protagonista de la historia. Es cierto que él siempre había sospechado que poseía ciertas capacidades y a veces se daba cuenta de cosas que para los demás pasaban desapercibidas. No obstante, después de hablar con el monje, se había apercibido de que podía ser alguien más importante de lo que creía. No en balde, si miraba dentro sí e ignoraba el rechazo que, en grandes cantidades, y de manera tan habitual el prójimo había vertido sobre él, podía descubrir una persona nueva, un hombre que, a pesar de que era consciente de todas esas percepciones, las valoraba en su justa medida y no cometía el error esquizoide de no coincidir con lo que realmente era, es decir, un verdadero investigador militar.
No había pasado ni media hora cuando un alto cargo del partido comunista —con su respectiva escolta militar— se presentó en el bar del hotel preguntando por el nuevo cliente, es decir, por el investigador militar Rick Cortés.
—Buenos días, señor Cortés.
—Buenos días, vaya trasiego de gente que viene hoy a verme. Esto parece el camarote de los hermanos Marx —replicó Rick.
—Soy el coronel Sotolongo. He venido a hacerle una oferta que podría interesarle.
Era un hombre de avanzada edad. Se comportaba en todo momento con mucha dignidad. Sin duda era un personaje solemne. No obstante, a su juicio, estaba perturbado por la mirada de aquellos que han sido contaminados por cualquier suerte de poder.
—Pero ¿puedo rechazarla o viene usted en plan «El padrino»? ―preguntó Rick.
―Puede rechazarla, pero no se lo aconsejo ―contestó el coronel Sotolongo.
―¿Una oferta? ¿Qué oferta? —preguntó Rick.
—Puedo sacarlo de aquí. Pero a cambio tiene usted que abandonar inmediatamente el país en su caza de combate con dirección de vuelta a la Globalización —contestó el coronel.
—¿Y eso por qué? Soy un hombre libre… Además, no estoy haciendo nada malo… ¿no es así?
—preguntó el investigador militar.
—No queremos problemas con la Globalización. Le estoy tendiendo mi mano para ayudarlo. De verdad que ya no puedo hacer nada más por usted. Creo que esta es su última oportunidad para salir vivo de todo este asunto —añadió el coronel Sotolongo.
—Voy a ir hasta el final de este sórdido asunto —respondió Rick.
—Deje este sórdido asunto en manos de las autoridades cubanas. Se está complicando mucho la vida con esa tozudez suya. Vengo a advertirle de que no saldrá de esta isla con vida, a menos que deponga su actitud —continuó diciendo el coronel Sotolongo.
—¿A qué actitud se refiere? Solo estoy intentando hacer mi trabajo —replicó el investigador militar.
—Entiendo sus razones, pero el riesgo es muy alto. Créame, señor Cortés, no comprendo por qué se empeña en seguir adelante en este sórdido asunto… —contratacó el coronel Sotolongo.
—Tal vez sea porque estoy perdido. Se me ha acabado el pasaporte en este planeta. No tengo nada que perder. En realidad, no tengo solución, y soy una persona a la que le gusta el riesgo. Es más, le contaré un poco en la situación en la que me encuentro, si me permite la franqueza. En la Globalización estoy al borde de ser asesinado. Mi salud es extremadamente precaria, pero todavía puedo decir algo de mí que la mayoría de las personas no pueden: hay una sola cosa que ha permanecido incólume desde mi juventud: mi curiosidad.
—Eso es lo que los griegos llamaban «el asombro». Admito que es usted un personaje interesante, señor Cortés —concedió el coronel Sotolongo—. Todos tenemos algo que perder. Se olvida usted de la chica. Estamos al tanto de que tiene una relación con una mujer cubana, una tal Idalmis. Es una hechicera de la antigua religión de la Cuarta Dimensión —replicó el coronel Sotolongo.
—Si no la protejo, alguien la matará —añadió Rick.
—Podemos llevarla presa a ella, y creo que eso no le gustaría —añadió el coronel Sotolongo.
—Usted quiere manipularme, si cedo, tampoco la salvaré. Además, yo pienso que un hombre ha de tener voluntad. —dijo Rick.
—La vida es amoral, señor Cortés —replicó el coronel Sotolongo.
—¿Me va conociendo ya un poco mejor? —preguntó Rick.
—Sí, creo que es usted una persona obsesiva —respondió el coronel.
—A veces, han sido las obsesiones las que han salvado mi vida —contestó Rick.
