Las hermanas Touza

Ribadavia estaba en la mejor posición geográfica para pasar a Portugal. Más al oeste, en Vigo y Tuy, por ejemplo, la vigilancia era mayor. Las rosquillas que hacían las hermanas Touza  —Lola, Amparo y Julia— eran muy apreciadas en Ribadavia. Aunque tenían fama de rojas y vivían estigmatizadas por haber estado presas durante la Guerra Civil, nadie les profesaba odio. Al contrario, todo el mundo en la localidad elogiaba su simpatía, su bondad y tradición caritativa, que en la ayuda de presos y perseguidos políticos tantos disgustos y problemas ya les había costado. Eran las que desde los años treinta se encargaban de la cantina de la estación donde, además de sus famosas rosquillas, vendían golosinas, bocadillos de embutido y refrescos. Cuando llegaban los trenes de pasajeros, aprovechaban el tiempo que demoraban en cargar agua y carbón para recorrer el andén con una cesta en bandolera desde la que servían por las ventanillas.

altPara los viajeros habituales eran unos rostros familiares. Nadie sabe muy bien cómo, una de ellas, Lola, la mayor, fue captada por una red que se dedicaba a facilitar el paso de refugiados a la vecina Portugal por la frontera del Miño. Corría el año 1943. A partir de ese momento, tanto ella como sus hermanas, raro era el día que no acogían a algún forastero camuflado que se encomendaba a su solidaridad para ponerse a salvo.

Algunas veces la red con la que colaboraban las alertaba previamente de la llegada de algún nuevo refugiado en un tren regular, y entonces Lola recorría los vagones en su búsqueda, siempre con la cesta en jarras. Otras veces llegaban, magulladas y ocultas en trenes de mercancías. Cuando alguna de las hermanas observaba su presencia dubitativa entre las vías, le conducían discretamente hasta la cantina, donde le daban de comer y le ocultaban en una especie de zulo del subsuelo en el que almacenaban las mercancías. Por la noche, aprovechando la oscuridad, lo conducían por las calles menos frecuentadas hasta su propia casa, donde le alojaban en una habitación camuflada que tenían en el desván.

Lola, la más activa y decidida de las tres, tenía soluciones para todas las contingencias y, aunque no simpatizaba con la Guardia Civil, cuidaba mucho las relaciones con las parejas que patrullaban por la estación. Su domicilio, en el barrio antiguo, estaba, como queda dicho, al lado del ayuntamiento, en una calle de soportales, cerca de los calabozos municipales. Conocía los alrededores del pueblo, los senderos y pasos fluviales, y ella misma diseñó tres rutas de evasión hacia la frontera, evitando pueblos y aldeas, unas para realizar a pie y otras en coche.

Además de los pescadores de caña Francisco Estévez y su hijo Ramón, a quien también nos hemos referido, Lola encontró complicidad en Ricardo Pérez Prada, un constructor de barriles para vino  —una de las producciones tradicionales de la tierra—, a quien apodaban en el pueblo  El Evangelista. Ricardo había vivido unos años en Estados Unidos, hablaba inglés y, lo que era más exótico, en una localidad pequeña como Ribadavia, se defendía en polaco, por lo menos lo suficiente como para entenderse con aquellos forasteros que en la mayor parte de los casos no hablaban ni una palabra de castellano. Ricardo tenía el taller cerca de la estación y enseguida acudía a la cantina cuando alguna de las hermanas le llamaba para hacer de intérprete.

La convivencia en la cantina, en las largas esperas por retrasos de los trenes, a veces de horas, facilitó que Lola y sus hermanas estableciesen estrecha relación con dos taxistas, su pariente José Rocha y Javier Míguez. Javier Míguez, a quien todo el pueblo conocía como El Calavera, un apodo heredado de su padre que él aceptaba con buen humor. Había sido legionario y, durante la Guerra Civil,  conductor particular del general Millán Astray en el frente de Pinto (Madrid).

Gracias a la personalidad persuasiva de Lola, todos ellos se prestaron sin reservas a ayudar y a asumir los riesgos que implicaba transportar extranjeros hasta la frontera. Su preocupación aumentó cuando corrió el rumor de que miembros de la Gestapo llegaban de Vigo de vez en cuando y husmeaban por el pueblo en busca de sospechosos, prueba de que tenían indicios de que algo se tramaba por allí. Pero en tres años no consiguieron detener a ninguno ni identificar a quienes los protegían. «Intentaban pasar inadvertidos. Solo les faltaba hablar gallego. Pero se les olía a la legua —recuerda un viejo contertulio del casino—. Aquí nos conocíamos todos. Nadie delató a nadie. Si alguien sabía alguna cosa, lo calló».

Uno del Betis en Mauthausen

La Guerra Civil y sus ideas izquierdistas frustraron la prometedora carrera futbolística de Saturnino Navazo Tapias en el Real Betis Balompié de Sevilla. Cuando intuyó que iba a ser detenido y juzgado por un consejo de guerra, huyó a Francia a través de los Pirineos y pasó varios meses en uno de los campos donde eran internados los refugiados españoles. Descartada la esperanza de poder regresar a España, esperaba emigrar a alguno de los países latinoamericanos que acogían con cuentagotas a republicanos víctimas de las represalias franquistas, pero ese momento nunca llegó.

