Nos decían cuando éramos niños que las doce de la noche es la hora de las brujas, ¡y vaya si daban miedo aquellas campanadas mientras iban cayendo, siniestras, del reloj del comedor! Era un buen método para procurar la total y segura recogida de los niños, hartos ya sus padres de los tráfagos diarios. Lo que no sabíamos es que a las once en punto, las veintitrés de nuestra moderna cronografía, es la hora del recreo de los vampiros. Ellos, aunque prodigiosos por tantas razones, también necesitan un rato de asueto y reposo cotidianos que hallan en los sesenta minutos previos a la medianoche… Momento en que el toque de diana de las campanadas los devuelve a la acción. Así se aprende de la lectura de La ciudad vampiro, novela de uno de los principales folletinistas franceses del siglo XIX, Paul Féval padre (1817-1887).

Ilustra Guillem Manchado.

Publicada veintidós años antes que Drácula de Bram Stoker, la descripción de los muertos vivientes adquiere en La ciudad vampiro diferencias no menores con respecto al legendario trasunto de Vlad Tepes. Nos cuenta Féval que son «monstruos de apariencia humana que nacen (…) en la baja Hungría, entre el Danubio y el Save», un territorio que hoy englobaría la mitad occidental de Hungría, dos terceras partes de Eslovenia, el oriente croata y el norte de Serbia, y que por tanto se sitúa más al oeste de Transilvania (Rumania). Siguiendo la arcaica tradición popular, beben sangre humana; cabe decir que medran, se vigorizan con el humor de doncellas jóvenes, pero pueden saciarse de un fluido menos suculento –por la edad de la víctima– para salir del paso. Comparten con Drácula la capacidad de convertirse en animales, pero, más aún, tienen «el don del desdoblamiento de sí mismos», con lo cual nunca se aburren, al poder charlar con sus émulos. Esta última virtud evoca la hipófisis divina expuesta por Plotino o Escoto Erígena, pero a la inversa: una suerte de subsunción, como los objetos individuales se funden en el concepto.

Los vampiros de Féval tienen la piel y la mirada verde fosforescente. Carentes de los grandes colmillos popularizados por el cine de terror, no muerden sino pinchan –ora con utensilios adecuados ora con un aguijón dispuesto en la punta de su boca– y sorben luego como sanguijuelas, siendo el primer efecto de la succión –para el humano parasitado– un rápido envejecimiento, y después, una vez devenida la muerte, la apropiación del cuerpo del finado. Fíjense pues qué esclavitud más estrecha: escapar a la cosificación como víctima para ser asumido como parte y desdoblamiento del verdugo. A diferencia de los humanos, que cargan sus muertos sobre la conciencia, los vampiros hacen lo mismo en su propio cuerpo, y como los primeros siempre los tienen fuera del propio ser, en el recuerdo, nunca conocerán la identidad que el no-muerto alcanza con su víctima.

Más allá de la caracterización de estas criaturas terroríficas, la narración de Féval es una suerte de parodia –hasta deconstrucción se le ha llamado, con socorrida diletancia– de la novela gótica, tan aclamada en su tiempo. Asistimos en La ciudad vampiro a una supuesta peripecia de juventud de la célebre escritora británica Ann Radcliffe, una de las figuras del género, quien deja plantado a su prometido en la mañana de su boda, mas no para abandonarlo por otro hombre sino con la noble intención de socorrer a sus amigos Cornelia de Witt y Ned Burton, prometidos también y víctimas de una trama destinada a arrebatarle a la novia fortuna y vida. Con la ayuda de su criado, el inglés Grey-Jack, y del inefable irlandés Merry-Bones, criado de Burton y enconado opositor del anterior, y tras correr no pocos peligros, Ann logrará salvar a su amiga de las garras de su tío el conde Tiberio, que quiere desposarla a la fuerza, y del doctor Goëtzi, un vampiro que pretende sorberle la sangre. Este será liquidado por Ann y compañía en el lugar más tenebroso de la Tierra: la ciudad donde reposan los no-muertos, Selene, un nombre que evoca las fuerzas oscuras de la noche, la pasión y la animalidad.

Todo lo anterior se cuenta con agilidad, en una trama trufada por descripciones precisas, basadas en metáforas ingeniosas. El autor rompe la secuencia temporal y espacial para introducir episodios aclaratorios de ciertos aspectos de la historia principal, sin que ello suponga complicar la lectura con esfuerzos adicionales de comprensión para el lector; estriba su objetivo en entretener, no pretende probar las dotes de nadie. Por otra parte, la novela es apta para todos los públicos (como suele decirse), pues carece de cualquier ensañamiento descriptivo: no hay escenas truculentas, nada perturba la intención festiva que Féval imprimió a la obra desde su inicio, sin detrimento por ello de la intensidad narrativa.

La ciudad vampiro está trufada de alusiones encomiásticas a Inglaterra («esa reina del mundo») y sus gentes… A pesar de que el narrador se identifique al principio del relato como escritor francés, quejumbroso de los frecuentes plagios de obras literarias de su país por parte de literatos británicos. No obstante, el personaje mejor descrito es Merry-Bones (aparentemente, el preferido por Féval), prototipo de irlandés impulsivo pero astuto, zafio aunque noble; dotado de fuerza, tesón y sentido de la lealtad. El cual «a pesar de su animalidad tenía cierto sentido común». Su dureza se acentúa cuando el autor lo califica de «cabeza de clavo», olvidada profesión —supongo— que consistía en cobrar por recibir garrotazos (a un chelín cada golpe) o heridas de sable (un mandoble, una corona). Todos los trabajos son dignos, dicen por ahí.

En cuanto a los vampiros, son una «clase social» según puede leerse en un pasaje de la novela. Pensarán algunos que cabría exigir un mínimo de rigor léxico al autor, puesto que la tipificación del monstruo chupasangre escapa a cualquier categoría sociológica; su taxonomía debiera ser doble, biológica y metafísica, pero extraña que alguien la establezca en relación a una posición en la urdimbre de las relaciones de producción. Ahora bien, si el vampiro vive del parasitismo… Y si se alimenta de… ¡Caramba, qué mal pensado soy! ¿No estaré sugiriendo que Féval identifica alegóricamente a sus tenebrosas criaturas con la clase plutocrática de la segunda revolución industrial?

A ver, Monsieur Paul, ¿no habíamos venido a reírnos de las novelas de terror como Cervantes se escarneció en su Quijote de los libros de caballerías? Pero cuando se lee que el mausoleo de Goëtzi era de los más pequeños de Selene, «de dimensiones apenas superiores a las de San Pablo de Londres», o que, afortunadamente, existen pocos vampiros, cada uno de los cuales, además de tener sus dobles, «lleva siempre consigo a sus accesorios o anexos, que también pueden desdoblarse», de modo que un vampiro «que pertenezca a la banca o a la nobleza absorbe y arrastra a un centenar de clientes, y los de la gentry no tienen nunca menos de cincuenta», todo parece indicar que el vampiro no es sino metáfora de quien medra a costa de los demás, y su corte, de la habitual orla de los más pudientes, la servidumbre voluntaria de los ambiciosos que pululan a expensas del plutócrata.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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