—Me marcho. Lo dejo con sus reflexiones. No diga luego que no lo avisé —concluyó el coronel Sotolongo.
—Le diré una cosa antes de que se marche. He descubierto que es usted un psicópata, pero no es el psicópata que yo estoy buscando. Pertenece a otra clase, a los psicópatas «con éxito», esos que se las arreglan para no ir nunca a la cárcel ni ser tildados de delincuentes. Es más, estoy seguro de que está implicado de alguna manera en los asesinatos de La Corporación —contestó Rick mientras el coronel Sotolongo abandonaba su campo de visión.
La madurez también era la capacidad de distanciarse del hombre poderoso que no le quería ayudar y no merecía su respeto. La madurez era la rebelión contra la manipulación y los abusos. A pesar de la necesidad y del miedo, la madurez también era la aceptación de la realidad tal y como era. La mirada desnuda a pesar del horror que conllevaba la soledad del individuo. El reconocimiento de las cosas por su nombre y la concordancia de las emociones con los actos. Los enemigos eran enemigos y, en última instancia, no merecían ser perdonados.
A continuación, salió a la calle y se encontró con el Tortuga, que, por lo visto, quería comentarle algo muy importante y le propuso que fueran juntos a tomar una cerveza. El Tortuga tenía buen gusto y lo llevó a un bar de lo más divertido.
—Oye, ¿puedes decirme por qué estuviste en la cárcel? —preguntó Rick.
—Te diré una cosa, aquí es mucho más fácil ir a la cárcel que en la Globalización —replicó el Tortuga.
—Dime un ejemplo —respondió Rick.
—La última vez que me detuvieron fue por vender pan —añadió el Tortuga.
—En realidad, creo que sería más exacto decir «por revender pan» —dijo Rick.
—Quiero que cuando vuelvas a la Globalización le hables de mí a alguna de tus amigas —le dijo de repente.
—¿Y eso? —preguntó Rick.
—Sé que al final, tarde o temprano, te casarás con mi prima Idalmis y te la llevarás a la Globalización. Por eso, yo también quiero casarme con una mujer de la Globalización, para irme con vosotros —replicó el Tortuga.
En ese momento, el investigador militar se dio cuenta de que, en la vida, en realidad todo el mundo quiere que lo engañen, si el engaño es mágico. Y lo hizo porque a todas luces se vio obligado a mentir como un bellaco ante la media mirada ilusionada del Tortuga.
Rick estaba mareado. En Cuba hacía calor casi todo el año. Desde que había llegado allí, sentía que había escapado del abrazo de la muerte. A cada rato, salía de un mundo de tinieblas para negociar una prórroga con el barquero Caronte. Realmente, no esperaba que el caso fuera tan complicado y que lo atacaran desde tantos frentes. Tantos problemas estaban poniendo realmente a prueba su capacidad de llevarse bien consigo mismo. De hecho, estaba aferrándose cada vez más fuertemente a su voluntad de vivir inmerso en una enorme aventura existencial que le brindaba minuto a minuto una nueva oportunidad para imponerse a las adversidades y proclamar el triunfo de la voluntad. Era la hora del protagonismo, de quitarse las máscaras y dejar de ser invisible. Había llegado el tiempo de emerger de sus propias cenizas.
Aquella noche, el investigador militar fue a comer solo a uno de los restaurantes de la calle Obispo. Tenía una cita con un hombre que decía tener más información sobre el señor Wagner. No obstante, por la mañana, había quedado conmigo para planear una visita a los contenedores de mercancías del puerto espacial. Quedamos en que nos veríamos en un bar de la playa. Mientras tanto, toda la calle era como una fiesta. En casi todos los bares había música en vivo. El son cubano inundaba el ambiente como una caricia agradable y cálida. El bullicio era ensordecedor. En ese momento, apareció el hombre que había prometido ofrecerle una información muy interesante a
cambio de una módica suma de pesos convertibles.
—Buenas noches. ¿Es usted Rick Cortés? ¿El famoso investigador militar? —comenzó diciendo el hombre.
—Sí —respondió Rick.
—¿Puedo sentarme? —continuó diciendo aquel hombre de mediana estatura, con barba y ojos vivarachos.
—Sí, por supuesto. Siéntese —respondió Rick.
—Hola, soy el capitán Orellana. Hasta ahora he trabajado para La Corporación y para el señor Wagner. He pilotado muchas veces algunas de sus naves, pero me han despedido y me dejaron una deuda. Ahora quiero vengarme —añadió el Capitán Orellana.