Cuando los nazis invadieron Francia, Saturnino, que se hallaba en Toulouse, fue detenido y enviado al campo de concentración de Mauthausen. Allí, al igual que otros muchos compatriotas, soportó las inclemencias del tiempo, los malos tratos de los carceleros, una alimentación nauseabunda y trabajos de sol a sol que nunca se veían culminados. Era una vida angustiosa para la que no veía final. Esta  cambió cuando apareció en el campo un niño con el pelo cortado al cero, cuyo aire travieso y simpático contrastaba con la tristeza de sus ojos. Algunos internos le gastaban bromas a las que el pequeño respondía con sonrisas y travesuras. Siempre estaba deseando jugar, saltaba de una cama a otra, revolvía los enseres de sus compañeros  de cautiverio y desbordaba una alegría tras la cual Navazo enseguida descubrió un terrible drama personal.

El niño se llamaba Sigfried Mier y había nacido en Francfort, donde un mal día unos agentes de las SS lo detuvieron junto a toda su familia para trasladarlos en un tren de ganado al campo de exterminio de Auschwitz. Nada más apearse del tren, los guardias obligaron a sus padres a separarse. Siegfried se quedó con su madre. Unos prisioneros que colaboraban en las labores de recepción de los nuevos detenidos que iban llegando,  le advirtieron: «Ocúltelo. Llévelo debajo del abrigo al barracón y escóndalo entre las literas cuando hagan el recuento. Si lo descubren los nazis se lo quitarán y lo llevarán a la clínica para someterlo a sus experimentos». Algunas mujeres ayudaron a mantenerlo escondido durante algún tiempo, hasta que la madre enfermó de tifus y en pocos días murió. En otro pabellón para hombres, su padre apenas la sobrevivió unas semanas. Las mujeres del barracón siguieron ocultando al niño Siegfried, pero en uno de los registros se asustaron y le recomendaron que se presentase a los guardias.   Sorprendentemente, estos no tomaron represalias lo llevaron a un pabellón de hombres y, cuando también él comenzó a mostrar los primeros síntomas del  Tifus, lo recluyeron en la enfermería que regentaba el tristemente célebre  Doctor Menguele. Lo trataron con inyecciones y sobrevivió. Tenía alrededor de ocho años.

En un traslado junto A otros prisioneros que desconocían su destino, el convoy fue atacado por una patrulla de partisanos yugoslavos, que les liberaron. Pero por poco tiempo. Tras deambular por la estepa nevada unas horas, sin recordar muy bien cómo ni exactamente dónde, fue apresado, unido a otro grupo de prisioneros y trasladado al campo de Mauthausen, en Austria, donde le alojaron en el pabellón de los republicanos españoles.

Navazo, a quien las privaciones habían deteriorado aquel corpachón deportivo de sus tiempos de futbolista, se enterneció con su historia. Le enseñó algunas frases en español y, consciente de  que en cualquier momento le llevarían a otro lugar, le recomendó, como pudo:

No digas que eres judío. Si te preguntan, diles que eres español, que te llamas Sigfrido Navazo y que eres hijo mío. No des muchos detalles. Solo si te preguntan les cuentas que vivías en Madrid, en la calle Don Quijote número 49, en el barrio de Cuatro Caminos.

¿Lo recordarás? Calle Don Quijote, son unos animales, pero ese nombre seguro que les suena.

El niño era avispado y desde ese momento no se separó de su padre adoptivo, del que se había encariñado. Pasaban el tiempo juntos, contándose detalles de sus penurias, practicando español y dando patadas a un balón de trapo con el que Saturnino Navazo rememoraba sus años de gloria y le preparaba para cuando el pequeño pudiera imitarlo. Pasaron muchos meses. Siegfried, aunque no estaba muy seguro de la fecha de su nacimiento, por algunos cálculos concluyó que cumplía nueve años cuando se produjo la ansiada liberación.

Saturnino Navazo regresó a Toulouse, pero con su hijo adoptivo de la mano. No le resultó sencillo incorporarse a la normalidad en un país que además de no ser el suyo había quedado deprimido y destrozado por la ocupación alemana. Pero la presencia de aquel niño, travieso como no había conocido otro, le estimulaba para luchar y que no le faltase ni comida, ni ropa ni enseñanza. Lo escolarizó en cuanto pudo y procuró que el aprendizaje del francés no le impidiese seguir perfeccionando el español.

Cuando tenía catorce años, Siegfried Mier, que ya había sentado la cabeza, aprendió el oficio de sastre. Mucho tiempo después, tras relatar su experiencia en la lucha por la vida, comentaba: «Soy agnóstico y no creo en nada de lo de por ahí arriba. Pero mi padre Saturnino era un santo».

NOTA: Del libro Entre bestias y héroes. Los españoles que plantaron cara al holocausto, Premio Espasa de Ensayo 2011, del periodista e historiador Diego Carcedo.

Comparte:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.