—Eso parece interesante —contestó Rick.
—¿Ha traído el dinero? —dijo mientras se sentaba.
—Sí, lo he traído —respondió Rick mientras le daba un sobre por debajo de la mesa—. Pero
¿qué era eso tan importante que tenía que decirme?
—Todo el mundo sabe que usted está buscando la verdad, y se ha corrido la voz de que es un investigador militar. Pues bien, lo primero que quiero decirle es que el comisario Felipe Bueno está implicado. Tenga cuidado con él. En otras palabras, lo que quiero decir es que está en la nómina de La Corporación.
—Me interesa esa información. ¿Es algo seguro? —preguntó Rick.
—Por supuesto, para eso he venido —replicó el Capitán Orellana.
—¿Qué tipo de negocios se traen entre manos? —preguntó Rick.
—El comisario Bueno es una de las personas más poderosas de la isla y permite a La Corporación hacer muchos negocios ilegales, entre ellos, el turismo de sangre que usted está investigando —añadió el Capitán Orellana.
—¿Está siendo sobornado por la mafia? —replicó Rick.
—Sí —respondió el capitán Orellana.
—¿Qué más negocios sucios hacen? —preguntó Rick—. ¿A qué tipo de negocios se dedica el señor Wagner en Miami?
—Ese hombre debe ser alguien poderoso. Tiene pases de la Globalización. Así es como ellos incumplen a diario el bloqueo. Hacen de todo: robos cibernéticos, blanqueo de dinero, tráfico de personas, de drogas, prostitución y, por supuesto, robos y asesinatos por encargo —replicó el capitán Orellana.
—O sea que, además, el comisario Bueno le ha otorgado una especie de impunidad a cambio de dinero —añadió Rick.
—Gozan de la impunidad en ambos sistemas —contestó el capitán Orellana.
—Todo esto es muy interesante —sentenció Rick.
—Ahora tengo que marcharme. Cuídese, señor Cortés —dijo el capitán Orellana mientras se levantaba de la mesa y se marchaba a toda velocidad.
Al día siguiente me reuní con Rick y con mi primo Tortuga en la puerta del Hotel Inglaterra. Había tenido una visión en la que el señor Wagner cometería su siguiente crimen en la playa de Hemingway. Fuimos en taxi porque la cola del autobús era demasiado grande para que nos planteáramos hacerla.
—Oye, ¿de dónde eres? —preguntó el taxista mirando a Rick.
—De la Globalización. Estoy realizando una investigación, soy investigador militar —replicó
Rick.
—¡Ah, menos mal! —contestó el taxista—. Pensé que eras un turista. Si fueras un turista, no
os llevaría.
—¿Por qué? —preguntó Rick.
—Cuando llevo a turistas a esa playa, la policía me para siempre —contestó el taxista.
—¿Para qué? —insistió Rick.
—No sé… lo cierto es que a los turistas les hacen muchas preguntas —añadió el taxista.
—Piensan que son espías —Replicó el Tortuga.
—Bueno, marchémonos ya —concluí yo.
Cuando llegamos, Rick dijo que era la playa más bonita que había visto nunca. Alquilamos unas tumbonas y unas sombrillas y nos dedicamos a planear el asalto a los contenedores de mercancías. El problema era saber el contenedor exacto en el que se encontraba la chica, por eso habíamos venido a la playa. Allí nos encontraríamos con una trabajadora del puerto espacial que traía información al respecto.
Rick se dio cuenta de que con las prisas había olvidado ponerse el bañador. «No importa», le dije yo, «báñate con lo que llevas puesto». Rick llevaba unos vaqueros cortos. El agua estaba azul turquesa y en el cielo se juntaban nubes oscuras que anunciaban tormenta.
De repente, tuve un mal presentimiento. Es más, tuve miedo. Lo cierto es que toda la playa se llenó de gente disfrazada como el señor Wagner. Debía ser una broma, pero era de muy mal gusto. Tal vez era una convocatoria a través de los móviles o quizá un astuto plan de nuestro acérrimo enemigo, lo cierto es que unos pocos minutos todas las calles y toda la playa se convirtió en una mascarada que, en caso de urgencia, impedía la identificación del criminal y le proporcionaba una inmejorable ruta de escape.
En ese momento apareció una muchacha que se comunicaba a través de signos. Pronto Rick
se dio cuenta de sus intenciones, quería vendernos cerveza. De hecho, sacó un abanico y en cada una de sus láminas estaba escrito un artículo y su precio. Ese era nuestro santo y seña. Ella era nuestro contacto. En la última lámina del abanico estaba escrito el número del contenedor. Lo memorizamos y ella se marchó.
De improviso, empezó a llover. El cielo se dio la vuelta y una tormenta con un intenso aparato eléctrico sorprendió a propios y a extraños. La sombrilla que antes nos protegía del sol, de repente se convirtió en un improvisado paraguas. La mayoría de la gente que se estaba bañando se salió del mar, pero algunos imprudentes continuaron en el agua ajenos al peligro que corrían ante la caída de los rayos. Rick estaba empapado y se notaba que no estaba acostumbrado a las intempestivas tormentas en mitad de los tórridos días de playa. Eran los inconvenientes y también las ventajas de viajar a Cuba durante el periodo de los huracanes.
Más tarde, dejó de llover y de nuevo salió el sol. Yo sentí un escalofrío y me di cuenta de que la chica sorda ya estaba muerta. Uno de esos grupos de hombres que iban ataviados con la máscara del señor Wagner —era «Pícaro Dos»— la subió a un coche, se la llevó y la mató.
No dije nada y, mientras tanto, mi primo Tortuga y yo le dijimos a Cortés —que estaba completamente empapado— que se bañara, porque si lo hacía evitaría un enfriamiento y así no cogería la gripe. Pero no se bañó en ese momento. Es más, dejó que nos bañáramos nosotros para tener cuidado de las cosas. Luego nos entró hambre y fuimos a comer. Pedimos tres cervezas Cristal y tres platos de pescado. Era muy divertido ver al Tortuga con su parche en el ojo mirando la carta.
—Esa chica, la trabajadora del puerto espacial, acaba de morir —dije yo.
—¿La sorda? —preguntó el Tortuga.
—Sí. Todo ha sucedido muy rápido. No me ha dado tiempo a reaccionar —dije yo.
—Vayamos a salvar a la otra y a atrapar al psicópata que quiere matarla para que su muerte no haya sido en vano —replicó Rick.
—Está bien, tomemos un taxi para ir al puerto espacial —sugirió el Tortuga.
Entonces, cuando estaban parados en un semáforo, un Cadillac con los cristales tintados se detuvo y un tipo sacó un viejo AK-47, solo la rápida intervención de Rick con su arma láser, que hizo volar en pedazos el coche, impidió que aquellas ráfagas estuvieran bien orientadas y acabaran con nuestras vidas. Con todo, los sicarios salieron ilesos de los restos del coche y se dieron inmediatamente a la fuga. Por otra parte, las ráfagas alcanzaron una casa cercana. Toda la fachada estaba llena de agujeros de bala. Por poco, pero también nosotros tres resultamos ilesos. Tuvimos mucha suerte, pero un vecino, un cubano jubilado que estaba sentado tomando el sol en su porche, no tuvo tanta suerte. Acabó muriendo en el hospital. Poco después de comprobar que no podíamos hacer nada por él, salimos huyendo de allí como alma que lleva el diablo.
—Hola, buenos días —dijo el matón número uno, dirigiéndose al botones.
—Somos policías secretos y estamos buscando a un hombre que viene de la Globalización. Se hace llamar Rick Cortés —añadió el matón número dos.
—No sé, en este hotel hay muchos turistas —replicó el botones.
—Déjate de juegos. Es un tipo muy peculiar, es un investigador militar. Lleva un sombrero de turista y una barba recortada al estilo latino. Lo acompañan una mulata muy exuberante y tal vez un hombre con un diente de oro y un parche en el ojo —dijo el matón número uno. Eran matones de la banda del principio, los mismos que lo recibieron en el puerto espacial nada más llegar.
—Ustedes están buscando a los que han intentado matar, ¿no es cierto? —contestó el botones.
—Exactamente —replicó el matón número uno.
—Tomaron un taxi y se marcharon a toda velocidad —contestó el botones.
En ese momento, mientras se dirigían al puerto espacial para intentar salvar a la chica encerrada en el contenedor de mercancías, yo me imaginé un mundo en el que no tuviéramos que estar siempre huyendo y luchando contra psicópatas. Un mundo ideal en el los dos salíamos a cenar como una pareja cualquiera. Juntos íbamos a ver el cañonazo de las nueve al castillo de los Tres Reyes del Morro.
―¿Sabes quién hizo este castillo? ―le pregunté.
―Dime ―replicó Rick.
―Es una fortaleza colonial hecha por los españoles para defender el puerto de La Habana de los ataques de los corsarios y piratas ―le expliqué.
—Estás preciosa esta noche. ¿Te puedo hacer una pregunta indiscreta? —dijo Rick mientras mirábamos la bahía los soldados vestidos de época traían la munición para cargar el cañón. Poco después se producía el disparo que podía escucharse desde todos los lugares de La Habana y que señalaba la hora cada tarde.
—Adelante, pregúntame lo que quieras —le decía yo.
—¿Cuánto tiempo has tardado en arreglarte? —preguntaba él.
—Media hora —le respondía yo.
—¡Guau! ¡Estoy impresionado! —gritaba él.
—¿Por qué me preguntas eso? —le preguntaba yo.
—Porque para lo guapa que estás, se diría que has tardado más de dos horas —contestaba
Rick.
—¿De verdad estoy guapa?—le preguntaba yo.
—Estás preciosa y eres una mujer muy dulce —me decía él.
Era como estar sentado en la cima del mundo. Como dice la canción, tener la cuchara llena. Pero
todo eso no iba a pasar nunca, porque teníamos que salvar a esa chica y no teníamos tiempo para dedicarlo a disfrutar tranquilamente de nosotros. Incluso era triste pensarlo. Vivíamos en un mundo cruel donde todo estaba contaminado por una lucha a muerte entre muchas fuerzas que se oponían entre sí y donde la única caricia verdadera era la del peligro.
Entonces yo comencé a llorar. Mis lágrimas, como ríos amargos, resbalaban por mis mejillas mientras escuchaba cómo ese bruto la embestía. Desde lejos, yo podía escuchar los gritos de placer de ese sátiro —el almirante espacial— mientras la chica conocida como «Los Oídos de La Habana» no podía impedir que la violara con todas sus fuerzas. A continuación, solo pude escuchar silencio. Un silencio aterrador. Porque fue el silencio posterior al disparo láser lo que más tiempo permaneció en mi interior. En efecto, fue lo que más miedo produjo en mis oídos. Cuando llegamos, era demasiado tarde. La chica estaba muerta y la puerta estaba abierta. No había ningún rastro del asesino. Unas sombras chinescas se proyectaban en el interior del almacén. Cuando entró, Rick encontró el cadáver al que le faltaba la cabeza. Atrás, sobre la pared, estaba la chica sorda colgada de unas cuerdas en forma de cruz. Las dos chicas estaban muertas.
Pronto nos dimos cuenta de que ya teníamos que buscar un sitio donde dormir y hablamos con los conductores de los bicitaxis para no llamar la atención y así de paso que nos indicaran algún lugar decente por un precio razonable.
Fue muy fácil. Encontramos dos particulares que alquilaban habitaciones. Rick y yo dormiríamos en una y mi primo Tortuga, en la otra. Estábamos al lado de la cama, yo me estaba desnudando y me daba cuenta de cómo me estaba mirando Rick.
Esa noche no pude dormir. Fue por la mañana al alba cuando al final me rendí al cansancio. Después, Cortés salió a la calle para hablar con los lugareños y tomar café. Enfrente de donde nos hospedábamos había una cafetería.
Cuando vio la miseria a la que llamaban tostada, se echó a reír. Al final, el investigador militar se tomó el café solo y optó por comprar pizza, de hecho, me llevó el mismo desayuno a mí, lo que fue una agradable sorpresa cuando desperté.
Más tarde, Rick me dejó en la casa de mi primo Tortuga y decidió ir a su hotel a echar un vistazo para ver si había moros en la costa. En efecto, justo cuando llegó al hotel, recibió una llamada telefónica. La recepcionista lo miraba con los ojos abiertos como platos.
—¿Es usted Rick Cortés?
—¿Quién es usted? —preguntó Rick.
—Soy el asesino de «Los Oídos de La Habana». Preséntese esta noche en el almacén abandonado que hay al lado de la Estación Central de Ferrocarriles. Venga solo.
—Deja tu arma láser en el suelo y continúa andando hacia mí —ordenó el comisario Bueno.
—Por supuesto —respondió Rick mientras hacía lo que le había ordenado.
—Deberías haberte marchado cuando tuviste la oportunidad. ¿Acaso no escuchaste la advertencia que te dio el coronel Sotolongo? —dijo el comisario.
—Tal vez sí o tal vez no. ¿Dónde está el asesino de «Los Oídos de La Habana»? —replicó
Rick.
—Ahora que vas a morir, ya puedo contártelo todo. Ese ya está de vuelta en la Globalización.
Por cierto, era un compatriota tuyo. Un almirante espacial. Se apodaba «Pícaro Dos». —contestó el comisario Bueno.
—No lo conozco —replicó el investigador militar.
—Hay mucha gente que no conoces. Yo incluso tengo negocios con algún detective espacial
—confesó el comisario.
Entonces Rick escuchó una voz en la Cuarta Dimensión. Era el monje, que se alegraba de que no tuviera que enfrentarse en ese momento con otro investigador militar. Según su sabio criterio, todavía no estaba suficientemente preparado.
—¿Tanto te paga el señor Wagner? —preguntó Rick.
—No solo lo hago por dinero —replicó el comisario.
—¿Y por qué lo haces entonces? —preguntó el investigador militar.
—¿Quieres que te diga la verdad? —replicó el comisario.
—Sí —continuó Rick.
—Lo hago por la sensación de poder —contestó el comisario.
—¿No te da pena de las víctimas? —preguntó Rick.
—Yo he visto con mis propios ojos cómo las víctimas dejaban de ser inocentes y su necesidad se transformaba en ambición —replicó el comisario.
—Eso no te da derecho a matarlas —contestó Rick.
—Tampoco me siento mal cuando mueren —añadió el comisario.
—Pero tú no eres el líder —replicó el investigador militar.
—Dime la verdad. ¿Por qué lo haces? —preguntó Rick.
—No. Ahora que vas a morir no me importa decirte la verdad. Voy a confesar que estar siempre obedeciendo a mis superiores, los altos cargos del partido, me ha convertido en un ser extremadamente abyecto. Por mi boca habla toda la mezquindad del que ha sido siempre un advenedizo. Soy un corrupto. Estoy en este asunto por dinero, y también por mi mantener mi cuota personal de poder —replicó el comisario.
—Entonces eres un personaje despreciable. No mereces el puesto que tienes —contestó Rick.
—Me alegra que pienses eso, y no te equivocas, pero te diré algo: el señor Wagner quería
matarte personalmente. Hoy le voy a quitar ese pequeño placer. Esta es una cuestión entre usted y yo. Una cuestión personal —contestó el comisario.
—Pues yo no tengo nada contra usted. Simplemente me parece que un sujeto como usted debería estar para siempre entre rejas —respondió Rick.
—¿Por qué me has intentado hundir? —preguntó el comisario.
—Ya le he dicho que no tengo nada contra usted. Solo quiero que se vaya a cárcel y pase el resto de su vida entre rejas —dijo Rick.
—Voy a comerme tu corazón para desayunar —replicó el comisario mientras se acercaba hacia él blandiendo el cuchillo.
En ese momento, el investigador militar salió corriendo hacia él y le dio una patada en el pecho. El comisario se derrumbó en el suelo y ambos se enzarzaron en una brutal pelea. El cuchillo cayó a su lado y el comisario estaba intentado estrangular a Rick cuando el investigador militar sacó de su bolsillo el terrible artilugio que le regaló el monje. Lo apretó. En ese momento, se transformó en una lanza y el orondo comisario quedó ensartado como un cerdo. Debido a que la hoja del arma era curva, lo había desgarrado por completo en su interior.
Ese había sido su fin. De repente, comenzó a manarle sangre por la boca. El comisario se desplomó con una enorme herida y aparecieron las convulsiones hasta que, al fin, se quedó completamente muerto. El investigador militar, que tenía las manos llenas de sangre sintió de improviso unas irreprimibles ganas de vomitar. Acababa de matar a una persona. Es verdad que había sido en defensa propia, pero todos los tabús y los frenos que le habían enseñado desde la infancia se habían fracturado para siempre. El lobo que llevaba dentro había despertado. Y la verdad era que, prejuicios morales aparte, le había gustado matar a ese canalla.
No obstante, el investigador militar se sentía confuso. Era mucho más inhumano que antes, en otras palabras, mucho más malvado que antes. Aunque luchaba por una causa justa, ahora era mucho más consciente del lobo que llevaba dentro. Como dijo Nietzsche, es muy fácil convertirse en un monstruo cuando se está luchando contra monstruos. Ese era el resultado de aquel enfrentamiento. ¿Qué sentido tenía combatirlos para hacerse tan malvado como ellos? Rick había pasado mucho tiempo deseando participar en un caso relevante que le hiciera tener algo de protagonismo, y ahora estaba metido en un lío que era cada vez mayor. Su lado moral le decía que debía ir a la policía y contar la verdad, pero el sentido común apostaba por lo contrario.
Estaba en una situación demasiado comprometida como para permitirse el lujo de decir la verdad. Poco a poco, iba entendiendo la jerarquía y el ordenamiento tácito del sistema cubano, la corrupción imperante. También se estaba haciendo consciente de los poderes fácticos y de la frágil posición que un investigador independiente tenía en todo ese entramado. Todo el sistema estaba
comprado, a la venta del mejor postor. Sin embargo, cada vez estaba más cerca. En su favor podía esgrimir que los tenía preocupados porque, a todas luces querían, eliminarlo, y no en vano acababa de quitar de en medio a uno de los mayores secuaces del señor Wagner. Un líder mafioso menos. Ahora tocaba seguir adelante. Ya hacía mucho tiempo que no había vuelta atrás.
Por primera vez se dio cuenta de las verdaderas consecuencias de que en la Globalización se hubiesen prohibido el pasado y los libros de papel. Esa sería la manipulación definitiva de la memoria del mundo, porque el que manipula la memoria puede inventar también el futuro. O lo que es lo mismo, dirigir al desastre a toda la humanidad. Por eso a Rick le gustaba Cuba, porque de generación en generación allí todavía perduraba la memoria del mundo. Sin embargo, lejos de implicarse en el uso maravilloso —incluso a nivel planetario—que podrían tener esas nuevas formas de fascinar a la gente, las autoridades cubanas empezaron a tomar cartas en el asunto.
En ese momento desde cualquier lugar de la isla pudo verse despegar desde la plataforma de aterrizaje del Capitolio Nacional de La Habana una lanzadera. Sus luces de colores, pero sobre todo su lento, aunque elegante vuelo, se desplegaron delante de propios y extraños. Sin duda, era la lanzadera presidencial y la trayectoria que desarrollaba en sus evoluciones sobre el tormentoso cielo de La Habana no dejaba ningún género de duda: se dirigía hacia un crucero global. En efecto, cuando estaba justo enfrente, una pequeña puerta se abrió en un costado de aquella enorme nave y en unos pocos minutos la lanzadera desapareció en su interior.
Las circunstancias hacían pensar en una reunión bilateral entre algún almirante de la Globalización y el presidente de la nación cubana. Ese tipo de reuniones no eran en absoluto habituales, por lo que se antojaba que concurrían unas extraordinarias circunstancias de urgente necesidad que justificaran el diálogo cara a cara de unas autoridades, a menudo, alejadas tanto en lo físico como en lo político.
El señor Wagner había dado una especie de golpe de Estado en la Globalización. Estaba segura de que eran malas noticias para nosotros. Todo aquello me hacía pensar que a partir de entonces nuestra situación en la isla iba a variar sustancialmente. Si bien no podía estar segura al ciento por ciento de que nosotros formábamos parte del contenido de la reunión, todas aquellas novedades que estaban teniendo a nuestro alrededor me hacían barajar con fuerza la idea de vivir en lo sucesivo en la clandestinidad.
Mientras tanto, Rick comenzaba a reunir las piezas del rompecabezas. Aquello era un engaño a nivel planetario. En la Globalización habían prohibido los libros de texto que hablaran sobre el pasado precisamente para que se repitiera en un futuro que, en realidad, no había sucedido, pero ellos diseñaban a su gusto. En última instancia, se trataba de información, porque la información es poder.
Unas tres horas después, con la misma lentitud y elegancia que antes, la lanzadera presencial se destacó con sus luces de colores en la oscuridad de la noche de La Habana. Cuando se posó de nuevo en la plataforma de aterrizaje del Capitolio Nacional de La Habana, tuvo lugar una extraordinaria reunión del Gobierno cubano que había sido convocada a tal efecto. Todos querían saber qué era lo que estaba pasando, pero aquello estaba sucediendo bajo el más absoluto secreto. Solo algunos tenían la suerte de poder escuchar a través de las paredes y ver más allá de lo que alcanzaban sus ojos.
En efecto, a través de nuestro acceso a la Cuarta Dimensión, tanto el monje como yo podíamos incluso escuchar aquella importante reunión que se producía en el Capitolio Nacional de La Habana y cuyo orden del día se había programado con anterioridad al viaje de la lanzadera. De hecho, el único punto del orden del día era el asesinato del comisario Bueno. Ahora había nuevas informaciones que tal vez debían ser debatidas en aquella reunión. Ese era el motivo fundamental por el que el presidente decidió extender el debate a los nuevos asuntos que requerían su atención. Por otra parte, ante la gravedad de la situación, todos los ministros callaban, y en sus silencios forzados podía leerse la preocupación. Es más, nadie se atrevía a tomar la palabra y el silencio era extremadamente tenso. De repente, por fin, el presidente del país se decidió a expresar su opinión, y poniéndose en pie se dirigió a todos los asistentes.
—Señores, como todos ustedes saben, acabo de aterrizar y he tenido una reunión en uno de los cruceros globales que vigilan el bloqueo. Lo primero que quiero decirles es la última noticia que me han comunicado nuestros poderosos vecinos —dijo el presidente.
—¿Última noticia? ¿A qué se refiere? —preguntó el diputado Juan de la Cosa.
—Por lo visto, debido a la inseguridad jurídica provocada por la prohibición del pasado y libros de papel, se ha disuelto el Tribunal Global —anunció el presidente.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —preguntó el diputado Juan de la Cosa.
—Ante el vacío de poder que ha surgido, se ha optado por designar como líder provisional de la Globalización al señor Wagner —continuó el presidente.
—Al fin y al cabo, eso es una buena noticia, a nosotros nos beneficia. Ya era el líder de La Corporación y ahora es el líder oficial de la Globalización —replicó el diputado Juan de la Cosa.
—Hay algo más —añadió Arturo Castro.
—¿Qué? —preguntó el diputado Juan de la Cosa.
—El presidente ha traído un robot global llamado G-211. Es el compañero de un avezado militar llamado Lawrence de Marte que solo aguarda una orden del señor Wagner para venir a atrapar a Rick Cortés —dijo Arturo Castro.
—la Globalización delega en nosotros la gestión de este problema, pero nos han dado un
plazo. Si no lo solucionamos pronto, ellos tomarán cartas en el asunto, y no exagero si os digo que nos arrepentiremos —añadió el presidente.
—Sí, pero al mismo tiempo hemos de andar con pies de plomo. Rick Cortés es más peligroso de lo que parece. Podríamos intentar sobornarlo y llegar a un acuerdo para que se marche — propuso el diputado Juan de la Poniente.
—Ha matado al comisario. Ese hombre es más listo de lo que parece, incluso puede ser que se granjee la simpatía de la gente —añadió el diputado Juan de la Poniente.
—Sí, ahora todo el mundo lo sabe. Y les diré algo: el comisario Bueno tenía muchos enemigos. Había abusado mucho de su cargo —apuntó el diputado Juan de la Poniente.
—¿A qué se refiere? —preguntó el presidente.
—Ahora mucha gente verá al investigador militar como un héroe, y si la gente está de su lado, no podemos contar con la colaboración ciudadana para detenerlo —añadió el diputado Juan de la Poniente.
—No solo está el problema del asesinato, también está el problema de que se destape todo el sórdido asunto de La Corporación —dijo el presidente.
—Sí, creo que en la Globalización se referían a eso —replicó el diputado Juan de la Poniente.
—¿Ha despegado ya la nave del almirante espacial? —preguntó el presidente.
—Sí —respondió el diputado Juan de la Poniente.
—Hay otro problema. También debe de preocuparnos que ese hombre resucite la antigua religión de la Cuarta Dimensión y a los guardianes del espacio —dijo el presidente.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Arturo Castro, que era el verdadero dictador que tenía el poder en Cuba.
—Rick Cortés —contestó Juan de la Poniente.
—Le daremos un buen escarmiento —añadió el presidente.
—¿Y la chica?—preguntó Arturo Castro.—Sí, esa chica puede ser un punto débil del investigador militar —añadió Juan de la Poniente—. Tengo una duda… ¿Por qué hizo un sacrificio humano el señor Wagner?
—Desde los tiempos de la mafia americana, se sabe que, en La Habana, si se tiene el suficiente dinero, se puede dar rienda suelta a las perversiones más siniestras, y el señor Wagner parece que tiene dinero para eso y para mucho más —añadió el presidente.
—Está decidido. Se acabaron los miramientos. Quiero a ese investigador militar muerto de una vez por todas —concluyó Arturo Castro.
[Sigue en el Capítulo IV – El perfume de La Habana]
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.